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Porque, en efecto, yo no veía nada anormal en el hecho de que un rey, entronizado el último enero, hiciera una gira por sus dominios en el curso de su primer año de reinado.

– No vendrá a Calcuta, por lo que parece. Bengala no le interesa. Delhi, Lahore, Bombay… pero no Calcuta. ¡Tanto mejor! ¡No tendremos que soportar la humillación!

– ¿De qué humillación habla, capitán?

– ¿De qué humillación? Pero por Dios, supongo que ya sabe… Esa historia con la americana. La lleva a todas partes. ¿No me diga que no ha visto esa repugnante fotografía publicada en las revistas, en agosto, en primera plana?

No, yo no había visto nada. En agosto estaba concentrado en mis preparativos para el viaje y no tenía tiempo para leer los cotilleos de la prensa. No tenía ni idea de a qué aludía Nicol.

– Pero ¡esto es extraordinario! ¡Debe de ser usted el único británico que ignora que Eduardo VIII se ha encaprichado de una tal Wallis Simpson! ¡Una divorciada del Nuevo Mundo!

– ¿Una divorciada? -dije con auténtico desagrado-. ¿Cómo es posible?

– Y no sólo eso, ¡dicen que quiere casarse con ella! La llevó de crucero por el Mediterráneo el mes de agosto y consideró divertido hacerse tomar una foto juntos en la playa. ¡Llevaba una toalla enrollada en la cabeza! ¿Se lo imagina? ¡Ese reyezuelo flacucho, enturbantado, arrullando a una divorciada con gafas oscuras en una playa de Dalmacia! ¡Puede imaginarse lo ridículo de la escena!

Yo estaba sinceramente escandalizado. Aún tenía un pase que un rey soltero se autorizara tener amantes, pero que alardeara de su conquista con una divorciada era realmente indignante.

– Debe de tratarse de un capricho. ¡Es absolutamente impensable que esta mujer pueda subir al trono!

– ¡Ah, no, eso sí que no! ¿Se imagina la cara que pondría el arzobispo de Canterbury? ¡Se armaría una buena, se lo digo yo!

Nicol me dejó con estas palabras ásperas, que de todos modos reflejaban también mis propios sentimientos. Si Eduardo pretendía casarse, la abdicación se presentaba como la única salida razonable. Pero esto, por importante que fuera, estaba totalmente al margen de mis preocupaciones del momento. Pasé el resto de la jornada lo mejor que pude, revolviéndome en mi cama, durmiendo de lado para evitar descansar mi cuerpo sobre el vientre ni sobre la espalda, y no irritar más aún las llagas que seguían extendiéndose. Ya apenas comía nada de los platos que me traían. Mi estómago rechazaba casi completamente el alimento. Aún vivía de mis reservas, pero sabía que corría el riesgo de debilitarme si continuaba este régimen. Pronto ya ni siquiera sería capaz de abandonar la prisión para mis escapadas nocturnas. Fuera cual fuese el plan que Swamy y yo adoptáramos, se imponía actuar deprisa.

La tercera noche, el caporal vino a buscarme y nos dirigimos de nuevo a su casa. En la amplia habitación bien ordenada que hacía las veces de cocina y de bodega, un niño guapo de unos doce años estaba ocupado pelando una fruta pero, en lugar de tragarse los pedazos, hundía la mano bajo la mesa, de donde sobresalía una cabeza vivaz, afilada y sedosa, con unos ojos negros que relucían como mica.

– Khamurjee se ocupa de Ulitivi-me explicó Swamy, como si la presencia de la bestezuela fuera perfectamente natural-. ¿Nunca ha visto una mangosta, teniente? -me preguntó el caporal mientras yo me acercaba para ver mejor a aquel animalito todo nervio, alargado y lanoso-. Es un excelente cazador de serpientes. Muy útil cuando se vive cerca de la hierba alta.

En cuanto entré en su campo de visión, la criatura corrió a refugiarse bajo la mesa, de donde ya fue imposible hacerla salir, lo que motivó las risas de Khamurjee, cuyo rostro revelaba de forma evidente la mezcla de sangres. Su piel era de una tonalidad bastante oscura, pero en sus rasgos finos no había rastro de las redondeces lunares que a menudo caracterizan a los nativos de Bengala. El niño, pobremente vestido con una vieja camisa rígida de suciedad y un taparrabos de lino blancuzco, se balanceaba de una pierna a otra sobre sus pies descalzos. Sus ojos brillaban.

– El chico es un poco chatarrero -comentó Swamy-. Recoge pedazos de chapa y los revende a pequeños fundidores artesana-les. No gana mucho con eso, pero al menos no roba. Y cuando realmente tiene hambre, sabe que puede venir aquí. Habla y escribe muy bien el inglés. Es mi mejor alumno. Y también posee talentos especiales… Haznos una demostración, Khamurjee.

El caporal se sacó del bolsillo dos minúsculos lápices de madera, se los tendió al niño y luego colocó ante él dos hojas de papel arrancadas de una libreta. Con los brazos cruzados, esperó a que el chico estuviera listo, con un lápiz en la mano derecha y el otro en la izquierda, y luego anunció:

– Historia de los cuatro hermanos. Un tigre y una joven aguadora. ¡Catorce millones setecientos ochenta y dos mil quinientos sesenta y tres, que dividirás por noventa y cinco mil trescientos sesenta y uno!

Khamurjee realizó entonces algo extraordinario. Algo que hubiera jurado imposible y que nunca he vuelto a ver después. ¡Sin esfuerzo aparente, el chiquillo se puso a dibujar con la mano derecha y a plantear y resolver la operación con la mano izquierda, mientras, con sus ojos fijos en los míos, recitaba una fábula!

– Hace mucho tiempo, en el reino de Pataliputra, vivían cuatro hermanos huérfanos sin recursos. El mayor dijo a los otros: «Vayamos a buscar a través de la tierra el modo de aprender algún arte en particular y démonos cita en este mismo lugar dentro de un año». Los hermanos se separaron y se lanzaron a la búsqueda durante un año entero, al término del cual volvieron a encontrarse y se preguntaron por los saberes que habían adquirido. «Yo he aprendido el arte que permite crear carne en torno a los huesos», dijo el primero. «Yo he aprendido el arte de hacer nacer piel y pelos en torno a la carne», continuó el segundo. «Yo, con huesos, carne, piel y pelos, puedo crear miembros y un rostro», prosiguió el tercero. «Y yo puedo dar vida a un ser muerto que tenga huesos, carne, piel, pelos, miembros y rostro», acabó el cuarto. Juntos se adentraron entonces en la jungla en busca de un hueso. Sobre el primero que encontraron, el primer hermano creó carne, el segundo piel y pelos, el tercero miembros y un rostro, y finalmente el cuarto insufló vida al conjunto. Pero resultó que el hueso que los hermanos habían encontrado era el de un león. Devuelta a la vida, la fiera se abalanzó sobre los cuatro hombres que la habían creado. Los devoró y luego volvió tranquilamente a la jungla. Así perecieron los cuatro brahmanes huérfanos…

Una vez acabado su relato, Khamurjee empujó hacia nosotros las dos hojas de papel. En una había dibujado la silueta de un tigre que se acercaba a una muchacha vestida con un sari que hundía su cántaro en las aguas de un río. En la otra estaba planteada, y aparentemente resuelta, la división propuesta por Swamy.

– El resultado de la operación es ciento cincuenta y cinco coma cero, uno, seis, ocho, seis, dos… -dijo el niño.

Swamy se irguió en toda su estatura. Era evidente que se sentía orgulloso del chiquillo. Y yo estaba profundamente impresionado por las habilidades de Khamurjee. Lo que acababa de realizar demostraba que poseía una organización cerebral totalmente fuera de lo común, propia de un genio. Mudo de admiración, le tendí la mano. Su apretón era firme y decidido.

– Khamurjee, ¿el caporal Swamy te ha puesto al corriente de lo que pretendemos hacer?

– Sí, sir. Sé que hay que ir a robar un objeto que se encuentra en la habitación de una dama en el hotel Harnett. Me siento capaz de hacerlo.

– ¿Aunque sea peligroso?

– ¿Qué riesgo corro? ¿Que los empleados del hotel me azoten si me descubren? Ya sé lo que es recibir golpes, señor…

Viéndole, no me fue difícil creer que no había tenido una vida fácil. Y aquello me encogió el corazón.

– Quisiera recompensarte por lo que vas a hacer. De hecho, quiero pagarte.