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La noche había caído. Los guardianes encendieron las luces, y una claridad cruda, viva, hiriente, atravesó mis párpados cerrados y me taladró el cerebro como una broca de acero. No sabía si achacarlo al maleficio, pero ahora mis ojos sólo soportaban la penumbra. Suspirando, estaba trepando a la silla para aflojar esa maldita bombilla cuando se abrió la puerta. Entró un personaje que no había visto nunca antes. Desde mi posición elevada, lo primero que vi de él fue un círculo de tela abigarrada, una especie de pequeño tonel de tela compacto de proporciones achaparradas, mal encajadas, bastante inarmónicas, a decir verdad. Al bajar de mi improvisado escabel, vi un rostro oscuro, originalmente ya poco favorecido, pero ahora, además, con los rasgos hinchados en algunas zonas, tumefactos, amoratados… El rostro de un hombre al que habían golpeado. Bajo un breve bigote de pelos erizados extrañamente perfilado, el labio superior mostraba un feo corte que descubría -sin duda más de lo conveniente- unos dientes grandes e irregulares. Sobre una estructura corporal aparentemente construida a partir de la economía, sin carne, sin grasa, sin materia superflua, pero tensada por una armadura de músculos bien marcados que debían de darle una gran fuerza, el hombre vestía el uniforme de servicio de un caporal indígena de un regimiento del cuerpo de ingenieros.

– ¿Quién es usted? -pregunté en tono duro, irritado por haberme dejado sorprender en plena actividad doméstica.

– Teniente, soy el caporal Habid Swamy. El hombre al que socorrió ayer noche. Sólo quería darle las gracias por lo que hizo por mí, teniente. No sé si otros oficiales ingleses se hubieran arriesgado a intervenir… Fue muy valeroso por su parte… Gracias…

La voz era hermosa, y el inglés, irreprochable. Había, en el caporal, una extraña mezcla de dulzura y energía que enseguida me produjo simpatía. Con la cara veteada por las equimosis, el hindú tenía el aire de un chiquillo que acaba de salir de una pelea en el patio de la escuela. Sin mala intención -sino impulsado más bien por una súbita ternura-, me puse a reír un poco tontamente.

– Perdone, caporal, no me burlo de usted… Es que… su llegada es un poco sorprendente, sabe… Pero me alegra que haya venido. Realmente me complace mucho. Me alegro de que haya salido de ésta sin mayores daños. Creo que el asistente Edmonds estaba decidido a continuar hasta dejarle baldado.

– Hum… sí… Es posible. No era la primera vez que el asistente y yo teníamos unas palabras… Pero nunca había llegado tan lejos. No sé qué le dio… Es algo lamentable para todos. Y sobre todo para usted, mi teniente, ya que se encuentra encerrado por mi culpa…

Tranquilicé a Swamy con unas cuantas frases bien escogidas, haciéndole ver que prefería pudrirme en una celda que haber permanecido inactivo y haber tenido que soportar luego el pensamiento de su muerte o de su parálisis. Mi discurso pareció sumergir al hombrecillo en un abismo de reflexiones. Creo que no había esperado tropezar con un tipo como yo, tan aparentemente despegado de las realidades corrientes de la vida militar. Como es natural, no podía saber que era todo mi ser el que se había despegado del mundo. La certeza de que el mal que me devoraba iba a conducirme rápidamente a un fatal desenlace me había llevado a burlarme de todo. Finalmente, Swamy se despidió, prometiendo volver a visitarme pronto y rogándome que le informara si necesitaba alguna cosa.

No habían transcurrido cinco minutos desde su partida cuando la puerta se abrió y apareció el rostro radiante de Panksha. Una pequeña multitud compacta se apretujaba tras él.

– ¿Pueden venir también a saludarle los hombres, mi teniente? -me preguntó, casi tímidamente, el jefe de los guardias de noche.

– ¿Los hombres? ¿Venir a saludarme? Pero ¿por qué?

Antes de que pudiera darme una respuesta, Panksha se vio desbordado, empujado al interior de mi celda por diez o quince personas vestidas informalmente que enseguida me rodearon y me estrecharon la mano con cómicas inclinaciones de cabeza, como las que hacen los fieles ante la estatua de un santo o ante un sacerdote… En medio de todo aquel jaleo, por todas partes oía «Gracias», «Felicidades, mi teniente», «Ha hecho bien», «Le apoyaremos…». Al margen de todo protocolo, recibí un montón de palmaditas de simpatía, y también un amistoso porrazo en la espalda. Estos hombres eran en su mayoría prisioneros hindúes que purgaban sus penas en las celdas vecinas, pero entre ellos también había guardias, que me felicitaban del mismo modo. De pronto sentí que me abrían la mano a la fuerza y me dejaban en ella un encendedor, un paquete de cigarrillos, barritas de chocolate, una pasta de frutas… Panksha me miraba sonriendo.

– Ya ve, teniente… La noticia se ha extendido. Es raro que un brit intervenga por alguien de aquí. Es incluso cada vez más raro. Todo el mundo se lo agradece…

Tuve que estrechar unas cuantas manos más, dar las gracias por todo lo que me ofrecían, asegurar que había actuado espontáneamente, sin reflexionar, y que hubiera hecho lo mismo por cualquiera, para conseguir que evacuaran el lugar y me dejaran descansar un poco. Panksha fue el último en salir, pero antes aún tuvo tiempo de deslizarme al oído que, si mi arresto se prolongaba, encontraría la forma de hacer lo más cómoda posible mi estancia en prisión, y me guiñó el ojo mientras blandía y hacía tintinear bajo mis narices el impresionante manojo de llaves que acostumbraba llevar colgado a la cintura. Por fin me quedé solo. A pesar de la estrechez de la habitación, ésta estaba ahora en completo desorden. La brusca irrupción de aquella pequeña marea humana había volcado la silla y empujado la mesa a un rincón, ¡y vi incluso que unas huellas de pasos manchaban mi cama! ¡Uno de los tipos había caminado sobre las mantas sin siquiera darse cuenta! Tardé diez minutos largos en volver a poner un poco de orden en mi antro, y luego desenrosqué la bombilla, cuya luz, demasiado blanca, me taladraba los ojos. Finalmente, una vez vuelto el silencio y en medio de una bienhechora oscuridad, me tendí en la cama y me dormí…

El día siguiente pasó sin que el oficial judicial hiciera acto de presencia. En contra de lo que me había prometido, esperé, pues, inútilmente su visita. Me instaron a que saliera de mi jaula para dar un paseo de una hora, solo, por un pasillo enrejado que se hundía en un patio de cemento sin vistas, vigilado por dos guardias ingleses que me dirigían miradas malévolas. Oí que uno preguntaba al otro de qué me acusaban.

– Ha disparado a uno de los nuestros que sólo se limitaba a darle una lección a un sudra, por lo que parece.

Y escupió al suelo, mientras me lanzaba una mirada llena de rabia que dejaba bien claro por quién, entre el verdugo inglés y la víctima hindú, se inclinaban sus simpatías.

Más tarde, justo cuando acababa de volver del paseo, el capitán Nicol entró, azorado, en mi celda.

– ¡Hace dos días que le busco, teniente! ¿Por qué no me ha advertido de su situación?

Hubiera podido replicar que ahora todo me parecía inútil y que me daba perfecta cuenta de que la partida estaba perdida. Que ya no tenía esperanzas de detener esta lepra que cada día hundía un poco más sus surcos en mi carne, que todo, en fin, me era indiferente. Pero ni siquiera tuve fuerzas para esto. Me contenté con encogerme de hombros. Nicol me hizo desnudar y lanzó un gruñido cuando vio en qué estado se encontraban los pruritos. Los desinfectó, cambió las vendas, y luego me preguntó si quería que me trasladaran al hospital, a lo que respondí que prefería quedarme en la celda mientras fuera posible. En prisión, al menos, seguía entre los vivos. Entrar en el hospital, en cambio, era tomar la última línea recta antes de la fosa. Y aunque era cierto que estaba enfermo, sentía confusamente que aún no me había llegado la hora de tomar este camino. Le di las gracias, pero rechacé su propuesta con firmeza.