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Yo no había comprendido exactamente lo que había querido decir madame de Réault; pero poco me importaban, por el momento, las técnicas que empleaba Keller para dañarme. Demasiado bien sentía su eficacia en mi carne, y esto bastaba para que aceptara la realidad de sus poderes sin tratar de saber nada más.

En la calle, el ordenanza no me había esperado, así que me vi obligado a volver a pie al cuartel. Mientras pasaba la tarde conversando con madame de Réault, había llovido. En la luz crepuscular, la ciudad aparecía lavada, limpia, casi tan reluciente como Londres después de la tormenta. Recorrí algunas calles sintiendo un dolor tan intenso como una quemadura en la piel de mi garganta y de mi espalda, y finalmente encontré una calzada rayada por dos trazos de metal. Un poco más lejos, una parada de tranvía agrupaba a algunos viajeros ansiosos por volver a casa. Por suerte, la línea discurría cerca de las instalaciones militares. Subí al vagón, pagué y permanecí atento al paisaje para no saltarme la parada. Un soldado indígena me saludó y se aprestó a cederme su asiento nada más verme, pero le indiqué con un gesto que permaneciera sentado y despejé una pequeña ventana de visibilidad en el vaho que se había acumulado sobre el vidrio del vehículo. Los bordes de las nubes, altas y negras, se doraban al sol del crepúsculo. El espectáculo era magnífico. Y entonces, de pronto, se produjo un incidente inesperado. El tranvía frenó violentamente con un terrible chirrido, se salió de los raíles y se zarandeó como si de pronto rodáramos sobre piedras. Se escucharon gritos. Una joven perdió el equilibrio y cayó entre un ruido de tela rasgada. El tranvía, al fin, detuvo su carrera. Antes de que hubiéramos tenido tiempo de recuperarnos del sobresalto, el conductor ya había saltado a tierra, había valorado la situación y nos había pedido que abandonáramos la unidad con la mayor calma posible. Obedecimos y bajamos ordenadamente. La joven que había caído fue atendida por algunas de sus congéneres, mientras los hombres, siempre ávidos de detalles técnicos, se apretujaban alrededor del vehículo tratando de comprender las causas del accidente. El tranvía había arrancado la catenaria para a continuación deslizarse directamente por la calzada unas treinta yardas antes de que la fuerza de la inercia acabara por detener el convoy. Por mi parte, no me entretuve en interrogarme como los otros pasajeros por los detalles del suceso.

Caía la noche, y calculé que el cuartel no podía estar muy lejos. Atravesé la plaza en diagonal y me introduje en una calle que intuí que me conduciría directamente allí. Sin embargo, no sé si a causa de la oscuridad o de mi falta de atención, debí de saltarme una bifurcación, porque, cuanto más avanzaba, menos reconocía el barrio. A medida que progresaba, vi cómo las casas se espaciaban y el asfalto de la calle se levantaba, saltaba a pedazos y se torcía, reventado por las malas hierbas que nadie se preocupaba de cortar. Las fachadas revelaban la falta de medios de sus propietarios. Bultos provocados por la humedad veteaban los muros, los postigos colgaban fuera de sus bisagras y gruesas redes de hiedra se enrollaban sin gracia en torno a los barrotes de las vallas. Cogí una calle transversal para dar la vuelta a la manzana de casas y volver sobre mis pasos, pero sólo conseguí perderme aún más de lo que estaba. El mundo se vaciaba de toda presencia a mi alrededor. En torno a mí no se veía a nadie a quien preguntar por el camino correcto, ni una indicación, ni una luz. Había penetrado por descuido en un barrio abandonado, un arrabal oscuro y siniestro, formado por casas vacías y descampados.

Así caminé quince o tal vez veinte minutos, sin encontrar a nadie y cruzándome sólo con gatos que acechaban, encaramados en las alturas, a las ratas expulsadas de las alcantarillas por las lluvias torrenciales de la última tempestad. Desorientado, me metí por una callejuela embarrada que me pareció que conducía en la buena dirección, pero que en realidad era un callejón sin salida. Al detenerme ante el muro que sellaba el fondo, con el corazón palpitante y las sienes oprimidas en un torno de fuego, un ruido resonó tras de mí y me hizo dar un respingo. Era una especie de soplo, mezclado con un estertor… Una queja, más que una amenaza. Me volví bruscamente y me llevé de forma instintiva la mano a la cadera, donde colgaba, pesada y tranquilizadora, mi arma de servicio. Una sombra salió de una oquedad. Una sombra humana, con los pies desnudos y vestida con un sari desteñido, que tendía hacia mí una mano que ya no tenía dedos… Era una indígena, una leprosa que me pedía limosna. Su rostro, que no ocultaba, estaba hinchado por la enfermedad, destruido por cráteres de carne que se habían formado sobre sus mejillas, sobre su frente, por encima de sus ojos, uno de los cuales apenas era una simple mancha blanca, sin iris, sin pupila… Detrás de ella, otras siluetas aparecieron arrastrando los pies, tendiendo hacia mí unas manos carcomidas, unas manos que parecían zarpas… Rodeado, me vi forzado a retroceder hasta el muro y pegarme a él para no caer bajo la presión de esos mendigos cada vez más numerosos que se aglomeraban en torno a mí. Estuve tentado de usar la fuerza para liberarme, no utilizando mi arma, por descontado, sino empleando los puños y los codos para abrirme paso entre estos desventurados que me ahogaban, entre esta masa que amenazaba con sepultarme con la fuerza inexorable de una ola marina. Febrilmente, hundí la mano en el bolsillo del pantalón y encontré algunas monedas que lancé al azar entre la multitud, un poco como un sembrador lanza su grano en los surcos. Inmediatamente la presión cedió a mi alrededor. Encontrando aún fuerzas para excusarme, empujé suavemente a los mendigos, dejando que registraran el suelo esponjoso en busca de las monedas de cobre y de plata, y corrí tan deprisa como pude por la oscura callejuela sin tratar siquiera de evitar los charcos de barro, levantando chorros de agua sucia que me golpeaban las piernas.

Sin aliento, salí de este horrible lugar y continué mi carrera al azar de las calles hasta agotarme. Finalmente, tras sentir una punzada en las costillas, me vi obligado a reducir la marcha. Con los ojos entelados, el corazón desbocado y los miembros temblorosos, me agaché un instante, apoyándome con las manos en los muslos, y me saqué la gorra para secarme el pelo, salpicado de enormes gotas de sudor. Miré alrededor. Estaba de nuevo en la ciudad. En las ventanas de las casas brillaban luces y aún había un tenderete abierto. Aquí y allá, algunos paseantes deambulaban por las aceras. Un hombre me miró con aire perplejo y luego se detuvo cortésmente a mi lado para preguntarme si necesitaba ayuda. Me levanté, traté de aderezarme un poco y le pedí que me indicara el camino del cuartel. Con su ayuda, volví a tomar la buena dirección, aunque me llevó tiempo y, una vez más, me perdí antes de llegar a mi destino. Después de errar al azar buscando puntos de referencia, fui a parar a uno de los lados del campamento, donde se extendía el terreno baldío del campo de maniobras. Aún tenía que caminar a lo largo de la reja durante varios minutos antes de llegar a la entrada principal. Estaba extenuado, hambriento, empapado de agua y de sudor, y sentía que mis vendas estaban saturadas de sangre. La idea de verme forzado a atravesar todo el recinto para subir a mi quinto piso me exasperó. Intuitivamente, pero sin creer mucho en lo que hacía, me dediqué a observar el enrejado que delimitaba el campo de maniobras, esperando descubrir algún agujero, un resquicio por el cual pudiera deslizarme para tomar un atajo. Y en efecto, pronto descubrí un orificio bastante grande para permitir el paso de un hombre, una salida clandestina que algunos utilizaban para abandonar el recinto militar sin permiso. Un matorral la camuflaba vagamente; pero lo habían colocado mal en su sitio, o tal vez la tempestad lo había desplazado, porque no disimulaba lo que hubiera debido ocultar. Estaba cansado y quería ahorrar tiempo y fuerzas. Tras cruzar un foso y una zona cubierta de maleza, me deslicé, pues, por el orificio y crucé lateralmente el campo de maniobras para dirigirme directamente hacia mi acantonamiento, feliz de que el albur me hubiera hecho descubrir esta entrada secreta.