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Sin duda aquélla no era una buena forma de agradecer al chiquillo los riesgos que se proponía afrontar por mí, pero yo no veía otra.

Swamy empezó a agitarse, a exponer lo innecesario de pensar en esas cosas, pero insistí y coloqué sobre la mesa las pocas libras que llevaba encima.

– Les daré más cuando haya salido de prisión. Mientras tanto quiero que ambos tomen esto. Tendrán que procurarse un baúl, encontrar un camión… Esto supondrá un coste…

– ¡Pero si ya tenemos el baúl y el camión! -anunció el caporal esbozando una gran sonrisa-. ¡Todo está a punto!

Swamy no había perdido el tiempo. Mientras yo, impotente, trataba de descansar en mi celda, él había dado con un baúl lo suficientemente grande para que el niño se acurrucara dentro y había recuperado un viejo vehículo del ejército, un Bedford entoldado que los mecánicos de su majestad habían retirado del servicio y que él, en una tarde, había reparado para que volviera a funcionar.

– ¿Cómo sabrá que Keller no está en el hotel, Swamy? No puede pasarse el día esperando ante el Harnett a que salga. Y además, ¡ni siquiera sabe qué aspecto tiene!

– Eso es fácil, mi teniente. Según usted, sale prácticamente todas las tardes. No tengo más que telefonear a recepción y pedir hablar con ella. Si el teléfono de su habitación no responde… ¡atacamos!

Me desarmaba la simplicidad con la que Swamy resolvía los problemas. En apariencia, el asunto estaba visto para sentencia y yo no tenía nada más que decir.

– Todo irá bien, mi teniente -continuó Swamy-. Si el objeto en cuestión sigue estando en la habitación de esta malvada mujer, nos haremos con él de un modo u otro.

Khamurjee me guiñó el ojo para asegurarme que compartía por completo la confianza del caporal. Al contemplar tal convencimiento en sus rostros radiantes, me eché a reír. Con sus caras de pirata y sus sonrisas encantadas, esos dos acababan de devolverme de pronto una total confianza en el porvenir.

En mi celda, me sentía como un general refugiado en su bunker mientras sus tropas son lanzadas al asalto de una posición inexpugnable. Ambicionaba que la operación tuviera éxito, desde luego, pero por encima de todo quería que no le ocurriera nada a Khamurjee. Tal vez lo habíamos olvidado un poco demasiado rápido: Keller era una agente de los servicios de información nazi, lo que significaba que era una persona entrenada, desconfiada, y que, incluso si debía enfrentarse a un niño, sin duda no mostraría ni un ápice de piedad. Creado por el propio Himmler -el MI6 lo sabía-, el SD estaba dirigido por un tal Reinhard Heydrich, un gigante rubio de mente fría, un entusiasta de la esgrima y la equitación, que había reunido en torno a sí a un excepcional equipo de intelectuales y letrados cuyos excelentes resultados superaban en mucho a los de los consabidos espías de la Abwehr del insulso almirante Canaris. Heydrich y los suyos estaban dispuestos a todo para conseguir sus fines: chantaje, manipulaciones de todo tipo, incluso asesinatos si se terciaba. Si Keller era un miembro de este equipo, no dudaba ni por un instante que compartiría plenamente su fanatismo y su gusto inmoderado por la violencia.

En ese momento, mientras pensaba de nuevo en la austríaca, mi mirada se posó en el artículo que anunciaba la llegada a las Indias de Eduardo VIII. Movido por una intuición repentina, releí el programa detallado de la agenda del rey. Nicol tenía razón: Delhi, Lahore, Bombay, aparecían citados como destinos de la gira real. Pero Bengala no. Ni Calcuta. Mi corazón se calmó. Por un instante había creído que la presencia de Keller aquí era para asesinar a nuestro rey. Pero, en ese caso, ¿para qué iba a llegar dos meses antes de la visita? ¿Por qué iba a optar por instalarse en una ciudad apartada del circuito oficial? ¿Y por qué, finalmente, Alemania iba a estar interesada en abatir a Eduardo, habida cuenta que su posicionamiento germanófilo era notorio para todo el mundo? ¡No, decididamente mis temores eran absurdos! Hice una bola con el periódico y lo lancé con desdén a un rincón de la celda. Luego volví a sentarme sobre el camastro, y esperé con nerviosismo a que pasaran las horas. El relevo se efectuó como de costumbre a las seis de la tarde. Los soldados británicos habían terminado su jornada y se disponían a aprovechar su tiempo libre, con la satisfacción de que los hindúes les ahorraran el incordio del servicio nocturno. Yo empezaba a impacientarme. Ni Panksha ni Swamy venían a abrir mi puerta como era habitual. Finalmente, el jefe de los guardias apareció con la comida. El hombre no estaba al corriente de lo que tramábamos el caporal y yo, pero se daba perfecta cuenta de que ocurría algo anormal.

– ¿Ha visto a Swamy, Panksha? -le pregunté enseguida.

– ¡Aún no, mi teniente! ¿Algo va mal?

Esbocé una mueca. No quería hacerle partícipe de nuestro secreto e informarle de la infracción que pretendíamos cometer en el Harnett, pero me moría de ganas de hablar con alguien. Me contuve in extremis antes de confesárselo todo. Al ver mi estado de inquietud, creo que abandonó la celda comprendiendo que aquélla no iba a ser una noche corriente. Y en efecto, no lo fue.

Una hora más tarde, Swamy aún no se había presentado en la prisión, y su retraso me sumergió en un estado de desesperación y nerviosismo indescriptibles. Finalmente apareció, con indumentaria civil, el rostro desencajado, los ojos rojos y mechas de cabellos pegados por el sudor apuntando como un cepillo bajo su turbante.

– ¡El niño aún no ha salido del Harnett, mi teniente! ¡Pronto hará cinco horas que está allí! ¡Eso es demasiado tiempo!

En un segundo me puse la chaqueta y salimos en tromba.

Swamy me fue explicando lo que había ocurrido mientras cruzábamos el patio de la prisión a paso de carrera, sin preocuparnos por pasar inadvertidos.

– Al principio todo se ha desarrollado según lo previsto. El teléfono no respondía en la habitación de miss Keller y el conserje del hotel no puso objeciones para entregar el equipaje. Luego esperé en la calle para vigilar y avisar a Khamurjee con dos toques de silbato si veía volver a la chica. Pero no ha ocurrido nada. El niño no ha salido… De modo que he venido corriendo a avisarle.

– ¿Me está diciendo que nadie vigila ya la entrada del Harnett?

– Sí, está Ananda, al que me llevé conmigo y se ha quedado allí. Es el otro niño del que le hablé. Pero él no podrá hacer gran cosa…

Salimos del recinto del cuartel por nuestro camino habitual. El camión de Swamy estaba estacionado cerca. Lo cogimos para volver al Harnett lo más rápido posible pero, mientras volábamos a través de las despobladas calles del barrio colonial, de pronto le dije al caporal que cambiara de dirección y le di las señas de Garance de Réault.

– ¿Pero por qué, mi teniente? -preguntó Swamy mientras giraba el volante a regañadientes.

– Porque si el niño aún no ha salido, tendremos que entrar en el hotel, y usted no podrá husmear por allí sin llamar la atención. En cuanto a mí, no puedo entrar vestido así -dije al tiempo que señalaba mis ropas arrugadas y sucias por los días pasados en prisión, mi uniforme sin corbata ni cinturón y mis zapatos sin cordones, todos objetos reglamentarios que me habían confiscado en la admisión.

Swamy se encogió de hombros y emitió un leve gruñido, pero pisó el acelerador. Unos minutos más tarde llamábamos furiosamente a la puerta de madame de Réault, organizando un escándalo tal que todos los perros del barrio empezaron a ladrar. Era una apuesta loca, porque yo no sabía si la francesa estaría esa noche en el domicilio de sus amigos; pero teníamos que hacer algo urgentemente, y esta mujer era la única persona a la que podía dirigirme en busca de ayuda. Gracias a Dios, nos recibió enseguida. En cuatro frases le expusimos la situación y la francesa aceptó unirse a nuestra expedición de salvamento. Por suerte para nosotros, el carácter de esa mujer la atraía hacia el peligro como el imán atrae a una partícula de metal.