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– Tendría que procurarse una maleta -dije mientras se arreglaba a toda prisa.

– ¿Una maleta, oficial? ¿Por qué?

– ¡Porque el mejor medio de entrar en un hotel y de pasearse por él es ser un cliente! Tomará una habitación, si es posible en el quinto piso. Utilice cualquier pretexto… Será nuestro cuartel general. Cuando esté allí, trataré de reunirme con usted. ¡Luego decidiremos el próximo paso!

– Muy bien, cogeré una maleta, ¡pero sobre todo cogeré mi Lepage! -dijo sacando de un cajón un revólver para mujer, que se metió en el bolsillo como si se tratara de una simple caja de píldoras.

Volvimos al Bedford, y Swamy arrancó y salió en tromba. Formando un insólito trío, concentrados, ansiosos también, indiferentes a los riesgos evidentes que corríamos, partíamos tras la pista de un niño desaparecido. Y en último término, todo eso era sólo por salvarme. Casi me sentía avergonzado. Detuvimos el camión en la travesía donde Edmonds acostumbraba a aparcar el Chevrolet cuando hacíamos nuestras primeras guardias de vigilancia, y luego madame de Réault salió y se dirigió hacia el hotel, cual frágil sombra con su maleta a cuestas. Swamy, por su parte, saltó a tierra para tratar de encontrar a Ananda. Habíamos convenido que esperaría quince minutos antes de presentarme ante el conserje para reunirme con madame de Réault. Por sucio que estuviera, el personal del hotel no me impediría subir a una habitación ya pagada y ocupada por una dama respetable. En cuanto a saber si había gente del MI6 haciendo guardia ante el establecimiento que pudiera descubrirme, pues bien… era un riesgo adicional que debía correr, ni más ni menos.

Swamy encontró a Ananda antes de que yo saliera del camión. En todo el tiempo que había estado de guardia, el chiquillo no había visto que se encendieran las luces de la habitación 511, lo que parecía indicar que Keller aún no había vuelto. De todos modos, teníamos que actuar con presteza. Mientras se había encontrado bajo nuestra vigilancia, Keller nunca había pasado una noche completa fuera del hotel. Eran casi las nueve y media. Estaba claro que el tiempo jugaba en nuestra contra. Me arreglé la ropa lo mejor que pude, Swamy me anudó su corbata al cuello y me dio su cinturón y sus cordones. Ahora podía presentarme en el vestíbulo del hotel sin temor a que un portero demasiado quisquilloso me echara a la calle. Esforzándome en caminar, en la medida de lo posible, bien erguido y con paso tranquilo, a pesar de mi ansiedad y de los dolores que los pruritos me causaban en la espalda y el pecho, entré por tercera vez bajo los brillantes dorados del Harnett y pedí ser recibido por madame de Réault, una cliente que había llegado hacía muy poco.

– Acabamos de registrar a esta persona, sir. Habitación 434 -anunció el conserje en tono frío, tal vez impresionado por el tono ceniciento de mi piel y el agotamiento que se reflejaba en mis rasgos.

Por desgracia, madame de Réault sólo había podido encontrar una habitación en el cuarto piso. Cogí el ascensor y llamé a la puerta con tres golpes espaciados. Me abrió con su viejo Lepage en la mano.

– No mire mal a esta herramienta -me dijo-. ¡Si supiera la cantidad de veces que la he utilizado! ¡Y no sólo para disparar a las ratas!

Por el tono que utilizaba para hablar de su arma, era indudable que no bromeaba. Durante un instante debatimos sobre el procedimiento a seguir. Yo propuse que sobornáramos a un mozo para que nos abriera la puerta de la 511, pero Réault había ideado un plan más atrevido para solventar el problema.

– He pensado en algo más sencillo y más seguro: ¡usted hará guardia y yo forzaré la cerradura!

– Pero esto llevará tiempo… ¿Y si Keller vuelve?

– En ese caso ¡ya veremos quién, entre ella y yo, dispara la primera!

Quise oponerme a una opción tan radical, pero la francesa ya se alejaba trotando por el pasillo en dirección a la escalera que conducía al piso superior. Plantado allí como un bobo, no tenía otra elección que salir tras ella o batirme en retirada. La seguí, evidentemente. Madame de Réault era una mujer llena de recursos. Al llegar ante la habitación de Keller, se sacó una larga aguja del moño y forzó la cerradura con una increíble seguridad y una temible eficacia. ¡En diez segundos, la puerta infranqueable estaba forzada!

– ¡No encienda la luz! -dijo al ver que yo tendía el brazo hacia el interruptor-. No tiene sentido que alertemos a esta chica si llega por este lado del hotel. ¡Cierre suavemente después de entrar, Tewp!

Obedecí a esta mujer como a un superior e hice lo que me indicaba. Luego, al entrar en la habitación, encontré un gran baúl abierto en el suelo. Sin duda era el que había ocultado a Khamurjee. Pero ¿dónde estaba el niño? Registramos rápidamente la habitación principal pero no encontramos rastro alguno de nuestro espía. Empujé la puerta del cuarto de baño, que estaba medio abierta. El lugar estaba sumergido en tinieblas, pero mis ojos, que ya se habían habituado a la oscuridad, vieron enseguida un cuerpo inanimado tendido sobre el enlosado. Mi corazón se aceleró y solté un grito, pero cuando ya me precipitaba hacia Khamurjee, la voz de madame de Réault resonó a mi espalda con tal dureza que me detuve instantáneamente.

– ¡Sobre todo no se mueva, Tewp! ¡O es hombre muerto!

La voz había adoptado un tono súbitamente amenazador, casi hostil. Sin comprender a qué se debía aquella patente agresividad, me volví lentamente hacia ella. Madame de Réault sostenía su Lepage en la mano y lo apuntaba contra mí. Yo no entendía nada.

– ¡Salga de la habitación tan despacio como pueda, Tewp, y nada de movimientos bruscos!

Dudé sobre la conducta a seguir. ¿Realmente Garance de Réault me estaba amenazando con su arma?

– ¡Salga de esta habitación, oficial! ¡Sé cómo arreglármelas con estas bestezuelas, pero tiene que dejarme el campo libre!

¿De qué bestezuela estaba hablando? Muy a mi pesar, eché una ojeada a Khamurjee. Y entonces vi cómo, sobre su pecho, se desenrollaba una larga criatura con múltiples anillos que se deslizaba hacia el suelo… ¡Era una serpiente, enorme, un animal de pesadilla que se desplegaba y se dirigía directamente hacia mí!

Réault me sujetó de la manga y, con una fuerza extraordinaria, me echó del cuarto de baño. Desequilibrado, caí pesadamente detrás de ella, mientras la mujer avanzaba, resuelta, cargando contra el monstruo, una cobra de casi cuatro pies de largo que acababa de erguirse y escupía hacia ella como un gato furioso. Sin preocuparse de la amenaza, Réault cogió una toalla del lavabo, la enrolló burdamente en torno al tambor de su arma y disparó dos veces sobre la serpiente, que se derrumbó, decapitada por las descargas. Las detonaciones, amortiguadas por la toalla, apenas habían provocado más ruido que una tos ronca.

– ¡El secreto del éxito es la determinación! -dijo Réault apartando a la bestia con el pie e inclinándose sobre el cuerpecito tendido en el suelo.

Me levanté, abrumado por la sangre fría de que había dado muestras esta mujer, y yo también me acerqué a Khamurjee. El color de su piel había palidecido y no veía que su pecho se elevara.

– No está muerto -murmuró la francesa después de haberle palpado la garganta-. Su cuerpo está atiborrado de veneno, pero aún resiste. ¡Tenemos que sacarlo de aquí cuanto antes!

Mientras yo cogía al chiquillo en brazos y percibía con terror la frialdad de su piel, Réault se arrodilló junto a la bañera y hundió la mano en la trampilla, ya abierta. Vi cómo tanteaba un instante y luego sacaba la caja que yo mismo había descubierto en mi primera venida. Con evidente triunfo, la sujetó bajo el brazo y me precedió para verificar si el camino estaba libre. De nuevo me felicité por haber venido acompañado por esta mujer. Si ella no hubiera tenido la presencia de ánimo necesaria para pensar en el vult, el pánico que me había dominado al contemplar el cuerpo inanimado de Khamurjee me hubiera hecho olvidar por qué estábamos corriendo todos estos riesgos. Sin demasiadas dificultades, transportamos al chiquillo a la habitación del cuarto piso, donde lo deposité sobre la cama mientras Réault verificaba que la caja contenía efectivamente el cráneo.