Durante mucho tiempo permanecí en un estado de abatimiento, sentado sobre el camastro, sin preocuparme siquiera por las llagas que manchaban de sangre mi camisa. Todo estaba perdido. Condenado a quedarme aquí, ya no podía actuar contra Keller. Cualquiera que fuera la sentencia que pronunciaran en mi contra, para entonces ya sería demasiado tarde. El maleficio habría completado su obra y nadie podría hacer nada contra eso. Tristemente, me obligué de todos modos a limpiarme con agua fría. Deshice el vendaje que me ceñía los riñones. Como se había formado una costra de sangre seca, la operación me hizo lanzar, muy a mi pesar, un grito de dolor. Al haber sido encerrado poco antes del alba, pronto tuve derecho a mi primera visita: un cabo de vara indígena vino a traerme un «Adán y Eva sobre una balsa», el breakfast habitual del prisionero, dos huevos colocados sobre una rebanada de pan negro. No los desdeñé. La fisiología humana está hecha así. Hubiera debido tener un nudo en el estómago y la mente alejada de cualquier consideración de carácter material, pero no era eso lo que sentía. Al contrario, sólo pensaba en comer y beber. ¡Tenía hambre! Por dramáticas que hubieran sido, las revelaciones de Garance de Réault y los acontecimientos de la noche me habían llenado de una energía nueva, de una especie de alegría infantil. Tal vez fuera pura y simple inconsciencia, pero me sentía revitalizado; de hecho estaba bastante orgulloso de mí mismo, satisfecho de haberme atrevido a agujerear la piel del gordo suboficial. ¡Sabía que había actuado correctamente y mi conciencia estaba encantada con aquello! Desde luego, el estado de Edmonds me preocupaba y en mi interior rezaba por que el tipo se recuperara con éxito, pero esto no me impedía caminar -en la medida de lo posible- a lo largo y ancho de mi celda frotándome las manos y hablando en voz alta, felicitándome por no haber dudado ni un instante en intervenir cuando había sorprendido al monstruoso asistente dando una paliza a aquel pobre muchacho. Volví a sentarme sobre la cama y me comí todo lo que me habían traído. A su vuelta, el soldado sonrió al ver el plato vacío, y me obsequió por propia iniciativa con una segunda ración.
– ¿Es usted el teniente Tewp, no es así? -me preguntó, mientras colocaba ante mí un nuevo «Adán» y una nueva «Eva»-. ¿El que ha intervenido hace un rato en favor del caporal Swamy?
– No sé cómo se llama el hombre al que he defendido -respondí-. Y tampoco tuve tiempo de mirar su rango. Sólo vi que era un soldado indígena… ¿Por qué me hace esta pregunta?
– Por nada, teniente. No vea ninguna ofensa en ello. Sólo quería decirle que ha sido muy valiente por su parte. La noticia de su intervención se extenderá rápidamente… Yo soy el sargento Panksha, el jefe de los guardias de noche. Si necesita alguna cosa, pídamela a mí. Haré lo que esté en mi mano para conseguírsela.
Yo no sabía aún hasta qué punto Panksha iba a ser fiel a su palabra. En los minutos que siguieron el sargento me trajo, sin que yo le pidiera nada, una mesa y una silla, cambió mi jergón, sustituyó mi apestosa manta por otra perfectamente limpia y me proporcionó incluso jabón y ropa interior de recambio. Me aseé, pues, a fondo e incluso conseguí limpiar mal que bien las manchas de sangre y de barro que ensuciaban mi uniforme. Cuando, hacia las diez de la mañana, recibí la visita del oficial encargado de llevar la instrucción de mi caso, me encontraba en disposición de enfrentarme a él con un aspecto decente. Más o menos fresco y presentable, estaba sin duda mejor armado para responder a sus preguntas que si aún llevara las marcas de mi pelea con Edmonds.
La entrevista transcurrió relativamente bien. De entrada, porque mi interlocutor me informó de que el asistente parecía sobrevivir a su herida. La operación se había desarrollado sin problemas y la bala no había alcanzado ningún órgano vital. Sufriría, sin duda, y por mucho tiempo; pero todo hacía pensar que se recuperaría sin graves secuelas. Y además, porque, al estar yo mismo acostumbrado a la terminología y los procedimientos judiciales, me era fácil presentar mi versión de los hechos bajo el mejor ángulo posible. Por otra parte, Edmonds era conocido por sus borracheras y sus repetidas crisis violentas. Las preguntas que me formuló mi interrogador fueron precisas, concisas, de buena factura y no se apartaron nunca del tema principal, reflejando la práctica de un buen profesional. Sin duda yo hubiera planteado las mismas de estar en su lugar. Si bien no simpatizamos, entre nosotros se instauró un cierto respeto. Por descontado, no se permitió ningún comentario personal sobre mi suerte. No era su papel -yo lo sabía y me abstuve escrupulosamente de hacerle salir de él-, y no me dio ninguna pista sobre cuándo se me autorizaría a salir de prisión. Se fue no sin antes prometerme que volvería al día siguiente para informarme de la situación. De nuevo en la soledad de mi celda, me vi obligado a aceptar mi desgracia con paciencia. No tenía nada más que hacer excepto pensar y dormir. Me tendí, pues, en mi camastro, sucumbiendo finalmente a la masa de fatiga y tensiones que había acumulado desde la víspera.
Los sótanos, medio enterrados, donde retenían a los prisioneros eran frescos, y en relación con las otras zonas del campamento tenían la ventaja de que seguían siéndolo aun bajo los grandes calores de la tarde. Así, encontré allí un cierto grado de confort. Dormí con un sueño de plomo hasta las seis, cuando me despertó el ruido de un pequeño grupo que volvía al centro penitenciario. Eran los prisioneros de baja graduación, asignados a diversos trabajos durante el día, que por la noche volvían a su celda. Hubo un recuento, breve, de los hombres alineados en el pasillo, y luego los encerraron en sus compartimentos, a razón de tres o cuatro en un espacio no más amplio del que ocupaba yo solo. La mayoría de estos tipos sólo tenían minucias que reprocharse: retraso registrado a la vuelta de un permiso, pequeños latrocinios cometidos en los almacenes, faltas de obediencia, peleas…, nada que no fuera habitual en la justicia militar en tiempo de paz. Durante un rato la calma reinó de nuevo, y luego oí el ruido de una cantina rodante que se balanceaba sobre las losas del pasillo. Ruidos de cerraduras que se abrían y se cerraban, voces tonantes, órdenes y réplicas dadas en hindi. No se oía ni una sola palabra de inglés. Así, concluí que había empezado el servicio de noche. Si, durante el día, la guardia estaba a cargo de los británicos, los turnos de noche se asignaban a los suboficiales y soldados indígenas. Y dado que, aparte de mí, todos los prisioneros eran hindúes, el empleo de la lengua local volvía a imponerse. Me llegó el turno, y la puerta de mi celda se abrió. De igual modo que por la mañana, Panksha apareció, con dos bandejas en equilibrio sobre sus anchas manos abiertas.
– ¡«Zeppelin en las nubes», mi teniente! ¡Que aproveche!
Eché una ojeada a la mixtura. Era una larga salchicha grasienta -el «Zeppelin»- enterrada en puré de patatas harinosas -las «nubes»-. La excitación, o para ser más preciso, mi hambre de la mañana, se había desvanecido. La visión de toda esa comida me asqueó. Con un gesto, rechacé las bandejas y volví a tenderme boca abajo sobre la cama. Estaba abatido, hundido casi. Hundido por haber disparado a un hombre, hundido por tener que sufrir la humillación de la prisión. Hundido por haber fracasado, en sólo unos días, en absolutamente todo. Hundido, sobre todo, por saber que en adelante había quedado sumido en la impotencia ante la persona que pretendía mi muerte. Enterré el rostro en la almohada de crin, cerré los ojos e hice cuanto pude por olvidar este maldito día. De las celdas vecinas llegaban ruidos de vajilla, de cubiertos de hojalata que chirriaban sobre los platos de zinc; se oían risas, llamadas, intercambios animados, sonoros, casi fraternales, entre los prisioneros y los guardias. Como los ingleses no volverían hasta el alba, la prisión se convertía durante este espacio temporal en una suerte de enclave de la India libre; era fácil de adivinar que la mayor parte de los prisioneros eran de esos a los que llamaban despectivamente little englanders, gente que no anteponía la gloria del Imperio ni el respeto a sus leyes en el primer plano de sus preocupaciones.