Выбрать главу

En el momento en que pasaba junto al hangar del armamento, oí unos ruidos sordos que no me gustaron. Me acerqué discretamente. Se escuchaban jadeos, estertores, y también una voz apagada que creí reconocer. Avancé un poco más… Al doblar la esquina de una barraca de chapa, vi dos siluetas entrelazadas. Una, enorme, adiposa, dominaba a la otra, frágil, pequeña, acurrucada en el suelo. Hubo una patada, y luego otra, las dos lanzadas contra el vientre. Enseguida reconocí al hombre gordo: era el asistente Edmonds. El suboficial tenía una botella en la mano y golpeaba con violencia a un soldado indígena caído en el suelo. Espantosas injurias escapaban silbando de entre sus dientes. Hubiera podido alejarme y no mezclarme en el asunto, hubiera podido simular que no había visto nada… Pero la escena me sacó de mis casillas. Sin reflexionar, sin saber qué ocurría realmente, me lancé sobre

Edmonds y le empujé lejos del hombrecillo contra el que se encarnizaba. Sorprendido, el suboficial titubeó, pero no cayó. Me había reconocido. Sus ojos amarillentos, empañados por el alcohol, tenían un brillo malévolo, y por su rostro, congestionado por el esfuerzo, corrían gruesas gotas de sudor. Su boca se torció en un rictus.

– ¡Tewp! Apártese de ahí y deje que acabe de enseñarle lo que es respeto a este sudra… ¡Este asunto no le concierne, teniente!

Intenté razonar con Edmonds, pero fue en vano. El asistente trató de lanzarse de nuevo contra su víctima y, una vez más, lo rechacé, provocando su furia. La disputa subió de tono. Edmonds rompió su botella contra la pared y quiso utilizarla como un arma, pero el alcohol y su corpulencia dificultaban sus movimientos, haciéndolos lentos y torpes. Lanzó un primer golpe contra mi garganta que esquivé sin dificultad. Era mucho más joven que él, y también infinitamente más despierto, más ágil y ligero. Le oía resoplar como un buey con cada movimiento. Yo no tenía intención de atacarle, no quería golpearle. Simplemente quería que abandonara la lucha por agotamiento. Me propinó otro golpe, un semicírculo destinado a rajarme el vientre, pero yo salté hacia atrás y volví a ponerme en guardia sin recibir ningún daño. Me daba perfecta cuenta de que Edmonds no jugaba a amenazarme. Por más que estuviera borracho, todos sus ataques estaban destinados a herir, a matar incluso… Era como si los dos hubiéramos sabido, desde el momento en que nuestras miradas se habían cruzado, que este instante debía llegar. Yo no estaba realmente sorprendido. Y tal vez por eso me sentía confiado. Demasiado confiado. Porque mientras retrocedía para esquivar un tercer ataque, mi pie rodó sobre un guijarro, dislocándome casi el tobillo, y caí cuan largo era en el suelo. Antes de que hubiera tenido tiempo de levantarme, Edmonds se había dejado caer sobre mí con todo su peso. Paralizado, ya no podía luchar, no podía defenderme. El aire, bloqueado en mis pulmones aplastados, ya no me llegaba a la garganta; ¡ni siquiera podía gritar pidiendo ayuda! Edmonds me miró directamente a los ojos, me escupió a la cara y levantó el brazo por encima de su cabeza, disponiéndose a hundirme el casco de botella en la yugular. Mis manos se pusieron a batir con frenesí la grava que tenía alrededor, e instintivamente, cogí un puñado de guijarros mojados que, en un gesto desesperado, conseguí arrojarle a la cara. Sorprendido, Edmonds desplazó su centro de gravedad tratando de evitar la lluvia de proyectiles. El acceso a mi cadera quedó así providencialmente liberado. Me llevé la mano a la funda de mi revólver de servicio, saqué el arma con un movimiento rápido, bajé el percutor y, viendo que Edmonds levantaba el brazo para lanzar el golpe fatal, hice fuego al bulto, apuntando a algún lugar de la masa negra, monstruosa, del hombre que me asfixiaba.

En el silencio de la noche, la detonación resonó con una increíble potencia. El cuerpo de mi adversario basculó lentamente y se derrumbó en el fango. Me deshice de él con un gesto brusco, ignorando los dolores que me taladraban el cuerpo, respirando aliviado el aire que me había faltado durante unos segundos eternos. Con el pie, envié lejos el casco de botella que acababa de deslizarse de la palma de Edmonds y luego me incliné sobre él. Había perdido el conocimiento. Un poco de líquido verdoso manchaba la comisura de sus labios y una ancha mancha roja se extendía bajo su guerrera, en pleno abdomen. Le aparté los pliegues de la chaqueta lo mejor que pude, le desgarré la camisa y apreté la palma de mi mano contra el agujero, fuente de sangre que mi bala había abierto en la región del bazo. Sabía que este tipo de herida era mortal. Si no le atendían rápidamente, Edmonds moriría. Necesitaba ayuda. Eché un vistazo alrededor. El pequeño hindú seguía tendido contra la pared de chapa. Aunque gemía suavemente, me di cuenta de que también él había perdido el conocimiento y no podía hacer nada por socorrerme. Recogí mi arma y descargué en el aire, con regularidad, los cartuchos que me quedaban en el tambor.

Pronto oí voces, llamadas. Unas antorchas perforaron la oscuridad. Grité pidiendo ayuda, y una patrulla me encontró por fin. Llamaron a un médico y llevaron el cuerpo de Edmonds a una ambulancia. Por suerte, los barracones del hospital estaban muy cerca. Con una intervención rápida, un hombre corriente hubiera tenido todas las posibilidades de salir con vida; pero Edmonds no era en absoluto un hombre corriente. Sabía que bebía, fumaba y comía demasiado. Su organismo debía de soportar mal los traumatismos, debía de tardar en cicatrizar y sanar. ¿Cómo resistiría la operación? Mientras estuviese entre la vida y la muerte, yo aún no era un asesino. Pero ¿y si ocurría? ¿Qué sería de mí entonces? Por más que hubiera actuado en legítima defensa, no dejaba de ser el responsable de un crimen. ¿Y cómo me las arreglaría ahora para recuperar el vult de la habitación de Keller? Todos mis planes se venían abajo. Un capitán de la policía militar se acercó, y tuve que entregarle mi revólver Webley. Mientras, escoltado por dos guardias, subía a su vehículo de servicio, vi que el soldado hindú se levantaba con esfuerzo, sostenido y reconfortado únicamente por un compañero indígena. Ningún médico, ningún enfermero, parecía interesarse por él. Me invadió un terrible sentimiento de piedad por ese hombrecillo. Sin decir nada, confuso y apesadumbrado, me dejé llevar sin protestar hasta la oficina del jefe de los Red Caps, la policía militar, que se distinguía de los restantes cuerpos por la banda rojo sangre que adornaba la gorra de su uniforme.

ARRESTO RIGUROSO

¿Qué decir del resto de esa noche? Pocas cosas, porque detenerme en los detalles del proceso administrativo al que fui sometido no aportaría nada a mi relato. Desde luego, tuve que narrar los acontecimientos que me habían llevado a disparar a quemarropa contra el asistente Edmonds: la vuelta, al caer la noche, al cuartel después de haber pasado unas horas en la ciudad; el descubrimiento del agujero en la valla que limitaba el campo de maniobras; y luego la escena que había sorprendido en la zona de los hangares, Edmonds, borracho y furioso, encarnizándose sin motivo aparente con el cuerpo tendido de un soldado indígena, mi pelea con el coloso y el encarnizamiento, casi el salvajismo de éste. Sólo había hecho fuego en última instancia, para protegerme, para salvarme de una muerte cierta. Eso era todo. No tenía nada más que añadir. El oficial encargado del caso me escuchó con aire grave, transcribió mis palabras en un informe preliminar y luego me comunicó mi arresto provisional, al menos mientras la investigación estuviera en curso, que sería al fin y al cabo la que determinaría si había hecho un uso legítimo o no de mi arma. En mitad de la noche, me encontré, pues, encerrado en una de las celdas del centro penitenciario del cuartel de Calcuta. Me asignaron una habitación para mí solo. Mi rango de oficial me daba derecho a ello. El lugar no disponía de ninguna comodidad: una mala cama de hierro, un jergón envuelto en una sábana agujereada, una manta impregnada de un olor espantoso, un agujero como letrina y un grifo de agua fría. La luz procedía de un respiradero protegido por unos gruesos barrotes retorcidos que hubiera sido inútil tratar de arrancar. La decoración, en todo caso, no era sorprendente.