– Sólo he visto esto dos veces con anterioridad, Tewp. Usted es un soldado, y no le ocultaré que, en el caso de esos otros dos desventurados, la cosa acabó mal… Lamento mucho tener que decirle esto…
Nicol era sincero. Sus ojos, su rostro, mostraban una intensa compasión hacia mí. Pero aquello no suavizaba el impacto de sus palabras.
– ¿Quiere decir que he contraído una enfermedad mortal, doctor? -balbuceé, conmocionado por la noticia.
Nicol se aseguró de que la puerta de su gabinete estuviera bien cerrada y volvió a sentarse detrás de su escritorio mientras yo volvía a ponerme la camisa temblando.
– Lo que me sorprende en su caso es que acaba de llegar de Londres sin haber estado destinado nunca en ultramar. Este detalle no encaja en absoluto en el esquema. Y además… Yo no le conozco, es verdad, pero algo me dice que no es la clase de persona que tomaría una amante nativa. ¿Me equivoco?
Yo no veía en absoluto adonde quería ir a parar Nicol. ¿Qué relación podía existir entre la enfermedad que empezaba a roer mi carne, mi llegada de Londres y mi vida íntima?
– Si le pregunto esto, Tewp, es porque los dos tipos de quienes le he hablado eran viejos veteranos de las colonias a los que les sucedió una historia muy similar. ¡Y realmente, no se les parece usted en nada!
– ¿Qué tipo de historia, mi capitán? Si me dijera algo más, sería más fácil para mí.
Nicol inspiró profundamente y comenzó:
– A uno de estos hombres lo atendí en El Cairo, donde estuve destinado entre 1923 y 1929. Se había quedado mucho tiempo en Egipto sin volver a casa y había tomado por compañeras a dos o tres muchachas locales. Y luego, un día, solicitó un permiso de cuatro meses para volver a su país. Quería casarse con una mujer respetable. A las concubinas no les gustó la decisión, y le plantearon esta disyuntiva: o bien abandonaba sus proyectos matrimoniales, o le lanzarían un sortilegio. Un hechizo mortal. El tipo no se lo tomó en serio, naturalmente. Se marchó riendo, encontró a una gentil muchacha y se la trajo con él al Cairo en la siguiente estación. Tres días después de su retorno, vino a verme. Presentaba exactamente los mismos síntomas que usted. Traté de curarle. ¡Hice todo lo que pude, se lo aseguro! Pero dos semanas más tarde era el sepulturero quien se ocupaba de él.
Me senté ante Nicol. Su historia me había dejado desolado; pero aun así le pedí que me explicara la segunda.
– ¿El otro caso? Éste ocurrió aquí, en Calcuta. El patrón era bastante similar. Un oficial que tenía una amante titular entre la población quiso volver a la metrópoli para encontrar esposa allí. Misma causa, mismo efecto. El tipo murió en tres semanas. Nadie en este servicio supo cómo tratarlo… Ya ve, Tewp, que prefiero ser franco con usted y no darle falsas esperanzas. Aunque con usted trataré de actuar de un modo distinto… En primer lugar, tendrá que decirme si se ha divertido con muchachas poco recomendables recientemente. Y deje su pudor en el vestuario, no es momento de mentir…
Sonreí a mi pesar. No, no había mantenido ninguna relación censurable con ninguna mujer, Nicol podía estar seguro de eso.
Le expliqué, en cambio, que mis actividades me habían conducido a seguir a una mujer y que ésta, con engaños, había conseguido procurarse mi retrato, objetos personales, mechones de pelo y enterarse de mi nombre y mi fecha de nacimiento; y que yo mismo había encontrado en el interior del cráneo de un niño todos estos elementos acribillados con agujas oxidadas. Nicol abrió unos ojos como platos al escuchar mi relato, pero cuando hube acabado, permaneció largo rato en silencio. Cuando volvió a hablar, su voz era grave. Solemne, incluso.
– ¿Cree usted en la magia, teniente Tewp?
– Soy un hombre racional, capitán. Sin embargo, no soy tan obtuso para rechazar la existencia de ciertos principios ajenos a la razón si constato su efectividad… A decir verdad, no me planteo la cuestión de saber si creo en algo o no. Yo soy un pragmático. Ese algo sucede o no sucede; eso es todo.
– De modo que está dispuesto a admitir que alguien le ha…
– ¿Hechizado?… Siempre que esto pueda ayudarme a salir de ésta, sí, estoy dispuesto a admitirlo. Eventualmente.
– Entonces, ¡acaba de dar el primer paso en el camino de la curación, muchacho!
Nicol me había hablado de una francesa que vivía en Calcuta, una mujer de edad madura que había viajado mucho. Garance de Réault se había aplicado toda su vida a mantenerse a la altura del carácter novelesco de su nombre. Parisina, en su primera juventud nunca había abandonado los inmuebles señoriales del bulevard Saint-Germain; su horizonte y lo que conocía del mundo se encontraba comprendido entre la plaza de l'Odéon y la rué de Seine. Más tarde, el 1 de enero de 1900, al dar la medianoche, la habían hecho casarse con gran pompa con un viejo diplomático del Quai d'Orsay, afectado de reumatismo, que, al ritmo de sus misiones, la había ido exhibiendo como trofeo en África, China, Australia y en la Rusia de los zares. Allí, el geronte había acabado por morir de frío al querer imitar puerilmente a los boyardos que chapoteaban como osos en un Moskova que arrastraba cúmulos de bloques de hielo. Libre, joven y convenientemente rica, la viuda había rechazado volver a Francia como le pedía su familia. Desafiando las conveniencias y sin que se supiera muy bien por qué, tras embutirse en un pantalón forrado de piel había desaparecido durante meses en Siberia, de donde había vuelto con la piel tostada como la de un pirata, una respetable cicatriz de arma blanca en la sien, los cabellos enmarañados y la mirada más clara que nunca, firmemente decidida a no volver a poner los pies en Europa.
– Esta mujer -me había dicho Nicol- ha visto muchas cosas extrañas. Creo que ha ido a lugares nunca hollados antes por ningún blanco. Cuéntele su historia. Tal vez ella sepa qué hacer…
El capitán médico había garrapateado la dirección de la francesa en una cartulina, me la había entregado, y después de meterme en la mano dos paquetes de sulfamidas, me había despedido para ir a atender a pacientes más corrientes. En uno de los despachos de La Toldilla recluté a un ordenanza adormilado y le ordené que me dejara en casa de madame de Réault, a sólo unas calles del Harnett. Cuando supo que venía recomendado por el capitán Nicol, la mujer no tuvo ningún inconveniente en recibirme. La casa en donde vivía no era de su propiedad, sólo residía allí provisionalmente, invitada por un matrimonio amigo. Porque madame de Réault era una nómada, siempre a punto de partir, que desaparecía a veces durante meses sin que nadie supiera dónde encontrarla antes de volver a aparecer, de forma igualmente repentina, sin dar ninguna explicación pero con sus libretas llenas de notas y su bolsa atiborrada de plantas secas, muestras de minerales y objetos indígenas desconocidos que revendía a los más célebres museos de etnología de todo el mundo… Esta vida de aventuras la había dotado de un físico notable. No quiero decir con eso que fuera hermosa, no. Incluso en su juventud, no creo que ése fuera nunca el caso, en el sentido común del término. Pero su presencia solar irradiaba en torno a su persona una energía que no he vuelto a encontrar después en ningún otro ser humano. Hablamos mucho tiempo en un pequeño salón de la planta baja, apartado de las idas y venidas de los criados.