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A bordo, el calor y el porcentaje de humedad se hicieron cada vez más agobiantes a medida que progresábamos en nuestro periplo:

Mediterráneo, Suez, mar Rojo, mar de Omán, golfo de Bengala… Aquella atmósfera asfixiante, cargada de humedad, alteró mi organismo de la forma más enojosa que pueda imaginarse, obligándolo a habituarse en el dolor a presiones y ritmos que no eran los suyos. Esto me provocó trastornos sumamente desagradables que me obligaron a guardar cama durante la mayor parte de la travesía. Apenas abandoné mi cabina en todo el viaje, y mataba los ratos de vigilia leyendo lo que había podido encontrar en la biblioteca del paquebote: Scott, Wordsworth, Maturin, y también Saki y Jéróme…

De todos modos, esta situación no me entristecía. Dejar que la brisa marina curtiera mi rostro, posar mi mirada en el lejano horizonte, sondear las olas con la mirada…, nada de esto me resultaba indispensable. Lo cierto es que incluso me aburría. Al contrario que muchos ingleses, nunca me he sentido particularmente atraído por el océano. Tendido en mi litera me contentaba, pues, con tener por todo paisaje las páginas de mis libros, y dejé tras de mí, sin haberlas visto, las costas yemenitas de la «Arabia Félix» y las sombras azuladas de los acantilados de Ceilán…

Una noche de septiembre, justo al final de la estación de las lluvias, arribamos al puerto de Calcuta. En el muelle, me esperaba el oficial cartógrafo John Hume Ross. El retorno del Altair a las islas Británicas significaba su regreso a la metrópoli después de cuatro años en las Indias, y esta perspectiva le tenía tan excitado como a un niño en vísperas de la Navidad. El hombre me mostró mis aposentos, una habitación en el quinto piso de un acuartelamiento reservado a los oficiales solteros de diversos cuerpos, y me inició sumariamente en las particularidades del servicio coloniaclass="underline"

– No hay nada bueno que decir de este lugar, Tewp. Tanto en verano como en invierno hace un calor asfixiante. Las arañas son todas venenosas y los paniques te arrancan cada noche la mosquitera para chuparte la sangre. ¡Los locales son ineficaces, y los colegas, pretenciosos! Por si fuera poco, el alcohol, los cigarrillos y las prostitutas de buena calidad tienen precios imposibles. Si quiere distraerse, sólo el opio es asequible… Espero que lo pase bien, Tewp. ¡Yo me vuelvo a «Pompeya»!

Ése fue todo el discurso de bienvenida que me ofrecieron. En realidad, nada que pudiera servir de consuelo a un novato. Sin embargo, mis primeros días de colonial transcurrieron agradablemente. En Calcuta me ocupaba en trabajos de oficina muy similares a los que había ejecutado en Londres, y la idea de que el azar me hubiera hecho atravesar medio mundo para reproducir de un modo casi idéntico mi vida de ratita inglesa anónima y silenciosa acabó por parecerme divertida. Hasta que Hardens se fijó en mí y me anunció mi traslado al servicio activo. Desde luego, aquello me sorprendió. Me trastornó, incluso. Tendido en mi cama, con los ojos clavados en el techo, no conseguí dormirme hasta el alba, con las manos empapadas de sudor y el vientre crispado por la acidez…

Las oficinas del MI6 de Calcuta eran, después de las de Londres, las más importantes del Imperio, y agrupaban a toda una serie de servicios que si bien se encontraban muy próximos apenas se mezclaban entre sí. Aquél era un cuerpo de múltiples cabezas que no estaba animado por ningún pensamiento coherente; muchos decían que eso era sólo el reflejo de la personalidad del almirante Hugh Quex Sinclair, el actual director general de los servicios secretos, quien por lo visto no tenía el carácter ni el carisma de «C», su predecesor, el muy añorado sir Mansfield Cumming. Los diferentes departamentos que componían el armazón de nuestro servicio se encontraban esparcidos al azar por una inmensa ciudad reservada que se extendía en las afueras, que, además de tener el mayor hospital militar del subcontinente, albergaba a un regimiento de artillería, otro de infantería indígena, destacamentos variados procedentes de diversas colonias y algunos pequeños cuerpos aislados, como la policía militar o unidades motorizadas y de ingenieros. Más apartados, en las proximidades de un terreno baldío, unos monstruosos hangares de chapa constantemente sobrecalentados rebosaban de armas, municiones y carburantes. A cambio del derecho a recuperar los restos de la cantina, unos chiquillos medio desnudos se acercaban cada día hacia el mediodía a regar, y de ese modo bajar unos grados simbólicos la temperatura interna de los arsenales. Los tres bloques administrativos que regían el conjunto de la vida del campamento habían sido colocados a gran distancia unos de otros, de forma aleatoria y sin preocuparse en absoluto por la eficacia, ya que era extraño que un mismo servicio tuviera todas sus oficinas en el mismo edificio. Por desgracia, la Firma no constituía una excepción a la regla. Hardens y su secretariado estaban instalados en un gran edificio de cinco plantas, conocido familiarmente con el nombre de Grandes Apartamentos, con muchas similitudes con todos los estados mayores; pero el departamento de cifrado y los archivos se encontraban en otra construcción muy alejada, La Toldilla, mientras que mis iguales, los oficiales subalternos, tenían sus oficinas en un tercer acuartelamiento, geográficamente situado en la zona opuesta a los dos primeros. Se había bautizado familiarmente a este bloque con el nombre de Tonel de Nelson, sin duda por su arquitectura vagamente circular, que había debido recordar a alguien la anécdota del retorno del cuerpo del almirante a Londres después de que hubiera recibido una bala francesa en Trafalgar: para evitar la descomposición del cadáver, los marinos decidieron sumergir el cuerpo del lord en lo más hondo de un barril de ron.

En este edificio, en el primer piso de un antiguo palacio de maharajá hábilmente reconvertido en establecimiento militar, mitad cuartel, mitad oficina, se encontraba instalado con sus subalternos el capitán Odet Gillespie. Este ocupaba, con sus dos primeros subordinados, los asistentes Francis Edmonds y Marcus Mog, una inmensa habitación de trabajo que hubiera podido contener, en condiciones aún muy aceptables, a cinco o seis personas más. Era un local tranquilo y fresco, de techo alto, con hermosos frisos morunos adornados con estucados y molduras. Fijados a las cuatro anchas ventanas, unos paneles de madera con calados tamizaban la luz cruda del exterior y sombreaban agradablemente la habitación. La sala tenía vistas a un pequeño parque a la inglesa, con ondulaciones arboladas y parterres mantenidos por jardineros indígenas, que actuaban bajo la inflexible dirección de un ex botánico de los invernaderos reales. Había cierto carácter monástico en ese paisaje. Una dulzura, una compunción, que contrastaba con la atmósfera general del campamento, evidentemente más ruda, más acorde con la naturaleza militar del lugar. Gillespie, sin embargo, no tenía nada de bondadoso padre abad. El capitán era un hombre bastante brusco, rayando en la descortesía, frío en todo caso, que debía de tener una decena de años más que yo, treinta y cinco o treinta y ocho a lo sumo. Era bastante alto, y prestaba especial atención a mantenerse siempre muy erguido, casi rígido. En su rostro de rasgos finos, con una nariz estrecha y un poco larga, pómulos altos y hermosos dientes blancos, unos ojos marrón claro y una barbita puntiaguda de color miel le conferían un aire de fauno atormentado, seco y nervioso, poco habituado a bromear.

– La información no es un asunto de hombres civilizados, Tewp. ¡No, decididamente no es una materia propia de espíritus refinados! Tendrá que acostumbrarse a eso. Lo que espero de usted es personalidad, iniciativa, entrega, y que mantenga la cabeza sobre los hombros en cualquier circunstancia. ¿Me explico o es usted lento de entendederas?