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– No. Creo que le comprendo, capitán.

– ¿Lo cree? Lo celebro, porque odio repetirme. Ahora le presentaré a los asistentes Mog y Edmonds. Trabajará con ellos, y dado que usted tiene un rango superior, se encontrarán en parte bajo sus órdenes. Creo conveniente advertirle de que están al corriente de su llegada y de que no parece que esto les haya agradado demasiado. Por mi parte, estimo natural su reacción. Deberá ganarse el respeto de sus subordinados y ésta será una parte importante de su buena implantación entre nosotros. ¿Le ha hablado el coronel Hardens del personaje que ocupa nuestros pensamientos en este momento?

– Chandra Bose, mi capitán -dije bajando inconscientemente el tono, como si en las paredes afloraran por todas partes orejas indiscretas, pendientes de nuestra conversación.

– Bose, sí… Todo un personaje… Un tipo inteligente. Muy inteligente, sin duda. Sabe lo que quiere y no teme hacerse detestar.

¡No le predigo una muerte de patriarca, eso está bien claro! Pero aún no hemos llegado a este punto… Algunos de nuestros colegas le vigilan de forma muy especial pero, por el momento, no considero útil que conozca su identidad. Operan a cubierto, sabe…

– Desde luego -dije tratando de adoptar el tono de un perro viejo del Servicio de Inteligencia, aunque en cierto modo ofendido por esa falta de confianza.

– Aquí no nos ocupamos directamente de Bose, sino de las personas de su entorno. Y entre ellas, voy a asignarle un caso periférico pero tal vez bastante interesante… Creo que Hardens ya le ha informado de que algunos extranjeros rondan en torno a él…

– En efecto, mi capitán. Mencionó a una griega y un italiano.

– Sí. Disponemos de expedientes bien nutridos sobre ellos. Incompletos, es cierto, pero sabemos más o menos de dónde obtienen sus recursos y cuáles son sus ocupaciones. La griega es una exaltada y el italiano está medio senil. No hay mucho que temer por este lado. Sin embargo, una figura nueva acaba de hacer su aparición. Se trata de una austríaca. Una mujer joven que, por lo que dicen, habla un inglés con un marcadísimo acento americano, lo que resulta curioso. Y también tiene un nombre peculiar… Todo lo que sabemos de ella por el momento se encuentra en este expediente…

Gillespie extrajo de un cajón de su escritorio una delgada carpeta de cartón, la deslizó ante mí y me animó con un gesto a cogerla. La abrí y hojeé las pocas páginas que contenía. Reconocí unos formularios de entrega de visado y de permiso de residencia temporal y una ficha de entrada en el territorio con fecha del 25 de agosto anterior. Esa joven había llegado a Calcuta apenas un mes antes que yo…

– Ostara Keller -recitó Gillespie mientras yo recorría el expediente con la mirada-. Nativa de Graz, en la Estiria austríaca, veintitrés años, periodista fotógrafa en Der Angriff, un periódico lanzado con un gran despliegue de medios por Goebbels hace nueve años que sería el equivalente del Times si su comité de dirección y una buena parte de sus redactores no poseyeran el carné del Partido Nacionalsocialista… Aún no sabemos si éste es asimismo el caso de la señorita Keller. Cabe suponer que sí, aunque no sea de nacionalidad alemana. ¡Después de todo, el tío Adolf es austríaco también y eso no le impide hacerse elegir por los Krauts! Sea como fuere, todos los papeles de la chica están en regla. Se aloja en el hotel Harnett y, desde su llegada, se ve con Bose con cierta regularidad, más o menos una vez por semana. Oficialmente realiza una serie de entrevistas con él. Lo hemos verificado, y, en efecto, Der Angriff publica actualmente crónicas consagradas a la India y a los principales personajes políticos nativos firmadas por ella. Pero sus artículos son cortos y no le deben ocupar todo su tiempo. ¿Qué hace aparte de eso? ¡Misterio! ¡Y esto es lo que usted va a descubrir, Tewp! Nos informará de ello, porque quiero que siga a esta joven. Día y noche. No la suelte antes de saber qué ha venido a hacer aquí en realidad. Sin excluir la posibilidad de que sea una simple periodista, evidentemente. ¿Algún comentario al respecto?

Así, por sorpresa, no me vino a la cabeza ninguna pregunta, y balbuceé un «no» indeciso que hizo que Gillespie me dirigiera una mirada torva en la que podía leerse una evidente desconfianza en la efectividad de mis capacidades profesionales. De todos modos, el capitán se esforzó en adoptar un aire tranquilizador.

– Bien. En este caso puede empezar por instalarse al abrigo de este biombo para estudiar el expediente con calma. Hay un despacho que le espera. En adelante, ésta será su casa. Celebraremos una reunión conjunta en cuanto lleguen Edmonds y Mog.

Me di la vuelta. En el rincón opuesto al que ocupaba Gillespie, distinguí un viejo biombo de laca negra adornado con unas figuras de vago estilo japonés esbozadas con trazos de oro. Detrás de él encontré una mesa de hierro con la superficie alabeada, una silla rudimentaria y un archivador de cortina cubierto de polvo. Me instalé y limpié por encima la mesa y la silla, pero tuve que batallar un buen rato para abrir el archivador, visiblemente deformado. Recogí de su interior un puñado de hojas de papel amarillentas, despejé con la mano la borra que se había acumulado en los compartimentos, y, una vez hecha la limpieza, concentré mi atención en el estudio del caso Keller.

Como me había advertido Gillespie, los datos que poseíamos sobre la mujer en cuestión eran escasos y consistían esencialmente en copias de documentos administrativos procedentes de los servicios de inmigración. Releí, esta vez atentamente, su ficha de entrada en el territorio: Ostara Keller, austríaca, nacida el 25 de octubre de 1913 del matrimonio formado por Althus Keller y Sabrina, nacida Ginter. Profesión: reportera fotográfica, 5 pies, 7 pulgadas [1], cabellos rubios, ojos verdes. Señales particulares: ninguna. Garante de moralidad: señor Von Salzmann, cónsul de Alemania en Calcuta… Sólo había una telefotografía Belin de mala calidad para ilustrar la descripción, una foto oscura, terriblemente borrosa, que no permitía hacerme una idea de la persona de la que iba a ocuparme. Aquello me disgustó, porque siempre he pensado que el físico dice mucho de una personalidad. Su forma de andar, el timbre de su voz, el porte de la cabeza, el modo de peinarse… Eso era lo que quería saber de Keller, más que su fecha de nacimiento o el nombre de sus padres. Había llegado a este punto en mis reflexiones cuando aparecieron Francis Edmonds y Marcus Mog, que no me causaron, de entrada, mejor impresión que Gillespie.

Edmonds era un coloso grueso y pesado que se movía despacio. Se le oía jadear continuamente, porque mantenía siempre la boca abierta para dar un máximo de aire a su gran cuerpo forrado de grasa. A su lado, Mog parecía tan delgado como una hoja de papel. Y también su piel tenía el color del papel. Yo no sabía si la preservaba deliberadamente de toda exposición al sol o si esta peculiaridad se debía a alguna deficiencia; pero lo cierto era que le daba un aire de cadáver francamente penoso. Después de unas presentaciones reducidas a su más simple expresión, los tres cogimos una silla y nos sentamos en torno al escritorio del capitán, que inició sin más ceremonias un nuevo briefing.

– Señores, no perderé el tiempo en preámbulos. Dado que el coronel Hardens ha expresado claramente ese deseo, usted, teniente Tewp, asumirá en parte las riendas del expediente Keller. Mog y Edmonds le asistirán sobre el terreno. Su primera tarea consistirá en seguir a esta joven durante los próximos días. Luego seleccionaremos las informaciones que haya recogido y a continuación reflexionaremos sobre el modo de proceder según el resultado de la pesca. No tengo consignas particulares que darle, porque no creo que esta operación nos reserve ninguna sorpresa desagradable… Ahora le toca a usted decidir. Díganos cómo piensa enfocar el asunto…

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[1] Aproximadamente 1,70 m. En atención al sabor histórico y local del relato, se mantienen las unidades de medida del original, sin convertirlas a métricas. Salvo indicación contraria, todas las notas son del traductor.