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– ¿No tienen hijos, Lajwanti y usted, Swamy?

El rostro del hindú se ensombreció de pronto, como si hubiera evocado una desgracia. Enseguida lamenté mi atrevimiento por tocar un tema tan íntimo.

– No. Por desgracia, no podemos. Es una gran pena para nosotros. Los médicos han dicho que no hay nada que hacer. Nos hubiera gustado mucho, pero es imposible.

– Siento haber sido tan torpe, Swamy. No quería reavivar su dolor. Perdóneme…

– No, no importa, mi teniente. Y además, de todos modos estamos rodeados de niños. De hecho, a menudo la casa está llena de ellos. Nos reconfortan.

Y Swamy me explicó que su mujer y él habían tomado bajo su protección a una pandilla de chiquillos que habían tenido la mala suerte de tener por padre a un inglés y por madre a una hindú. En todas las grandes ciudades coloniales, y hasta en los puestos de vanguardia más alejados, era frecuente que los británicos tomaran por amantes temporales a mujeres autóctonas y las abandonaran en cuanto quedaban encintas y se negaban a abortar. Ya podían entonces las pobres muchachas pedir asistencia y una reparación, que no había nada previsto para ellas. Rechazadas finalmente por todas las comunidades, debían componérselas sin ayuda de nadie para criar a una progenitura que llevaba dos sangres que nadie quería ver mezcladas. Swamy y Lajwanti se ocupaban de vez en cuando de un grupo de chiquillos como ésos, niños y niñas de entre cinco y quince años aproximadamente, recogiendo ropa y un poco de comida para ellos y tratando de darles unos rudimentos de educación.

– A mediodía, manejarán bajo mis órdenes los tubos de riego de los arsenales para enfriar las chapas. Así les dan permiso para ir a husmear en las cocinas de la cantina y satisfacer su hambre al menos una vez al día. Por otro lado, hay uno o dos que son realmente listos. Yo trato de enseñarles a leer y a contar. Tal vez un día puedan salir adelante. Pero, hagan lo que hagan, de todos modos seguirán siendo unos dalits, unos intocables…

En esa época yo sabía muy poco sobre el régimen de castas que definía a la India. Conocía la existencia de una jerarquía entre ellas, pero no sabía qué significaban exactamente ni qué individuos, y conforme a qué condiciones, formaban parte de cada una. Swamy fue quien, sobre este tema, como sobre infinidad de otros, me proporcionó las informaciones más precisas:

– El pueblo hindú está estratificado en tres grandes divisiones, mi teniente. La primera es la que separa a los dravidas, los primeros habitantes del continente, de los arios, los invasores procedentes del norte. Luego está la división de las castas. Originalmente, éstas eran sólo cuatro: los brahmanes (los sacerdotes), los chatrias (los guerreros, el equivalente de los caballeros en su Occidente), los vaishias (los comerciantes y los artesanos), y finalmente los sudras, que son los campesinos y los obreros.

– Sudra -intervine-, ya he oído antes este término. Me parece recordar que fue pronunciado con mucho desprecio…

– Por ignorantes, sí… tal vez… Es la casta a la que pertenezco. Es verdad que hoy es despreciada, pero se trata de una perversión de los tiempos, porque, en su origen, ninguna casta gozaba de ninguna clase de privilegio, todas se necesitaban. Los brahmanes garantizaban la corrección de los cultos y los ritos para asegurar el equilibrio, los guerreros protegían las fronteras, los comerciantes aseguraban la prosperidad y los campesinos proporcionaban el alimento. Las castas eran como los eslabones de una cadena. Y todo estaba bien así. Pero en la naturaleza del tiempo, como en la del corazón de los hombres, está el pervertirse. Las castas se fragmentaron en subcastas cada vez más numerosas, cada vez más sedientas de poder, y los sacerdotes creyeron que eran superiores a los guerreros, los guerreros más importantes que los comerciantes, los comerciantes más honorables que los campesinos, y éstos, infinitamente más meritorios que los dalits, los intocables, que son la hez de la sociedad porque ejercen los oficios más inmundos. Y ésta es la situación hoy día: cada uno habla de su vecino con desprecio y rencor. No es buena cosa…

– ¿Y la tercera subdivisión, Swamy?

– La tercera es la más reciente. Tal vez, también, la más terrible. Es la que separa a los hindúes de los musulmanes. La que en un día muy próximo nos sumirá en una guerra civil. Éste es un desgarro contranatura. Un desgarro irreparable.

Durante el resto de la noche discutimos mucho sobre esta guerra civil que todos parecían creer inevitable. Era la primera vez que escuchaba a un hindú hablarme de la India, sin vergüenza, sin maquillajes, sin precauciones diplomáticas ni componendas. Para Swamy, igual que para muchos de sus congéneres, la situación era bastante simple, ya que la única vía que consideraban honorable era la de los sanghatanistas, los nacionalistas hindúes que se oponían con todas sus fuerzas a los musulmanes, mimados por Gandhi y los ingleses. Porque cada hindú era consciente de que los británicos habían optado por marcharse y de que estaban interesados en dejar al país sumido en el caos, como una fruta podrida corroída por disputas intestinas, desgarrada por las luchas de clanes y las guerras de religión, y por tanto impracticable por mucho tiempo para cualquier otro colonialismo. Ocurriera lo que ocurriese ahora, tanto si estallaba la guerra en Europa como si no, el destino de la India estaba marcado para los veinte años siguientes. En cuanto se produjeran las primeras masacres entre musulmanes e hindúes, la suerte estaría echada: nada ni nadie podría hacer ya nada por la India.

– Pero ¿y Gandhi? ¿Qué piensa de él? No es posible que sea una creación de los ingleses, como algunos pretenden. Millones de hindúes le siguen. ¡Todas estas multitudes no pueden estar compradas!

– Compradas, no, tal vez… Pero engañadas, sí, sin duda alguna. Gandhi está apoyado por las castas bajas, las más numerosas, las más fáciles de halagar y de manejar. Él no actúa por la verdadera grandeza de la India.

– Entonces, ¿quién? ¿Bose?

Swamy permaneció mudo un instante. Era evidente que no le gustaba hablar de aquello. Sobre todo de Bose…

– Yo llevo el uniforme británico, mi teniente. Recibo mi sueldo de la Corona imperial. No puedo alimentar sentimientos demasiado favorables hacia un hombre que querría abatir al Imperio por las armas. Aunque en mi fuero interno… sólo puedo aprobarle. Debe saber, teniente, que hace veinte años que entré en el ejército de Su Majestad. En esa época, las cosas eran mucho más sencillas que hoy. Nosotros, la gente del pueblo, no teníamos por costumbre pensar en política. Hoy todo ha cambiado. Sin tener realmente conciencia de ello, presté juramento de fidelidad a una potencia que ocupa mi tierra natal… A mi modo yo también, y todos los soldados indígenas, nos hemos convertido en intocables, en la última, la más despreciada de todas las castas de la India, hasta el punto de que su sola mención es como una impureza en la boca…

Swamy volvió la cabeza y echó una ojeada a su reloj.

– Tenemos que volver, mi teniente. Pronto llegará el alba…

Me despedí de Lajwanti, agradeciéndole calurosamente su hospitalidad, y luego abandonamos la casa de madera para volver al cuartel. Y entonces, mientras caminábamos en silencio en la noche negra y fresca, al pasar junto a los hangares de las municiones, una idea descabellada explotó en mi mente como un fuego de artificio.

– ¿Cuántos niños dice que tiene a su disposición, Swamy?

LA CASA DE LA HIERBA ALTA