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Mi idea era simple. Había pensado en ella durante todo el día siguiente, pesando y sopesando todos los riesgos, valorando el peligro, calculando incluso la parte estadística de imponderables. Pero no, por más que buscara el argumento que por sí solo fuera capaz de hacerme renunciar, nada, decididamente, conseguía convencerme de que mi idea era mala. Atrevida, cierto, pero factible. Resueltamente factible. Con la condición sine qua non de que Swamy le diera luz verde. Porque, a fin de cuentas, todo dependía de él… Tanto de su opinión como de su aprobación.

– No puedo decirle que la perspectiva me entusiasme, teniente -me dijo mientras franqueábamos por segunda vez los alambres espinosos del cuartel y deambulábamos como dos colegiales haciendo novillos a lo largo de una avenida desierta-. Hacer regar hangares a los chiquillos tiene un pase, pero utilizarlos para vigilar a la gente, y a gente que además puede ser peligrosa… Reconozco que, sobre el papel, tal vez la idea sea buena, pero existe el riesgo de que la realidad le decepcione…

No insistí, simulando que compartía esta juiciosa opinión, pero aferrándome de todos modos con furia a la esperanza de que el germen que acababa de plantar de manera tan hipócrita en la mente del caporal eclosionara súbitamente y diera lo más pronto posible una hermosa flor sulfurosa.

– Sí, Swamy, sin duda tiene razón. Sería demasiado peligroso. Lástima. No pensemos más en ello.

El tiempo hizo su trabajo. Rápido. Al cabo de tal vez cincuenta pasos, Swamy había cambiado de opinión.

– Quizá…

– No, no, Swamy, se lo ruego. Olvídese de esta historia, es una locura…

– Siempre se puede probar durante veinticuatro horas con los dos mayores. Después de todo, si esto puede serle útil, le debo mucho más que la simple cena de ayer.

– No, Swamy, no se sienta obligado, se lo ruego. Y además, sólo son niños. Siempre me lo reprocharía si…

– Preguntémosles. Creo que será lo más sencillo. Si se niegan, olvídese del asunto. Si dicen que sí, hacemos la prueba. ¿Qué opina?

Asentí, desde luego, pero cuidando las formas. Swamy se mostró ladino y durante un instante pretendió entrar en mi juego, pero nuestros intercambios de cortesías no se prolongaron demasiado. Le hice un somero relato de los acontecimientos de los días precedentes. Su compañía me hacía sentirme en confianza, y no omití ningún detalle de las pruebas por las que había atravesado. Creo que todo aquello le causó una enorme impresión.

– El asunto no admite duda, mi teniente. La dama francesa tiene razón: hay que recuperar este maldito objeto causa de todos sus males.

Hablamos hasta muy avanzada la noche para elaborar un plan sencillo y que no pusiera en peligro a los niños. Evidentemente, convenía aprovechar una ausencia de Keller, y por tanto debíamos actuar en pleno día, lo que excluía mi presencia. Y además, introducirse en la habitación era un problema. Forzar la cerradura hubiera sido poco discreto. ¿Qué podíamos hacer, pues? ¿Cómo se podía entrar en la habitación de un gran hotel sin levantar sospechas?

– ¡Haciéndose transportar hasta allí! -dijo de pronto Swamy chasqueando los dedos.

Miré al pequeño caporal hindú con aire dubitativo. ¿Realmente estaba en sus cabales? Pero el fuego que brillaba en sus ojos me decía que era posible que Swamy tuviera ya todas las respuestas a mis interrogantes.

– Imaginemos que miss Keller ha encargado que le lleven un equipaje complementario. Un baúl llega a su hotel cuando está ausente. ¿Qué hace el conserje?

– ¿Ordena que suban el baúl?

– ¡Exacto! -dijo Swamy, radiante-. Y este baúl no contiene ropa interior, sino a uno de mis chicos. A Khamurjee, por ejemplo. En cuanto el niño nota que ha llegado a su destino, sale del baúl, se apodera del objeto y…

– ¿Y?

– ¡Y sale como puede! -confesó Swamy, afligido-. Sí, la última parte del plan no se sostiene; pero al menos el principio general tiene bastante consistencia. ¿Qué me dice?

Dudando entre el entusiasmo y el escepticismo, recapitulé todas las fases de este extraño proyecto, lanzando al vuelo una serie de preguntas para las que Swamy siempre acababa por encontrar respuesta.

– ¿Su chico entrará en un baúl? ¿No se asfixiará?

– ¡Lo prepararemos!

– ¿Quién hará la entrega?

– ¡Yo!

– ¿Y si Keller vuelve de improviso y sorprende al chiquillo?

– Me quedaré en los alrededores del hotel con un silbato. ¡Si la mujer llega, le enviaré una señal!

– ¿Y cómo procederemos para que Keller no advierta que han registrado su habitación? ¿Dónde ocultará el chico el baúl con el que ha venido?

– ¡No tendrá por qué ocultarlo, teniente! ¡Esta mujer le ha declarado la guerra! ¡Usted actúa en defensa propia! ¿A quién le preocupa lo que piense? Daré un destornillador a Khamurjee para que fuerce la cerradura desde dentro. ¡En cuanto haya recuperado el cráneo, saldrá sin más del hotel a todo correr y asunto concluido!

Pensándolo bien, el plan era bastante simple y tenía su punto de locura para funcionar. La insistencia de Swamy acabó por decidirme. Lo cierto es que incluso parecía que el caporal se estuviera divirtiendo con aquello, y así se lo hice notar.

– No es eso, mi teniente-replicó-, pero el caso es que Khamurjee es especial. Siempre lo he sabido. Es un chiquillo al que he enseñado muchas cosas. Y también he entrenado su memoria haciéndole practicar el juego de Kim.

El juego de Kim no era más que un vago recuerdo para mí, y tuve que hacer un esfuerzo para recordar esta novela de Kipling en la que un joven hindú es iniciado en los métodos de los servicios de información coloniales: el «juego» en cuestión consistía en utilizar una panoplia de ejercicios mnemotécnicos con objeto de no olvidar ningún detalle de una escena, de un lugar, de un revoltijo de objetos cualesquiera. En una época en que no existían los microfilms, poseer este tipo de capacidad era de vital importancia para un agente. Me declaré sorprendido de que Swamy hubiera preparado a un chico para este tipo de trabajo, como si hubiera sabido que un día esto sería útil para alguien.

– Simple intuición -dijo en un tono lacónico, clavando muy modestamente la mirada en el suelo.

Y ya no supe más sobre este tema.

– Mañana vuelve usted aquí, le presento al chico, arreglamos los detalles y tomamos la decisión definitiva -continuó-. ¿Qué le parece?

Lo consideré una buena solución. Y estaba profundamente agradecido a Swamy por tomarse mis problemas con tanta compasión como ardor. Traté de expresarle mi gratitud, pero él cortó en seco mis confusas palabras de agradecimiento palmeando la esfera de su reloj.

– Creo que haríamos bien en volver, teniente. Pronto amanecerá.

Volvimos al cuartel y Panksha cerró tras de mí, como a regañadientes, la puerta de la celda. Dormí un poco antes de que Nicol viniera a hacerme su visita cotidiana. A pesar de la simpatía que me inspiraba ese buen hombre, no creí útil informarle de los pequeños convenios penitenciarios de que disfrutaba. Aquello hubiera podido provocar graves problemas a Panksha y Swamy y de ningún modo quería comprometer las escasas oportunidades que se me ofrecían de hacerme con el vult. Nicol me cambió los vendajes, me suministró aspirina en cantidades y quiso dejarme su diario.

– ¿Ha visto, Tewp? ¡Aparece oficialmente en primera plana! -dijo irritado, mientras desplegaba el periódico ante sí y golpeaba las hojas con el dorso de la mano.

– ¿Qué ha ocurrido, capitán?

Yo no estaba de humor para seguir la actualidad, y apenas si eché una ojeada a la fotografía que apuntaba con el dedo y que parecía haber desatado su furia. Sólo vi un retrato de nuestro soberano Eduardo VIII.

– ¡El rey! ¡Visita oficial a las Indias en los quince días venideros!

– ¿Y qué tiene eso de extraño? Ahora es él el emperador -repliqué en tono de hastío, fastidiado por la futilidad de las palabras de Nicol.