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– ¿Fue a ver a madame de Réault? -me preguntó entonces.

– Madame de Réault está persuadida de que me han hechizado y de que sólo la obtención del objeto sobre el que trabaja la bruja podrá salvarme. ¡Y lo más absurdo es que le creo! Pero ahora no tengo ninguna posibilidad de actuar en el mundo exterior. Por lo que sé, no saldré de aquí hasta dentro de diez días como mínimo. ¿Dónde estará Keller para entonces? Ni siquiera sé si aún se encuentra en Calcuta.

Nicol, en su calidad de oficial del cuerpo de sanidad, no pertenecía al Mié, y no estaba en condiciones de proporcionarme este tipo de informaciones.

– ¿Qué puedo hacer por usted, muchacho? -me preguntó con tristeza.

– Vuelva para cambiarme las vendas y guárdese esta historia para usted. Creo que eso es todo lo que se puede hacer ahora.

A regañadientes, Bartholomew Nicol guardó sus instrumentos en un maletín de cuero y salió de mi celda. Era tarde. Como la víspera, la cuadrilla de prisioneros condenados a trabajar en el exterior volvió y el equipo de guardias de noche inició el servicio. Me trajeron de comer, y luego Panksha vino a verme en compañía de Swamy.

– Teniente, he oído decir que no le liberarían antes del regreso del coronel Hardens. Tendrá que armarse de paciencia durante unos días, un poco más de una semana, de hecho. Sólo él tiene potestad para firmar su puesta en libertad. De modo que Swamy y yo queremos proponerle algo…

Visiblemente, ese «algo» era un poco delicado de enunciar. Hubiera podido incitarles a hablar, pero me abstuve, y esperé a que encontraran el valor para lanzarse. Fue Habid Swamy quien se arriesgó a hacerlo.

– El caso es, mi teniente, que hemos pensado que usted se aburre aquí. De manera que, dado que la guardia de noche es exclusivamente indígena, nos hemos dicho que… que tal vez quisiera aprovecharlo para hacer un poco de ejercicio afuera. Incluso podríamos hacerle salir del cuartel todas las noches y hacerle volver por la mañana, antes de que los brits… esto, los ingleses, ocupen sus puestos. Así el tiempo no se le hará tan largo.

– ¿Me propone una evasión, caporal? Es bastante… inmoral, ¿no le parece?

– Contrario al reglamento, ciertamente -intervino Panksha, todo sonrisas-. Pero no inmoral. Eso no. Diría incluso que en absoluto inmoral. Lo que es inmoral es que usted se pudra en este agujero cuando sólo ha hecho el bien. Eso sí es inmoral…

Reflexioné un instante. La proposición era endemoniadamente tentadora. Con mayor razón aún porque yo sabía perfectamente en qué emplear estas providenciales horas de libertad clandestinas que de pronto se me ofrecían de forma milagrosa: ¡en retomar mi vigilancia en el Harnett y apoderarme del vult de Keller! Por fin se presentaba una oportunidad de contrarrestar la falta de suerte crónica que padecía desde que había abandonado el puente del Altair.

Acepté con entusiasmo.

– Pero con una condición, de todos modos -me advirtió Panksha.

– ¿Cuál? ¿Dinero?

– No, mi teniente. Tendrá que aceptar una carabina. No me malinterprete, no es que pensemos que no quiera regresar… Es sólo para el caso de que… En fin, tenemos que asegurarnos de que estará de vuelta en su celda por la mañana.

Accedí gustoso a esta petición.

– ¿Y quién me acompañará en estas salidas nocturnas? -pregunté.

– Yo, señor oficial. Si usted lo estima conveniente, claro está -respondió Swamy.

Pronto simpaticé con Swamy. Como si fuera lo más normal del mundo, al caer la noche el caporal me hacía salir por la gran puerta de la prisión, que Panksha abría de par en par para nosotros. Ésta era la única parte comprometida del recorrido, ya que debíamos atravesar un vasto terreno despejado y bien iluminado de unas cuarenta yardas que había ante el edificio de las celdas, sin que tuviéramos posibilidad de ocultarnos en ningún rincón en sombra. Por suerte, nunca se produjo ningún incidente y, noche tras noche, pudimos abandonar sin problemas el recinto militar para adentrarnos en la Calcuta de los civiles. Mi primera escapada con el caporal la consagramos a conocernos mejor. Evidentemente, yo sólo tenía una idea en mente: dirigirme al Harnett para comprobar si Keller aún residía allí; pero mi intuición me decía que antes que nada tenía que franquearme con Swamy. Su ayuda podía serme preciosa para recuperar el vult de la habitación 511. Debía hacer, a toda costa, de este hombre mi aliado.

– ¿Y bien? ¿Qué hacemos, teniente? -me preguntó la primera vez que cruzamos la barrera del cuartel-. ¿Hay algún sitio en particular adonde quiera ir?

– Casi no conozco Calcuta, sabe… Desconozco qué es de buen tono hacer aquí entre el crepúsculo y el alba. ¡Sobre todo cuando uno es un semievadido un poco achacoso! ¿Tiene alguna sugerencia, caporal?

Swamy sonrió. Sí, tenía una sugerencia. De hecho era un simple deseo, que formuló sin descaro y que me encantó.

– Bien, entonces, teniente, ¿querría aceptar una invitación a cenar? Mi mujer siempre tiene algo preparado, y estará encantada de agradecerle personalmente el haberme socorrido la otra noche. Estoy seguro de que su visita le causará un gran placer. ¡Si no ve en ello una ofensa, señor oficial!

¡Desde luego que no veía ninguna ofensa en ello! Al contrario, la propuesta no podía complacerme más. De modo que seguí al caporal, que me condujo por pequeñas calles laterales, no muy lejos del cuartel, hasta una urbanización de casitas de madera, limpias y bien mantenidas, pero modestas y de una sola planta.

– Teniente, éstas son las viviendas de las familias de los soldados indígenas de su majestad Eduardo VIII. La administración militar tiene la bondad de ofrecérnoslas a bajo precio. La mía es la más cercana al gran macizo de bambús…

Ya era noche cerrada cuando entré por primera vez en casa de Swamy. En la vivienda del caporal todo estaba limpio y pulcramente ordenado. Los muebles bajos estaban encerados y brillaban suavemente bajo la luz tamizada de algunas lámparas de gas. Un olor a limpio, al que se mezclaba un perfume de especias, flotaba en el aire. Era la casa de un matrimonio tranquilo, sin complicaciones… Swamy fue a buscar a su esposa, una mujer pequeña de rasgos finos, dulces y lisos, con unos hermosos cabellos negros echados hacia atrás y recogidos en una pesada y larga trenza que le caía sobre la espalda.

– Le presento a Lajwanti -dijo Swamy- Ya la perdonará, pero apenas habla inglés…

Lajwanti me acogió con una hermosa sonrisa de princesa bengalí y una pequeña reverencia de devota protestante. Luego fue a la cocina y volvió con una simple copa de agua fresca, que me tendió, con los ojos entornados.

– Es la arghya, el agua de homenaje, mi teniente -explicó Swamy-. El primero y más importante de los dones de hospitalidad que se ofrecen.

En actitud ceremoniosa bebí dos tragos de agua, y luego me hicieron sentar a una mesa donde me sirvieron una comida muy sencilla. Por primera vez descubrí el curry, la paprika, la pimienta rosa y las semillas de fenogreco. Sentí un cierto aturdimiento, una especie de vértigo, como si me hubieran dado a beber un vino dulce. Pero era agradable; nuevo y al mismo tiempo placentero. Al acabar la cena, Lajwanti desapareció, dejándonos solos. Fuera, por la ventana abierta, oía a unos chiquillos que reían y jugaban en la oscuridad a pesar de la hora tardía. No sé si fueron esos ruidos los que me hicieron pensar en ello, pero una pregunta indiscreta se formó en mi mente, una pregunta que franqueó mis labios, a mi pesar, antes de que hubiera podido refrenarla: