– Todo está aquí, oficial Tewp. ¡Lo hemos conseguido!
En ese instante, poco me importaba haber recuperado este objeto infernal. Todos mis pensamientos se concentraban en el niño y hubiera dado cualquier cosa por salvarle la vida. Por desgracia, me parecía que ya no había nada que hacer, porque su pulso era extremadamente débil.
– Necesitamos a un médico -dije-. ¡Iré a buscar al doctor Nicol!
– ¡Mala idea, Tewp! Nicol es un buen médico, pero su ciencia tiene sus límites. Necesitamos a alguien más competente. ¡Y seré yo quien vaya a buscarlo! ¡Confíe en mí, no se mueva y sobre todo no toque el cráneo!
La perspectiva de quedarme solo en esta habitación de hotel con el niño moribundo me aterrorizó.
– ¿Y si Keller vuelve y nos encuentra? -pregunté azorado.
– ¡Abátala! -me dijo Réault mirándome directamente a los ojos y colocándome su Lepage en la palma de la mano.
El arma aún estaba caliente y olía a pólvora.
Réault se había reunido con Swamy en el exterior del hotel y había salido disparada con él hacia no sé qué barrio de Calcuta. La espera se me hacía eterna, y temía que en cualquier momento Khamurjee dejara de respirar del todo.
– Sobre todo no le caliente de ningún modo -me había prevenido la francesa antes de partir-. Ni baño ni mantas. Dilataría sus vasos sanguíneos y ayudaría al veneno a que se difundiera aún más. Déjelo como está. ¡Si ha sobrevivido hasta ahora, es que es capaz de seguir aguantando!
Faltaba una hora para la medianoche y nuestro plan se encaminaba al desastre. Cierto que teníamos el vult, pero ¿a qué precio? Furioso contra mí mismo, me retorcía las manos y lloraba casi de rabia al pensar que había enviado a un chiquillo a primera línea de combate. ¡Qué egoísmo haberle lanzado a una aventura semejante! Hubiera debido de ser consciente de que Keller era un ser temible y perverso. Seguramente la mujer se había dado cuenta de que habían registrado su habitación. Sí, esto parecía coherente: ofuscado por las palabras de Gillespie sobre la debilidad de la joven, cegado asimismo por la excesiva seguridad en mis propias capacidades, había entrado por efracción en la 511, pero a pesar de mis precauciones, sin duda había dejado huellas de mi paso. Alarmada, Keller había colocado esta serpiente como guardián en el hueco de la bañera, ¡y el chiquillo la había liberado al introducir su mano! ¡Keller! ¡Decididamente esa mujer era la culpable de todo! Mis dedos se cerraron convulsivamente sobre el Lepage. Impotente, sin poder hacer nada que no fuera ver morir a este niño ante mis ojos, me cegó la ira, y a todo correr subí al quinto piso por la escalera de servicio. Si la austríaca había vuelto, tenía la firme intención de saldar cuentas con ella inmediatamente, sin hacerle preguntas, sin tratar de averiguar siquiera las razones de su presencia en Calcuta. Avancé por el pasillo. ¡Se filtraba luz bajo la puerta! Con el revólver apretado en el puño, pegué la oreja al batiente, tratando de adivinar en qué parte de la suite se encontraba, pero no percibí ningún sonido. De pronto sentí el contacto de un tubo de metal frío sobre mi nuca. Me puse rígido y giré lentamente los ojos para descubrir el rostro de mi agresor.
– ¡Intervengo en el instante en que iba a poner en ejecución una pésima idea, teniente Tewp!
El que había susurrado esta frase era un hombre de unos cuarenta años, esbelto, de mi misma estatura. Llevaba un traje claro cortado en la mejor de las telas y no se había sacado su panamá. Con un gesto, el desconocido me invitó a retroceder, y después de quitarme el Lepage de las manos, me invitó a avanzar hasta el fondo del pasillo. Una pareja salió de una habitación y por un instante pensé en aprovechar la ocasión, pero como si leyera mis pensamientos, el hombre me advirtió en voz alta de que todo movimiento brusco por mi parte recibiría un castigo inmediato.
– ¿Adonde vamos? -pregunté.
– Al lugar de donde viene, habitación 434.
Su tono no admitía discusión. El individuo iba armado y al parecer sabía muchas cosas sobre mí. De momento no tenía otra opción que obedecerle. Volvimos a bajar las escaleras y entramos de nuevo en la habitación, donde Khamurjee, felizmente, todavía respiraba. El hombre me indicó con un gesto que me sentara en un sillón, cerca de la cama, y luego, con la espalda apoyada contra la puerta, frotó una cerilla y se llevó un cigarrillo a los labios.
– No se preocupe, amigo -dijo mientras una bocanada de humo azul ascendía en torno a su rostro-. ¡No tiene nada que temer, estoy de su lado!
– ¿De mi lado? Entonces, ¿por qué me tiene encañonado?
– ¡En realidad debería agradecerme que le haya impedido cometer una enorme tontería!
El tipo me dijo que se llamaba Surey. Si había que creerle, era un oficial de Delhi.
– La Firma me ha enviado para ver quién era esa Keller que les tenía tan ocupados, aquí, en Calcuta. Erick Küneck se desplazó para verla, ¿no es así?
Con Khamurjee agonizando a mi lado, yo no estaba para charlar sobre asuntos del servicio; de modo que permanecí mudo, y me debatía sobre si debía confiar en el recién llegado que no me había proporcionado ninguna prueba de que perteneciera realmente a nuestros servicios.
– ¿No quiere hablar, Tewp? Lástima… Porque me gustaría saber qué maquina aquí con un crío indígena agonizante cuando se supone que debería estar bien tranquilo en prisión. Y sobre todo me gustaría saber por qué se disponía a matar a Keller. Porque eso es lo que quería hacer, ¿no?
¿Cómo explicar mi aventura a este hombre? ¿Cómo hacerle comprender que la joven objeto de su vigilancia era una maldita bruja con poder suficiente para hacer enfermar a cualquiera clavando agujas en unas fotografías?
– ¿Cuánto tiempo hace que la vigila? -pregunté a Surey en tono hastiado.
– Dos días. ¿Por qué?
– ¿No le ha ocurrido nada extraño mientras la seguía? ¿Pérdida de objetos personales, tal vez? ¿O críos que se te agarran a las piernas y te arrancan mechas de cabellos o una tira de piel?
Surey rompió a reír.
– ¿De qué demonios habla, teniente Tewp? ¿Está buscando una manera de salir de ésta? ¡Pero si no le estoy amenazando! Mire, si sirve para tranquilizarle, incluso guardaré mi arma.
Uniendo el gesto a la palabra, hizo desaparecer su automática bajo la axila y se acercó a Khamurjee para palparle la frente.
– Este chico está muy grave. ¿No cree que sería más razonable avisar al médico del hotel?
– No. Sé qué le ocurre. Es espectacular al principio, pero pronto saldrá de su desvanecimiento -mentí.
– No sé si es una buena idea. Pero lo dejo a su juicio. De todos modos, sólo es uno más entre las decenas de miles de huérfanos que deambulan por esta ciudad, según parece. Si muere, no cambiará nada para nadie…
– ¡Para nadie excepto para mí! -dije aprovechando la ocasión para saltar como un resorte y abalanzarme sobre Surey.
El hombre, demasiado confiado, no se esperaba la reacción. Mi hombro le alcanzó en pleno esternón, lo que le desequilibró y le hizo deslizarse pesadamente del borde de la cama. Salté de rodillas sobre su pecho, le cogí la cabeza entre las manos y le golpeé el cráneo contra el suelo hasta que se desvaneció. Con el corazón desbocado, me levanté de un salto, arranqué los cordones de una cortina, até las manos y las piernas del pretendido agente de la Firma y le amordacé con su pañuelo antes de que recuperara el conocimiento. Sus bolsillos sólo contenían algunos papeles y en su cartera únicamente llevaba una decena de libras, que no le robé. En cambio, cogí su arma y recuperé el Lepage de Garance de Réault. Finalmente lo arrastré hasta el cuarto de baño, conseguí, no sin esfuerzo, hacerle bascular dentro de la bañera, y luego fui a echar una ojeada al pasillo para comprobar que nadie se hubiera alarmado con los ruidos de lucha. A esta hora, en todo el hotel resonaba la música de una gran orquesta de viento. Tres noches por semana, el Harnett se animaba con los sones de una banda de jazz. Así que, ahogado muy oportunamente por la melopea, el pequeño escándalo que habíamos organizado no había alertado a nadie.