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«Su alma perecerá para siempre…» Esta frase se me había quedado grabada en la mente. Madame de Réault también había oído las palabras del brahmán.

– Niños dalits que desaparecen… No sería la primera vez. Pero habitualmente nadie se preocupa por eso. Ni siquiera los Bon Po. ¿Por qué está tan interesado en este asunto, Darpán?

El brahmán no había querido responder a la francesa; sólo se había limitado a esbozar una sonrisa enigmática. Una sonrisa en la que podían leerse un sinfín de hipotéticas razones, pero que sin duda no quería revelar nada sobre los auténticos misterios que se ocultaban tras ella. Yo me había pasado el día recopilando mis recuerdos sobre Keller y tratando de formar con ellos un todo coherente. Las nuevas revelaciones de Darpán no hacían sino añadir confusión a un cuadro ya de por sí oscuro. En primer lugar, teníamos a una mujer muy joven cuya pretendida cobertura de periodista ocultaba manifiestas actividades de espionaje. Por sí sola, esta simple constatación hubiera bastado para expulsarla del subcontinente, si no para enviarla a prisión. Pero esta primera capa de barniz ocultaba una paleta de talentos de otro tipo. Y ya no se trataba de espionaje, sino de actividades radicalmente diferentes, de talentos abyectos, malsanos y absolutamente sobrenaturales…

Ahora Surey vigilaba a Keller. Debía volver a verle, mantener una conversación con él, para convencerle de que yo no estaba tan loco como pensaba. Pero ¿dónde estaba? ¿Y cómo podría ponerme en contacto con él mientras aún seguía prisionero en este hospital? Esta ridícula situación no podía prolongarse. Era preciso que recuperara, a cualquier precio, mi libertad en el plazo más breve posible. Traté de arrancar alguna información sobre mi suerte a los soldados apostados en la puerta, pero fue en vano. Como nadie parecía capaz de darme una respuesta, me enfurecí y exigí una entrevista inmediata con el oficial que había venido a interrogarme el primer día de mi encarcelamiento. Al final, mi petición, expresada a gritos, surtió efecto, y el pobre tipo, arrancado seguramente de forma intempestiva de alguna tarea administrativa, corrió a presentarse en mi habitación. Sí, mi expediente se trataba con la celeridad y la competencia requeridas; no, no me habían olvidado, y sí, finalmente, era cierto que mi salida dependía de la firma del coronel Hardens, mi superior, que por desgracia se encontraba de viaje aún por unos días. Sin embargo, no tenía ninguna razón para inquietarme: la investigación se inclinaba, de todos modos, en mi favor, ya que el asistente Edmonds tenía una reputación ganada a pulso de jugador y bebedor y era conocido por sus crisis de violencia y por su carácter fácilmente irritable. Todo aquello estaba muy bien, pero no influía en que el tiempo pasara más deprisa.

Pasó otra noche, y otra, y otra más, y sólo el capitán Nicol me mantenía informado de lo que pasaba en el exterior.

– Aproveche el tiempo que le queda de pudrirse aquí para recuperarse por completo. Sus llagas ya no sangran y se están secando, pero esta historia le ha hecho perder peso. Y ya no andaba sobrado de carnes, Tewp. De modo que piense en ganar un poco de corpulencia. Aún es joven. Su cuerpo sólo pide eso. Y además, las mujeres prefieren a los deportistas más que a los flacuchos de su estilo, sabe…

Este comentario había hecho que me encogiera de hombros. Las mujeres… Nunca me habían interesado realmente. Yo era sensible a la belleza de algunas de ellas, desde luego, sensible a su encanto; pero hasta ahí se limitaba mi interés. Nunca había sentido realmente necesidad de compañía. Ni siquiera había pensado nunca en casarme, ni como una necesidad, ni tampoco como un deber o un placer. No podía imaginarme de ningún modo teniendo a una compañera a mi lado. Lo hubiera calificado de indecente.

– Me importa un pimiento gustar o no a las mujeres, capitán -repliqué con cierto malhumor.

– ¡Vaya! ¿Y para qué vivir, entonces?

¿Para qué vivir? Nunca se me había pasado esta pregunta por la cabeza. La vida sencillamente estaba ahí. No era ni un regalo ni una maldición. Había que tomarla como venía y no perder el tiempo tratando de penetrar el misterio. Esa era toda mi sabiduría.

– Mala pregunta esa que me plantea, doctor… ¿Para qué vivir? No lo sé. Creo que no hay ninguna respuesta.

– Pues yo pienso que es, al contrario, una de las mejores preguntas que puedan imaginarse. Las únicas preguntas que valen la pena son las que no tienen respuesta, ¿no le parece?

– Metafísica de barra de bar, capitán. Nuestra conversación no va más allá de eso.

Nicol había sonreído.

– Tal vez mis palabras sean las de un hombre un poco senil, se lo concedo, pero en todo caso veo que su tensión se recupera a toda marcha…

Por descontado, también Swamy me visitaba de forma regular. Yo le había pedido que tratara de encontrar a Surey.

– ¿El tipo al que arrojamos a la lavandería? ¿Era realmente uno de sus colegas, mi teniente?

– De Delhi, sí. Ahora es él quien se ocupa de vigilar a Keller. Me toma por un simplón, pero me dio la sensación de que recababa mi ayuda. No sé dónde podrá ponerse en contacto con él.

– Si aún va tras esa mala mujer, debe rondar por el Harnett. Lo encontraré, mi teniente.

A pesar de todos sus esfuerzos, las investigaciones de Swamy no dieron fruto. Durante tres días trató de localizarle, pero nadie parecía haber visto al hombre de Delhi. Lo único que sabíamos con seguridad era que Keller seguía en su habitación de hotel. Aparentemente, haber encontrado a su serpiente hecha trizas por una salva de balas en su cuarto de baño no la había impresionado en exceso. Una rareza más que añadir a su cuenta. Finalmente, cuatro días después de que Darpán me hubiera llevado al río, el coronel Hardens volvió de Delhi. Una de las primeras tareas a las que se consagró fue la de firmar el levantamiento de mi arresto. Los Red Caps dejaron de echar raíces ante mi puerta y Nicol me sometió a un último examen médico antes de autorizarme a abandonar el hospital.

– Su piel se ha convertido casi en la de un bebé, Tewp, ha tenido suerte. Cuando vi lo que le ocurría, no le daba ni quince días. Es un milagro.

– Gracias a usted, capitán. Sólo gracias a usted. Fue usted quien me puso en contacto con las personas adecuadas. Si no fuera por su espíritu abierto, creo que a estas alturas ya estaría muerto y enterrado. Le debo mucho. Nunca lo olvidaré.

Sensible como una venerable anciana, Nicol aplastó una lágrima que le asomaba en el rabillo del ojo.

– Vuelva de vez en cuando, Tewp. Si le apetece, claro está…

Prometí que volvería a menudo. El viejo solitario había sido el primer rostro británico que se había mostrado realmente simpático conmigo desde mi llegada a las Indias. Y era realmente él, con ese aire de estar un poco en Babia, quien me había salvado la vida. No tenía intención de mostrarme ingrato. En admisión recuperé los efectos personales que había tenido que dejar a mi entrada en prisión. Ya vestido normalmente, con cinturón, corbata y cordones en los zapatos, recuperé parte de mi orgullo perdido. También me devolvieron mi arma de servicio, el pesado Webley de seis tiros con el que había estado a punto de matar a Edmonds.

– El coronel Hardens le espera en su despacho -me habían avisado mientras firmaba los últimos documentos administrativos que me convertían de nuevo en un hombre libre.

Caminando a plena luz por primera vez desde hacía diez días, me dirigí a los Grandes Apartamentos. En los jardines percibí que el tiempo había refrescado sutilmente, señal inequívoca de que acabábamos de franquear el vado que separa el verano del otoño. El reencuentro con Hardens fue breve, casi frío. Ese día el coronel no estaba de humor para cortesías.