¿Quién no había oído hablar de aquello? Incluso yo, que apenas me interesaba por la actualidad y no prestaba ninguna atención a los eventos deportivos, había tenido noticia del incidente. Había sucedido en Londres, en el curso de mis primeras semanas en el servicio jurídico del MI6.
– ¿Ha visto esto, David? -me había dicho, mientras blandía un diario, un colega altanero que de manera habitual no me dirigía la palabra nunca.
Lo había visto, sí, no me había quedado otro remedio. Y aquello me había dejado un mal sabor de boca, sin que pudiera precisar exactamente por qué. Contemplar la fotografía de once ingleses con ropa deportiva con el brazo tendido frente a la tribuna donde se encontraba el canciller Adolf Hitler me había desagradado profundamente… como a una buena parte de la nación, por otra parte, lo que probaba que, si bien parecía que cualquier reflejo de sentido común había desaparecido de nuestra clase dirigente, éste aún latía entre el pueblo sencillo.
– Todo el mundo reverencia a Hitler y le trata de caballero. Nosotros le dejamos hacer, y un día, cuando sea bastante fuerte, se anexionará Austria y los Sudetes. ¡Entonces tendremos el mismo problema que en 1914 y todo volverá a empezar, no le quepa duda!
Hitler, la política internacional, la guerra que amenazaba tal vez; todo eso, en este instante, no me interesaba demasiado. Corroído por la peste roja que me había enviado Keller, sólo podía pensar en Darpán. ¿Podía confiar en ese hombre? ¿Y por qué parecía interesarse tanto por la espía del SD? Madame de Réault no me había revelado nada sobre él. Yo no sabía dónde le había conocido ni por qué le concedía tanta importancia. Era una especie de sacerdote sanador. Muy bien. Pero ¿qué más? Aquello no bastaba para definir a una persona…
A media tarde, mientras deliraba a medias bajo el efecto de una fiebre que no había dejado de subir desde la mañana -hasta el punto de que había renunciado a mi paseo cotidiano-, la puerta de mi celda se abrió y un hombre entró. No era Nicol. No era Panksha. ¡Era Surey! Ayudándose a caminar con un bastón, con las manos hinchadas aún a resultas de haberlas tenido demasiado tiempo atadas, el supuesto espía acercó la silla a mi cama. Me incorporé para encararle. Tenía un aire decididamente furioso y una de sus sienes mostraba un feo moretón. Su caída por el tobogán de la lavandería no había debido ser una experiencia agradable. Su llegada me sorprendió tanto que de entrada no supe qué decir.
– Aparentemente, no es usted tan estúpido como parece, Tewp -empezó con una voz que se esforzaba en mostrar indiferencia-. Había leído el informe que circula sobre su persona, y no desconfié lo suficiente. ¡Me equivoqué! Es usted un tipo con recursos y es diestro en ocultar sus cartas. Incluso es justo reconocer que es usted un as en este campo, ¿no?
– ¿De modo que me dijo la verdad? ¿Usted también pertenece a la Firma? -exclamé sorprendido, mientras me enjugaba con el dorso de la mano las gotas de sudor que velaban mis ojos- Lamento haberlo maltratado de esta manera. No creí en su historia, en el Harnett.
– Una lástima. Eso nos hubiera hecho ganar tiempo. Pero ¿qué le ocurre exactamente? Me han dicho que está enfermo.
Mentí a Surey, pretextando que sólo tenía una variante de alergia complicada con una gripe de caballo. ¿Cómo hubiera podido convencerlo entonces de una historia de hechizos de la que yo mismo estaba persuadido sólo a medias? El agente de Delhi gruñó con escepticismo, pero él no había venido a verme para informarse sobre mi estado de salud. Tenía otra cosa en la cabeza.
– ¿Cómo se las arregla para abandonar este lugar todas las noches cuando está bajo riguroso arresto? Aunque, a decir verdad, ésta es la menor de mis preocupaciones… ¡Si lo pillan en una de sus escapadas, no seré yo quien vaya a rescatarlo, Tewp! Sobre todo después de lo que usted y sus acólitos me han hecho pasar…
– Entonces, ¿por qué está aquí, Surey? -pregunté, harto de tantos preámbulos.
– Estoy aquí para que me ayude a ver claro en esta historia con Keller. Hay un montón de cosas que encuentro anormales. Necesito ayuda.
– ¿Ayuda? -me sorprendí-. Pero ¿por qué no lo consulta con Gillespie? El capitán era el responsable de los primeros días de vigilancia. Y él sí tiene libertad de movimientos…
– Gillespie me plantea un problema, Tewp. De hecho, todo el equipo que vigiló a Keller me plantea un problema.
– ¿De qué tipo de problema habla, Surey?
Con un suspiro, el agente se quitó su panamá y lo dejó sobre un montante del respaldo de la silla.
– Hace tres años que Gillespie es el capitán peor calificado de todo el equipo del coronel Hardens. El asistente Mog es un notorio eterómano, lo que explica la espantosa tonalidad de su tez y la lentitud de sus reacciones. En cuanto a Edmonds… en fin, usted mismo ha podido constatarlo: es un borracho que sufre frecuentes crisis de violencia. En términos médicos, tiene todos los rasgos de un psicópata. En lo que a usted respecta, no es más que un novato. Un chupatintas al que de pronto dan, sin preparación alguna, la orden de efectuar operaciones sobre el terreno. Es grotesco. Absurdo. Hardens está lejos de ser un idiota, pero se diría que ha compuesto premeditadamente este equipo con la gente más mediocre que ha podido reunir.
Las palabras de Surey eran bastante duras y sometían a mi orgullo a una dura prueba. Sin embargo, no podía negar que no tuviera razón. De hecho, no había necesitado mucho tiempo para comprender que Gillespie no era tan escrupuloso como quería aparentar. Y había constatado el estado de deterioro físico de Edmonds y la escasa rapidez mental de que siempre había dado prueba Mog. En cuanto a mi inexperiencia, era muy consciente de ella. Pero ¿por qué Hardens hubiera tenido que colocar deliberadamente a la austríaca bajo la vigilancia de unos ineptos?
– Por ahora sólo tengo retazos de información. E intuiciones. Es todo. Pero me basta para encontrarme incómodo con este asunto. Normalmente vigilo a Erick Küneck en Nueva Delhi. Conozco bastante bien sus costumbres. Es un hombre hogareño, muy prudente. Casi nunca se desplaza para encontrarse con sus agentes. Que haya tenido una cita aquí, con Keller, constituye una actividad anormal en su modo de proceder. Todo este asunto no me alarmaría tanto sin la gira real que se anuncia… Aquí se está tramando algo, Tewp. ¡Algo grave!
¿Algo grave? Sí, tal vez. ¿Pero qué, exactamente? Surey tenía los dos informes que yo había redactado después de la operación de seguimiento a Keller al fumadero de opio y de haber registrado su habitación. Y excepto las informaciones sobre las prácticas de hechicería de que parecía ser víctima, no había ocultado ninguno de mis descubrimientos.
– ¿Por qué ha venido a verme, Surey? -pregunté, desconcertado por las sospechas que el agente albergaba contra Hardens.
– Porque estoy seguro de que «omitió» algo en sus informes, Tewp. ¿Por qué iba a ocupar la habitación 434 del Harnett con esa buena señora, ese chiquillo y los dos hindúes? Tengo que saber lo que ha descubierto sobre ella y lo que oculta… Dígame, ¿en qué historia se ha embarcado?
Después de todo, si quería saber más, ¿por qué ocultarle lo que me había ocurrido? Le hice un relato detallado de los acontecimientos, desde mi desvanecimiento en el fumadero de opio hasta el descubrimiento de Khamurjee víctima de la mordedura de una serpiente en el cuarto de baño de Keller.
Surey soltó una risotada sarcástica.
– ¡He sido un completo imbécil! ¡Soy yo el que está chiflado! Lamento mucho haberle molestado, amigo mío. Si cree de veras que esta chica le ha hechizado, es que realmente merece su puesto en el equipo fantoche de Gillespie. Le ruego que me excuse, me voy. Le dejo delirar a gusto…