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Ya más tranquilo, volví al baño con la firme intención de hacer hablar a Surey. ¿Quién era realmente ese hombre? ¿Cómo sabía tanto sobre mí? ¿Y por qué había impedido que matara a Keller? Tenía que encontrar respuestas a todas estas preguntas. ¿Pero cómo? Hacer hablar a un hombre sólo es posible bajo coacción o sometiéndole a tortura. ¿Con qué podía amenazar a Surey si no sabía nada de él? ¡En cuanto a la tortura, la idea de rebajarme a utilizar este tipo de métodos estaba fuera de cuestión! Fui consciente de la impotencia que sentía para arrancar la menor información a mi prisionero. Despechado, volví a cerrar el cuarto de baño y fui a sentarme de nuevo junto a Khamurjee. Transcurrió casi una hora sin que sucediera nada. ¡Réault seguía sin aparecer, y yo era muy consciente de que si no volvía a mi celda antes del alba, la policía militar británica me consideraría como un fugitivo sobre el que sería lícito disparar sin previo aviso! Por fin oí ruido en el pasillo y alguien se acercó a la puerta de la habitación. Por si acaso, apunté la automática de Surey hacia la entrada. Vi cómo el pomo giraba despacio y mi dedo se crispó sobre el gatillo. Garance de Réault entró. Detrás de ella, otras tres siluetas se introdujeron en la habitación. Identifiqué a Swamy, pero los otros dos hombres, unos hindúes vestidos con sari y turbante negro, me eran completamente desconocidos.

– ¿Cómo está el chiquillo? -preguntó Réault sin preocuparse de hacer las presentaciones.

– Tal como le dejó. Ni mejora ni empeora, creo.

– Bien, entonces podemos pasar a la primera fase. Estos dos hombres son brahmanes. Sacerdotes y médicos. Ellos se harán cargo del pequeño. En cuanto a usted, Tewp, por lo que me ha dicho el caporal Swamy, es de vital importancia que vuelva a su prisión antes del alba. Váyase, aquí ya no puede sernos útil. Volveremos a vernos aquí mismo mañana por la noche y sacaremos a Khamurjee del hotel… ¡Ya verá cómo le encuentra mejorado!

– ¿Y el vult? -pregunté con un punto de inquietud por mi propio destino.

– El vult es asunto mío. Pero también le hablaré de esto mañana. Vamos, váyase ahora…

– ¡Me temo que hay otro problema!

– ¿Y ahora qué ocurre?

En pocas palabras le expliqué que teníamos un nuevo invitado, atado en el cuarto de baño. No podíamos dejarle allí veinticuatro horas. Garance de Réault levantó los ojos al cielo.

– ¡Pues bien, muchacho, eso es exactamente lo que va a ocurrir! Lo evacuará mañana. Vaya a comprobar sus ataduras. No me gustaría que se liberara.

Obedecí a regañadientes y me tomé unos minutos para asegurarme de que Surey estaba bien atado en la bañera; en efecto, no podíamos arriesgarnos a dejarle en libertad. El supuesto agente, con los ojos abiertos de par en par y esforzándose en hablar a través de su mordaza, no dejaba de agitarse y de lanzarme miradas furibundas.

Cuando tuve la certeza de que no podría soltarse, abandoné la habitación y salí del hotel detrás de Swamy. Encontramos el Bedford en la travesía y regresamos al cuartel sin decir palabra. Swamy aparcó no muy lejos de la prisión militar.

– ¿Sabe quién es esa gente que ha traído madame de Réault? -pregunté al caporal mientras cerraba el contacto.

– ¡Ni la menor idea, teniente! La señora me pidió que la esperara ante un templo, en Kalighat Road. Entró sola y volvió al cabo de veinte minutos con estos dos brahmanes. Nadie habló mientras les llevaba al Harnett.

– Creo que tan sólo nos queda tratar de dormir un poco, Swamy -dije mientras bajaba del viejo camión-. ¡Ahora ya no tenemos forma de influir en nada!

Ese día recibí la visita de Nicol un poco antes de lo habitual. En su opinión, mi estado de salud no mejoraba. Tenía la tez cerosa y los ojos hinchados, y también había adelgazado. Además, las irritaciones de mi piel, que se habían extendido a los hombros y a la parte alta de los muslos, me ardían horriblemente y cada día me hacían perder más sangre de lo que quería admitir.

– Tendremos que hospitalizarle, muchacho. Lamento mucho tener que decirlo, porque estoy convencido de que esto no influirá en una mejora de su estado, pero al menos nos permitirá cambiarle los vendajes dos veces al día y alimentarle por perfusión. Ya ha perdido mucho peso. Si insiste en no comer nada, no le doy diez días, amigo mío…

Di las gracias a Nicol por su solicitud, pero insistí en que no me obligara a ingresar en el hospital al menos en cuarenta y ocho horas.

– Es una estupidez, y realmente no comprendo por qué lo hace. Pero después de todo, ¡es su pellejo el que está en juego! ¿Quiere morfina? Al menos eso aliviará el ardor…

Acepté con gratitud la inyección de opiáceos, lo que me permitió dormir y pasar la mayor parte del día en una benéfica inconsciencia. Mi cuerpo lo necesitaba. Y mi mente también. Estaba harto de debatirme desde hacía días en un océano de interrogantes que no conducían a nada. ¿Por qué Keller había venido a Calcuta? ¿Tenía realmente dones de hechicera? ¿Quién era Surey? ¿Proyectaba Küneck asesinar a Eduardo VIII en su visita a las Indias? Pero en ese caso, ¿por qué encontrarse con Keller en Bengala, una provincia apartada del circuito real? Nada de aquello parecía tener sentido. Durante largas horas, la droga me liberó felizmente de estos enigmas y me desperté casi descansado una hora antes del crepúsculo. Una hora antes de que Swamy volviera para llevarme al Harnett… En cuanto cayó la noche, partimos hacia el hotel. Swamy había estado de servicio todo el día en su regimiento y no había tenido noticias de Garance de Réault. El caporal estaba tan ansioso como yo, y su rostro se había endurecido. Creí que me guardaba rencor.

– Por supuesto que no, mi teniente. ¡A quien odio es a esa mala mujer! ¡A esa Keller! Creo que hubiera hecho bien eliminándola. ¡Es una bestia dañina a la que habría que ajustar las cuentas ahora mismo!

Ver a Khamurjee inerte y frío, con una serpiente enroscada sobre su cuerpo flaco, me había puesto en un estado de exasperación extrema hasta el punto de atreverme a todo la víspera por la noche. Es cierto, había querido matar a Keller. Y hubiera podido hacerlo si Surey no hubiera intervenido. ¿Pero hoy? ¿Encontraría todavía en mí la fuerza que infunde la cólera? Si Réault me anunciaba lo peor, no dudaba de mi respuesta. Pero ¿y si el pequeño se había salvado? No, realmente no me veía descargando fríamente mi arma contra la austríaca, como tampoco me veía hundiendo astillas de bambú bajo las uñas de Surey para obligarle a hablar… fuera quien fuese ese tipo. Swamy y yo pasamos con aire decidido ante el conserje del Harnett y subimos directamente a la habitación 434 con el ascensor. En el interior, una gruesa dama abrió desmesuradamente los ojos al vernos entrar en la cabina. Los efluvios de prisionero enfermo que flotaban en torno a mí penetraron directamente en su gran nariz empolvada, que se apretó con los dedos con un terrible gesto de desprecio. Finalmente, después de golpear tres veces a la puerta, entramos en la habitación. La única luz procedía de dos velas encendidas en la cabecera de la cama. Khamurjee, envuelto en mantas, estaba medio incorporado, con la espalda apoyada contra la pared, y bebía no sé qué brebaje humeante en una gran taza con el símbolo del hotel.

– Se despertó hace una hora -nos anunció Réault, con las pupilas brillantes y el pelo un poco alborotado-. Darpán y Ananda han hecho un trabajo excelente. ¡Está fuera de peligro!