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Sentados frente a la cama, los susodichos Darpán y Ananda estaban tan inmóviles como dioses esculpidos. Swamy se acercó al chiquillo encamado y empezó a hablarle suavemente en hindi. El niño respondió débilmente, pero sus ojos sonreían. Swamy parecía a punto de llorar de felicidad.

– ¿Cómo lo ha hecho? -pregunté a Réault.

Pero ésta se contentó con encogerse de hombros y señaló a los dos brahmanes.

– Responder a su pregunta nos llevaría horas, sahih Tewp. Y creo que tenemos cosas mejores que hacer esta noche. Nos hemos ocupado del pequeño dalit, era lo más urgente. Y ahora hay que pensar en usted…

Era Darpán quien había hablado. El brahmán, alto sin ser flaco, era un hombre bien plantado de unos cincuenta años de edad. Su cabellera, oculta por el turbante negro, era imposible de ver, pero sus pestañas y sus cejas eran completamente blancas. Tenía una voz profunda y tranquila, la voz de un hombre en quien se puede confiar.

– Sin ellos, sería incapaz de ayudarle, oficial Tewp -dijo Réault-. Ellos practican lo que yo he visto hacer en los pueblos de las altitudes del Tíbet: curación de moribundos, contrahechizos… Y son capaces de hacer otras muchas cosas… Fueron iniciados por los Bon Po de las lamaserías del Himalaya. ¡Tal vez haya en el mundo sanadores más eficaces, pero si es así, yo no los conozco!

– ¿Y Surey? -pregunté-. ¿Sigue en el cuarto de baño? Tendríamos que ocuparnos de él. No podemos dejarle aquí después de que haya alquilado esta habitación a su nombre… ¡Swamy! Le necesitaré para evacuar a este tipo. ¿Cómo lo sacaremos de aquí?

El caporal se tiró del bigote.

– He estado pensando en eso toda la tarde. ¿Qué envergadura tiene?

– Es más o menos de mi estatura, pero un poco más corpulento. Usted mismo puede juzgarlo.

Entramos en el cuarto de baño. Surey seguía tendido en la bañera. Ya no se movía.

– Le hemos apretado tres veces un pañuelo impregnado de opio sobre el rostro. Duerme desde ayer por la noche -dijo madame de Réault, que se había deslizado en la habitación detrás de nosotros-. Era la mejor forma de proceder con tranquilidad.

– ¡Entrará! -anunció misteriosamente Swamy-. No se mueva, mi teniente. Será sólo un minuto.

El hindú salió de la habitación sin dar más explicaciones y luego volvió con evidente satisfacción.

– Podremos llevarlo. Levántelo por los hombros, yo lo cogeré por los pies.

Extraímos a Surey de la cuba de esmalte blanco y lo transportamos, sin cruzarnos con nadie, hasta el cuarto ropero de la planta, que Swamy abrió con una llave maestra que había cogido en la intendencia de su regimiento.

– ¡Vamos, mi teniente, lo lanzaremos por el tobogán! Aterrizará en el sótano sobre una pila de ropa sucia. ¡Mientras se entretiene dando explicaciones a la policía del hotel, tendremos tiempo de esfumarnos de aquí!

Lo juzgué una idea excelente. Lanzamos a Surey por la trampilla que servía para enviar la ropa sucia de los pisos hasta la lavandería. Con un ruido abominable, pero sin un grito, el prisionero se deslizó desde el cuarto piso hasta el nivel más profundo de los sótanos. Salir con Khamurjee en brazos no fue tan complicado como había creído. Por una razón muy simple, ¡éramos muchos! Cuatro hombres de aspecto extraño transportando a un niño envuelto en una manta y una dama de aire decidido podían permitirse el lujo de coger sin más el ascensor y abandonar el hotel cruzando el gran vestíbulo. Fuimos objeto de miradas inquietas, pero nadie pensó en detenernos para preguntarnos adonde se dirigía nuestro cortejo. Colocamos al niño en el Bedford y Swamy nos condujo a la casa de la hierba alta, donde Khamurjee permanecería en cama hasta que hubiera recuperado las fuerzas. Si bien la mayoría del veneno había sido purgado de su organismo, aún necesitaría cuidados, que los dos brahmanes se encargarían de prodigarle regularmente. Lajwanti instaló al pequeño en una habitación en la parte trasera de la casa, y luego encendió una vela y un bastoncito de incienso en un nicho abierto por encima de la estera del convaleciente. A la luz de la llama dorada, ya bañada en los vapores perfumados que se extendían por toda la habitación, vi la estatuilla de un hombre ventrudo con rostro de elefante. A sus pies yacían algunas flores frescas y un puñado de arroz cocido.

– El dios benefactor Ganesha -explicó Swamy- El protector de los humildes. Y el enemigo de las serpientes…

Sentí un roce entre las piernas. Ulitivi, la mangosta, venía a ver a su amo. Como un gato, el animalito se acurrucó en los brazos del niño, cuyos músculos apenas tenían la fuerza suficiente para apretarlo contra su cuerpo. Se durmieron juntos cuando abandonamos la habitación.

– Ahora que esta operación ha llegado a su fin, Tewp, le desembarazaremos de este perro negro que le corroe -anunció Darpán.

– ¿Este perro negro que me corroe?

– Desactivarán el hechizo, oficial -se expresó más sobriamente Réault.

Como supe más tarde, los principios del contrahechizo son tan simples como los del maleficio, pero Darpán no trató de explicarme entonces todas las sutilezas de su arte.

– Hay algo que me sorprende en la técnica que la mujer ha utilizado para su obra de muerte -comentó no obstante-. No sé cómo librarle de ella. Tal vez sea doloroso. Y peligroso. Pero luego tendremos que hablar. Porque esta mujer utiliza saberes ajenos a los de los hechiceros tradicionales. Tendremos que descubrir quién le ha inculcado, tan joven, semejantes conocimientos; y llegado el caso, impedir que los dos vuelvan a encontrarse en situación de perjudicar a nadie… Además de trescientas libras inglesas, éste será el pago si se cura. ¿Lo acepta?

Un poco sorprendido al ver a unos sacerdotes tan ávidos por sacar partido de sus servicios, dirigí una mirada incrédula a madame de Réault.

– Los Bon Po son terriblemente eficaces, pero no se distinguen por su desprendimiento. ¡Lo lamento, señor oficial!

– Si lo consiguen, pagaré…

– ¿Nos lo dará todo? ¿El dinero y las informaciones sobre la chica? -insistió Darpán marcando las sílabas.

– Sí, les daré todo lo que quieran si impiden que esta lepra me corroa del todo -prometí, a punto de sufrir un ataque de nervios.

– Muy bien, pues. Empezaremos mañana mismo. A juzgar por lo que madame de Réault nos ha dicho, dispone usted de sus noches.

– Hasta ahora, sí. Pero no sé hasta cuándo. Temo que puedan arrebatarme esta libertad en cualquier momento.

– Esto, oficial, es asunto suyo, no nuestro. Mañana por la noche salga de su acuartelamiento con el caporal Swamy. Nosotros le esperaremos en su casa. Es lo mejor. Lo tendremos todo dispuesto. Mientras tanto, y como último acto por esta noche, córtese las uñas y entréguenos los recortes.

Réault me dirigió una mirada entristecida. A buen seguro debía de sentir que el tal Darpán no era exactamente el hombre en quien me hubiera gustado depositar mi confianza…

De un modo que consideraba increíble, mis escapadas de la prisión seguían pasando totalmente inadvertidas. Si bien es cierto que contaba con las mejores complicidades que uno pueda imaginar, ya que los propios carceleros me abrían las puertas y falsificaban los registros para engañar a la soldadesca británica, de todos modos aquello no dejaba de sorprenderme. ¿Hasta ese punto de descomposición había llegado el Imperio que un prisionero podía, con cierta dosis de suerte, abandonar su celda y disponer de su tiempo como mejor le pareciera? No era algo precisamente tranquilizador de cara al futuro. Habíamos hablado con Nicol de esta relajación general del servicio.

– ¡Decididamente, Tewp, todo se va al garete! No sólo nuestro rey no está a la altura en los asuntos internos (sí, ya sé que no debería decir algo así, pero es una opinión extendida aquí, e incluso su coronel Hardens no se priva de decirlo cuando ha tomado una copa de más en el comedor de oficiales), sino que siente algo más que simpatía por nuestros enemigos. ¿Sabe que hizo el saludo hitleriano el día en que el nuevo embajador de Alemania le presentó sus cartas credenciales? ¡Como esos estúpidos futbolistas británicos en Berlín! Supongo que sí estará al corriente de esto, Tewp.