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Quise retenerle por la manga, pero estaba agotado. Mi brazo apenas se movió.

– ¿Por qué… por qué piensa que se trama algo contra el rey en Calcuta, cuando Bengala no figura en la lista de las provincias que debe visitar? -articulé de todos modos en un susurro apenas audible.

Mientras recuperaba su bastón y se encasquetaba el sombrero en su cabeza herida, Surey me dirigió una mirada burlona.

– Le hubiera respondido a esta pregunta si hubiera mantenido un discurso racional -dijo-. Comprenda que no puedo comunicar un secreto de Estado a un loco. Por cierto, Tewp, ¿es usted galés?

– No. Nací en Brighton. Hubiera podido leerlo en mi informe. ¿Por qué me lo pregunta?

– ¿No lo sabía? Tewp quiere decir «imbécil» en el dialecto del País de Gales. ¡No se ofenda, amigo, pero considero que le sienta de maravilla!

Era como un cielo tormentoso. Colores extraños, muy vivos, muy luminosos. Una tempestad roja, amarilla y azul con brillos de laca, rayada por fulgores eléctricos. Un tornado de pesadilla, tan ensordecedor como una salva de obuses, tan largo como una misa de difuntos.

Cuando me desperté, comprendí que ya no estaba en mi celda. Tampoco estaba tendido sobre un jergón, sino que yacía sobre una cama blanca. La ventana ya no estaba asegurada con barrotes y un olor a cloro flotaba en el ambiente. Me apoyé sobre los codos para examinar el lugar, pero al verme se dieron cuenta de que había despertado y se acercaron. Era el capitán médico Nicol. Llevaba una blusa y un estetoscopio le colgaba del cuello.

– El guardia le encontró inconsciente en su celda. Lo lamento, pero ya no hay forma de escapar del hospital, amigo…

– ¿Desde cuándo estoy aquí?

– Hace unas dos horas. Le practicamos una perfusión inmediatamente para rehidratarle. Estaba seco como un cartón.

– Esta noche -conseguí murmurar-, esta noche tengo que volver a prisión.

Nicol me dedicó una mueca desdeñosa.

– A partir de ahora, no abandonará esta habitación. En primer lugar porque no es capaz de hacerlo, y además, porque hay un guardia apostado ante la puerta. Ya que parece gustarle tanto, le diré que sigue arrestado; pero arrestado en un lugar apropiado para su estado…

– Capitán Nicol -dije, tratando de retirar de mi brazo la larga aguja por la que se deslizaba el suero-, fue usted quien me envió a ver a madame de Réault. Ella sabe cómo curarme. Pero necesito mi libertad. Esta noche. ¡Es imperativo!

– Puedo autorizar que madame de Réault le visite aquí. Incluso puedo ordenar que la avisen ahora mismo. Y no me opondré a su tratamiento si por fortuna tiene uno. En la situación en que se encuentra, yo ya no puedo hacer nada más por usted, excepto prohibirle que ronde por ahí. Esto no haría más que agravar su caso. ¿Tiene dolores? ¿Quiere una inyección de droga?

Sí, tenía dolores. Terribles. Pero rechacé la morfina. No quería caer en la inconsciencia y perder la oportunidad de reunirme con Darpán en casa de Swamy en cuanto se presentara la ocasión. Porque yo ya estaba resuelto a saltarme las prohibiciones de Nicol y a franquear los obstáculos que se levantaban ante mí. Después de todo, si había conseguido entrar en la habitación de una espía perteneciente a la élite de los servicios secretos alemanes, salir de un hospital británico debía de ser una tarea a mi alcance.

Nicol reajustó la aguja de perfusión en mi brazo, me dio unos comprimidos para la fiebre y prometió volver a verme dentro de una hora. En cuanto se marchó, me levanté y quise salir de la habitación, pero había un policía militar apostado ante la puerta.

– Lo lamento, teniente, pero tiene prohibido abandonar la habitación. Dispone de todas las comodidades necesarias, y si quiere llamar a una enfermera, hay un timbre en la cabecera de su cama.

El tipo tenía una envergadura más que considerable. Incluso en condiciones normales, sólo hubiera podido derribarle con las manos desnudas al precio de violentos esfuerzos. Debilitado como estaba, esa opción ni siquiera podía plantearse. Entré de nuevo, abrí la ventana y me incliné hacia fuera para constatar que la habitación estaba situada en un tercer piso y daba a la fachada del edificio: la posición menos discreta que pudiera imaginarse para una evasión. Refunfuñando y cojeando, verifiqué luego si al menos habían colocado mis ropas en el colgador. El mueble estaba vacío. Sin ropa, sin zapatos, cualquier intento de huida estaba condenado al fracaso. Necesitaba a Swamy. Sólo él podía procurarme el único objeto capaz de impresionar a un Red Cap: ¡el uniforme de uno de sus oficiales superiores! Vestido con ese atuendo, sólo tendría que esperar al cambio de guardia y salir luego de la habitación como si hubiera venido a interrogar al enfermo. Esperé, pues, conteniendo mi impaciencia, a que Nicol me visitara y le rogué que me enviara al caporal, que acogió la exposición de mi proyecto con una mueca de desagrado.

– ¿Cómo podría encontrar un uniforme de oficial de la policía militar, mi teniente?

– ¡Pues en la tintorería, claro está! -repliqué muy orgulloso de mí mismo.

Swamy refunfuñó, pero admitió que mi idea no era tan mala.

– ¡Habrá que negociar duro con el maestro tintorero, pero haré todo cuanto pueda!

Una hora más tarde volvía, todo sonrisas, con una bolsa en la mano.

– Traigo ropa y efectos personales para el teniente -oí que anunciaba al guardia que seguía plantado ante la puerta.

– He conseguido procurarme lo que me pedía, mi teniente. Pero hay un problema…

– ¿Cuál, Swamy?

– La graduación, mi teniente. ¡Sólo he encontrado un uniforme de coronel!

Llevar un uniforme que no fuera del propio regimiento suponía cometer una grave infracción del código militar, pero usurpar un rango lo era aún más.

– ¡Bah! -solté con fatalismo-. Estaba dispuesto a ser comandante o capitán. De modo que ¿por qué no coronel?

– Resulta usted muy joven para este rango, teniente -se alarmó Swamy.

Rechacé la objeción con un gesto displicente. Mis rasgos tensos me envejecían enormemente, y además no tenía otra elección. Si quería ser fiel a la cita con Darpán, debía actuar con decisión y rapidez. «No dudar, éste es el secreto», había dicho Garance de Réault justo después de haber abierto fuego sobre la serpiente. Era un buen consejo.

Hablamos de Khamurjee mientras Swamy me ayudaba a colocarme el uniforme con bocamangas rojas.

– Ha dormido hasta media mañana y ha vuelto a hablar. Cuando me fui para el servicio, Lajwanti le estaba dando de comer.

Creo que los brahmanes realmente le han salvado la vida. ¡Que los dioses sean alabados!

– ¿Dónde dice que fue a buscar a esta gente, Swamy?

– Madame de Réault me pidió que la condujera al templo de Kalighat Road. Es un monumento religioso sin sacerdotes. Allí sólo se instalan religiosos errantes que acometen su función por períodos a veces muy cortos. Cuando un brahmán llega, el que ocupaba el lugar vuelve a su vagabundeo. Es el único templo de este tipo en Calcuta.

– ¿A qué dios está consagrado?

– Está consagrado a una diosa: ¡Durga! -me dijo Swamy a media voz, como si temiera pronunciar este nombre.

Durga, la diosa de la muerte. ¡Así pues, los sacerdotes que habían salvado a Khamurjee y se proponían dejar sin efecto el hechizo que me corroía el cuerpo servían a un culto diabólico! No podía creerlo. Pero no era momento para perplejidades. Me embutí en el uniforme sin pérdida de tiempo y envié a Swamy a patrullar por el pasillo para que me advirtiera del cambio de guardia. Un minuto después de la llegada del nuevo Red Cap, adopté un aire severo, salí de la habitación y cerré la puerta de golpe a mi espalda. A la vista de mis galones, el soldado tensó la nuca y se puso firme. Pasé sin dirigirle una sola mirada, bajé los tres pisos con toda la calma del mundo y me encontré con Swamy en el exterior. Como aún estaba privado de mis papeles, abandonamos el cuartel por nuestro agujero del enrejado. El viejo Bedford, bautizado ahora por Swamy con el dulce nombre de Daisy, nos esperaba al otro lado del foso. En unos minutos estuvimos de vuelta en casa del caporal.