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Ya era noche cerrada cuando nos encontramos con Darpán y Ananda en casa de Swamy. Madame de Réault también estaba allí. Quise tomarme un minuto para visitar a Khamurjee, pero Darpán me cerró el paso hacia la habitación del chiquillo.

– Está bien. Y lo que vamos a hacer nos ocupará toda la noche. Venga, Tewp. Verá al niño más tarde. Está todo dispuesto. Ahora tenemos que irnos.

De camino, planteé algunas preguntas que quedaron sin respuesta. Darpán no quiso decirme nada sobre lo que se suponía que íbamos a hacer.

– Cuanto más sepa ahora, más se limitarán sus oportunidades de cura. Si sale bien de ésta y mañana aún siente curiosidad, le responderé lo mejor que pueda -me explicó.

Madame de Réault, que, a pesar del ronquido del motor, había oído las palabras de Darpán, me dirigió una mirada llena de ternura, casi maternal.

Darpán indicó a Swamy una carretera rural que salía de la ciudad y discurría a lo largo del río. Con su frente enturbantada asomando apenas por encima del volante, el caporal conducía rápido y con eficacia. En menos de una hora y sobre una pista en mal estado, recorrimos treinta millas largas desde el centro de Calcuta. Darpán le ordenó detenerse entonces en el arcén y nos pidió que bajáramos. Yo estaba agotado. Las emociones del día combinadas con las dosis de morfina y la anemia que me consumía me habían dejado sin fuerzas. Swamy y Ananda tuvieron que sostenerme para que pudiera seguir al brahmán Bon Po, que avanzaba por un prado de hierbas altas que azotaba con una vara para hacer huir a las serpientes. Sólo he conservado un recuerdo vago de aquel paisaje. Recuerdo un cielo negro, sin estrellas ni luna. El grito de un pájaro resonando de pronto en las ramas de un árbol aislado, y una enorme y profunda línea de bambús que atravesamos por un sendero estrecho hasta llegar a un río de aguas burbujeantes.

– Ya casi hemos llegado -dijo Darpán, indicando con un gesto a los otros que me dejaran en el suelo-. Oficial Tewp, ¿seguimos de acuerdo sobre el precio que nos pagará por curarle?

– Trescientas libras inglesas, Darpán. No lo he olvidado -dije tratando desesperadamente de hacer llegar el aire a mis pulmones-. Trescientas libras e incluso más si detiene realmente la progresión de esta enfermedad.

Nunca me había sentido tan mal como en ese momento. Los efectos de la última inyección de opiáceos habían desaparecido hacía tiempo y las escaras me causaban unos dolores intolerables.

Además, ahora adivinaba que la «lepra Keller», como yo la denominaba, empezaba a actuar sobre mis órganos internos.

– Trescientas libras bastarán -continuó Darpán- A condición de que nos proporcione asimismo las informaciones que posee sobre la mujer que le ha hecho esto. Todas las informaciones.

Escupiendo una bilis mezclada con sangre y un humor amargo, prometí todo lo que el hombre del turbante negro me propuso sin hacer preguntas. De rodillas sobre el suelo blando de la orilla, hundiéndome en una especie de vacío, ya no estaba en condiciones de rechazar nada a quien se proponía ayudarme.

– Bien -aprobó Darpán pasando su mano por mis cabellos empapados de sudor-. Entonces, empezemos…

OPUS NEFAS

Parecía un gigantesco lomo de animal aflorando en medio de las aguas, pero no era más que una inmensa roca lisa, una enorme piedra de basalto, negra, reluciente, pulida desde hacía miles de años por la erosión líquida. Darpán me había llevado a la espalda hasta ella, solo, sin solicitar la ayuda de Swamy o de Ananda, saltando de roca en roca por un vado estrecho y peligroso que permitía, si se conocía su geografía, alcanzar casi sin mojarse la isla rocosa que se alargaba en forma de almendra en el centro del río espumeante. La noche era opaca y el firmamento, cargado de sombras, parecía muerto. Se necesitaban unos ojos de gato como los de Darpán para ver algo en aquella oscuridad. El brahmán me depositó en el suelo y empezó a desabrocharme el uniforme. Yo no tenía fuerzas para resistirme a este despojamiento humillante. Con todo, el viento de la noche deslizándose sobre mi piel, acariciando mi dermis purulenta, me hizo bien. Mientras Darpán doblaba mis ropas, oí unos pasos tras de mí. Eran de Ananda, seguido de Swamy y madame de Réault, que parecía haber franqueado el río con tanta facilidad como los hombres. El Bon Po sacó unos cuantos objetos de una bolsa que había traído consigo y los depositó a mi lado. Reconocí la caja de sombreros que contenía el cráneo de niño que Keller había adquirido a orillas del Hoogly, ese vult del que partía mi mal, y frasquitos de vidrio en los que reposaban aceites coloreados y un puñado de guijarros blancos que resonaron con un ruido mate al rodar al suelo. Darpán volvió hacia mí para retirarme los vendajes. Las llagas, en carne viva, volvieron a sangrar. El brahmán las estudió atentamente.

– Madame de Réault me ha dicho que usted no practica ningún rito religioso en particular. ¿Es cierto?

– Pertenezco a la Iglesia anglicana y soy de origen protestante, pero hace años que no voy al templo -murmuré entre dientes.

– ¿Diría, pues, oficial Tewp, que es usted un racionalista?

– ¿Me pregunta si suscribo la visión de un universo del que todo sentido estaría ausente?

Darpán esbozó un «sí» silencioso con la cabeza.

– No. No creo que el universo esté vacío de sentido…

– Entonces esto explica la rapidez con la que este mal le consume. Usted forma parte de esas gentes, muy numerosas y frágiles, que poseen el defecto de la honestidad espiritual. Hace una cuestión de honor del dudar de todo sin hundirse por ello en la ceguera del nihilismo. Eso es bueno. Pero, paradójicamente, esa falta de convicciones le convierte en un ser abandonado a toda clase de influencias. Ninguna barrera le protege. Ésa es la razón por la que a esa mujer le ha sido tan fácil atraparle.

Yo no comprendía qué quería decir Darpán, ni por qué consideraba conveniente hablarme en estos momentos. Tal vez fuera una manera de crear un clima de confianza, de ayudarme a borrar mis miedos. Porque, efectivamente, tenía miedo. Miedo de esta noche profunda, miedo de esta naturaleza que me rodeaba, miedo de estas aguas furiosas que sentía correr en torno a mí y de su espantosa fuerza, miedo, finalmente, de esta extraña enfermedad de la que sólo los sacerdotes de una religión que yo no practicaba se afirmaban capaces de librarme.

– Tiéndase en la dirección de la corriente, teniente. Y cierre los ojos.

Me instalé dócilmente, con la cabeza vuelta río arriba y el cuerpo paralelo al curso del río, mientras Ananda encendía y colocaba cerca de mí algunas lámparas, cuyas llamas temblaban tras las paredes de vidrio esmerilado. Con los ojos cerrados, oí cómo se desplazaba junto a mí y luego sentí que alineaba unos objetos redondos y fríos sobre mi cuerpo. El frescor del contacto me hizo abrir los párpados un instante. Ananda estaba inclinado sobre mí, muy concentrado. Desde mi garganta a mi vientre, ordenaba los guijarros blancos, formando una línea perfecta, sobre puntos que escogía con extrema meticulosidad.

– Ananda coloca centinelas sobre las puertas de su cuerpo, teniente. Nada que deba preocuparle. Puede volver a cerrar los ojos -dijo Darpán, que, con los brazos cruzados, supervisaba el trabajo de su aprendiz.

Obedecí, un poco a disgusto. Luego Ananda esparció en torno a mis ojos cerrados una especie de pasta fría que me provocó un estremecimiento.

– Sólo es barro mezclado con hierbas, oficial Tewp. Se secará muy rápido y le evitará el esfuerzo de contraer los músculos para mantener los párpados cerrados.