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Creí percibir excitación, avidez, e incluso un punto de celos, en la pregunta.

– No -respondí-. Pero creo que deben de residir en Bengala en estos momentos. ¿No tiene su ficha de entrada en el territorio?

El muchacho hurgó entre los papeles y sacó el documento que le pedía: la copia del formulario oficial que los rumanos habían rellenado al desembarcar. El sello indicaba el 23 de agosto último como fecha de llegada. Hecho excepcional, habían viajado en avión, y no en barco, a bordo de uno de los cuatro Boeing 247 que poseía entonces la Deutsche Lufthansa. ¡Porque esa gente -y no era ningún secreto que trataran de ocultar- procedía directamente de Berlín!

Silbé entre dientes.

– ¿Hay algo que le preocupa, oficial?

No respondí, prefería obtener informaciones antes que darlas.

– Entre en detalles, ahora, por favor. ¿Quiénes son realmente estas personas?

– Ya se lo he dicho. Son gente de mundo. Poseen una de las mayores fortunas de Europa y se pasan la vida mariposeando de aquí para allá…

– ¿Algún compromiso político?

– Aparentemente sí… Según los diferentes informes que circulan, cultivan ciertas simpatías por los partidarios de los métodos fuertes… Los Galjero son habituales de los Mosley, los dirigentes de la Unión Británica Fascista, y no ocultan que se cuentan entre los grandes financiadores de la Guardia de Hierro, el movimiento nacionalista rumano. Son conservadores, evidentemente. Reaccionarios, incluso. Pero todo el mundo tiene sus opiniones, ¿no es verdad? Y además ahora es la moda en Europa, sabe: están los alemanes, evidentemente, pero también los camisas negras en Italia, la Cagoule en Francia, la Falange en España… En el fondo todo esto no es tan grave. Lo importante es que los Galjero son gente encantadora y que su presencia y su conversación son apreciadas en todas partes… Mire, teniente, eche una ojeada a esta fotografía…

Una nueva imagen se deslizó bajo mis ojos. En ella, una veintena de personas posaban, con el fusil en la mano, en los escalones que conducían a una larga terraza. Algunos de los rostros me eran vagamente familiares, pero el archivero me ahorró el trabajo de buscar sus nombres.

– Esta foto fue tomada en el invierno de 1926 en una partida de caza en Balmoral. Ahí puede reconocer al que por entonces aún era sólo el príncipe de Gales, nuestro soberano actual Eduardo VIII, y a su izquierda, el que sobresale por su altura, Dalibor Galjero, claro está. Un poco tapado, a la derecha, se encuentra el escritor angloalemán Houston Steward Chamberlain, que en esa época se había instalado en Bayreuth y que murió allí unos meses más tarde. Aquí tenemos a John Maynard Keynes, un economista que da mucho de que hablar en este momento y que dimitió de la Conferencia de la Paz en 1919 porque criticaba las enormes reparaciones que los aliados reclamaban de Alemania. Y ese otro de ahí, aunque nadie lo diría, con ese aire un poco rústico que desprende, es uno de los sobrinos del presidente Roosevelt… Todos los demás pertenecen al mismo mundo, evidentemente…

– ¡Impresionante! -exclamé, más para animar a hablar a Blair que porque estuviera realmente maravillado por la identidad de las relaciones de sir Galjero.

Con el borde de la mano, me acerqué toda la pila de fotos, las miré una a una, bastante rápido, y a continuación pregunté al joven por qué era tan importante este expediente. La pregunta pareció incomodarle sobremanera.

– Es que… sabe, teniente, los Galjero mantienen un montón de contactos con una cierta capa de la población generalmente muy protegida políticamente… Para serle franco… son conocidos por su libertad de costumbres, y como su belleza los hace muy atractivos, pues… no les es difícil multiplicar sus conquistas en ese círculo, ¿comprende?…

No, yo no acababa de ver adonde quería ir a parar Blair. Aunque comprendía que los Galjero eran gente de mundo que, apoyados en su fortuna y su belleza, se permitían toda clase de desenfrenos, no veía cómo justificaba esto la acumulación de toda esa documentación sobre ellos.

– Bien… En estos últimos tiempos se han visto implicados en algunas historias enojosas… En su última estancia en Bengala, algunas malas lenguas les acusaron de corromper a gente muy joven de la buena sociedad. No sé qué ocurrió exactamente, pero encontraron en su jardín los cadáveres de Frederic y Sybil, los dos hijos de lord y lady Bentham… La investigación concluyó que se trataba de un suicidio por una doble pasión adolescente, pero naturalmente eso no hizo más que extender los rumores…

– ¿Los rumores, Blair? ¿Qué rumores?

– Su reputación, más bien… Su aura, si quiere, de ser unos don Juan, varón y hembra. Atractivos y totalmente liberados de la moral común. Una especie de criaturas de novela.

– ¿Y cuál es su convicción íntima sobre ellos?

– Por desgracia, nunca les he conocido en persona… Pero estoy persuadido de que son gente interesante. Cuando se dicen tantas maldades sobre uno, forzosamente hay que serlo, ¿no cree?

– Forzosamente -asentí sin creerlo en realidad.

– Y además hay otra cosa. Todas estas referencias mundanas no resumen por sí solas la personalidad de los Galjero. Mire…

Con una sonrisa de canónigo que presenta una imagen santa para edificación de sus fieles, Blair deslizó hacia mí una fotografía de gran formato, de color sepia, con los bordes dentados como los de un sello de correos. La cogí en la mano para verla mejor. Dalibor y Laüme Galjero posaban en medio de un grupo de varias decenas de niños indígenas -treinta o cuarenta, tal vez…-, vestidos todos con uniformes como los de los escolares ingleses. Dirigí una mirada interrogadora al archivero.

– Esta fotografía fue tomada en la primavera de 1933, en la visita precedente de los Galjero a Calcuta. Los rumanos aparecen con sus protegidos, chicos brillantes hijos de familias bengalíes modestas que los envían a Europa para que realicen allí sus estudios. Ellos asumen todos los gastos: el viaje, la escolaridad, la manutención… Todos los niños han partido por un período de cuatro o cinco años. Y al parecer, una nueva promoción se encuentra en fase de selección… Ya ve, pues, teniente, que a pesar de sus claras simpatías fascistas, los Galjero tienen corazón y no son insensibles a las desgracias ajenas. Creo que son buena gente…

Mascullé, por cortesía, unas vagas palabras de asentimiento, que iban, sin embargo, en contra de mi convicción más íntima. No sabía exactamente por qué, pero me costaba representarme a los Galjero como unos mecenas desinteresados. Y entonces, de pronto, un inexplicable presentimiento me heló el corazón.

– ¿Se tienen noticias de estos niños enviados a Europa? -pregunté con voz inexpresiva.

El archivero pareció sorprendido.

– Supongo que sí. Nadie ha dicho nada negativo en todo caso. Las familias estaban muy contentas de enviar a su progenitura a Berlín. Era una oportunidad inesperada, ya que Londres tiende a ignorar, cada vez más abiertamente, a los niños de su propio Imperio.

– ¿De modo que no ha llegado a sus oídos ninguna queja sobre este asunto? ¿Ni siquiera un rumor?

– Ni el menor rumor. Pero si está realmente interesado en obtener información más detallada, debería visitar Thomson Mansion, en el 284 de Durham Lane. Allí seleccionan a los niños…

Juzgué que ya sabía suficiente. Blair trató de retenerme ofreciéndome una taza de té, pero yo estaba cansado de esas ínfulas de enamorado que adoptaba cuando se refería a los Galjero. Una modistilla no hubiera hecho más melindres al hablar de sus estrellas de cine favoritas, y aquello me resultaba irritante; de manera que planté al joven de las espinillas y volví a mis cuarteles para reflexionar en soledad y en calma. De hecho, había otro motivo que me impulsaba a volver a mi antro. Un dolor. O mejor dicho, unos inquietantes dolores, cada vez más intensos, que abrazaban la parte baja de mi espalda y la nuca. El estrecho espejo colgado encima de mi lavabo no me ofrecía muchas posibilidades de examinarme, pero no tenía necesidad de ver el aspecto del prurito para saber que no se estaba curando, bien al contrario. La palma de mi mano se cubría de un sudor de sangre, como si la zona estuviera en carne viva. Y además, la irritación del cuello, que también empezaba a sangrar, me proporcionaba datos suficientes para adivinar el estado en que podían encontrarse los otros dos puntos de irritación. Enjugué los residuos y cubrí las llagas lo mejor que pude antes de tratar de dormir. Las migrañas volvían, vaciándome de todas mis energías. Ya sólo aspiraba a que la noche pasara lo más rápido posible para volver a ver al capitán médico Nicol a primera hora en su consulta. En ese instante, agitado y terriblemente preocupado por mi salud, eso era lo único que en realidad me importaba.