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– Hay cosas particularmente desagradables connaturales al cargo que desempeño, teniente. Una de ellas es tener que hacer de policía entre dos de mi subordinados. Me he enterado de lo que le ha ocurrido durante mi ausencia. He leído los informes y he visto a Edmonds, que admite que cometió un error. Le conozco un poco. No es un mal tipo, pero es cierto que bebe demasiado. Los cargos que pesan contra usted le han sido levantados. No tengo tiempo para permitirme un proceso en corte marcial por usted, Tewp. De modo que, si se aviene a ello, haremos borrón y cuenta nueva y nos olvidaremos de este lamentable incidente. Evidentemente, no trabajará más con Edmonds, Mog y Gillespie. ¿Le parece bien?

Sí, me parecía bien. Como es natural, no se lo confesé a Hardens, pero nunca me habían gustado aquellos individuos. Y sabía que el sentimiento era mutuo.

– Como desee, mi coronel. ¿Puedo preguntar en qué consistirán mis nuevas funciones?

Hardens carraspeó.

– Estoy pensando en algo especial para usted, una misión puntual que a mi entender encaja con sus capacidades. Pero no será hasta la semana próxima. Volveré a hablarle de esto. Hasta entonces… Me han dicho que ha estado enfermo. Hospital y tratamiento de caballo, ¿eh? Para acabar de recuperarse, le concedo un permiso de tres o cuatro días. Y no haga tonterías, porque luego volverá a tener un empleo del tiempo bien cargado. ¡Vamos, Tewp, vuelva a su cuchitril y háganos el favor de no volver a meterse en líos!

Con evidente satisfacción de que el triste incidente que me había enfrentado a Edmonds acabara de este modo, volví a mis reales sin hacer más comentarios. Puse un poco de orden en mis asuntos y luego decidí ir a la ciudad para visitar a madame de Réault. La encontré en casa de sus amigos, creo que feliz por verme restablecido. Fuimos a caminar por un parque, no muy lejos de su domicilio. Yo no me atrevía a confesárselo, pero me devoraba la curiosidad por lo que me había ocurrido. Tenía mil preguntas que hacerle sobre sus conocimientos de las prácticas de hechicería, sobre el modo como había conocido a Darpán y sobre la identidad precisa de esos monjes Bon Po, poseedores de unos saberes por los que parecía sentir una admiración infinita. Por fin, después de algunos minutos de conversación banal, me atreví a mencionar estos temas.

– Quiere saber qué le ha ocurrido, Tewp… Es normal. Pero no se enfade si le prevengo de que en el fondo sé tan poco como usted. De hecho, lo único que me diferencia de la mayoría de los occidentales es que no concedo ningún crédito a la fe cristiana y no la tomo más que por lo que es: una manipulación de gran envergadura que ha tenido éxito. Eso es todo.

– ¿No cree en la realidad de Jesucristo?

– Ni por un segundo. Si Cristo es un personaje tan hermoso de cuento de hadas, es porque no es más que una construcción de cabalistas. Mucha gente le hablaría mejor que yo sobre esto, gente que le desmontaría los mecanismos de esta invención. Pero esta falsedad de partida de la religión cristiana no es razón para creer que no se haya producido, en el curso de los siglos, una especie de condensación de esperanzas, sueños y sufrimientos generados por esta creencia. Crea una mentira con suficiente fuerza durante años, Tewp, y se convertirá en una realidad con tanta fuerza y efectividad como cualquier verdad original. Ésta es una de las bases de la magia.

– ¿La autopersuasión?

– Llámelo como quiera. Sí, la autopersuasión. Tal vez. Todo lo que subyace es un poco más que la simple suma de los elementos de que está compuesto. Los hombres. Los animales. Las plantas… las rocas también. E incluso el aire, los metales, el fuego y el agua. Todo esto vive. Todo esto sueña y actúa. En octavas diferentes. Pero en el fondo obedece a lo que los hindúes llaman dharma: las leyes intangibles del universo. No hablo de leyes físicas, sino de leyes de equilibrio, de evolución, de muerte y renacimiento. Los hindúes no parcelan el mundo. Sólo los monoteístas lo hacen.

– Pero… ¿y la brujería de Keller? ¿De dónde sacó este saber?

– Nadie aparte de ella podría decirlo, teniente Tewp, nadie. Pero lo que es seguro es que ha comprendido bien las leyes del dharma. Ha tenido buenos maestros. Y por eso Darpán la teme tanto.

De este modo habíamos llegado al punto que más me interesaba.

– Usted ya oyó sus palabras sobre los secuestros de niños. ¿Qué sabe de esta historia?

– No he vuelto a ver a Darpán desde la mañana en que le devolvimos del río. No he podido hablar con él. Pero, evidentemente, todo eso despertó mi curiosidad. Me paseé por los barrios bajos. Pregunté. Por respuesta sólo obtuve rumores, como corren a cientos por las esquinas de cualquier ciudad. ¿Qué puedo decirle? No lo sé…

Dejé a madame de Réault con el corazón un poco encogido, con la sensación frustrante de no haber avanzado ni una pulgada. La única forma de avanzar ahora era, sin duda, dar un puntapié en el hormiguero. Pero ¿tenía derecho a actuar de este modo? ¿Y por qué debería hacerlo? ¿Porque me lo habían ordenado? No. ¿Porque se lo debía a alguien? Tampoco… Entonces, ¿por qué? Porque todo esto me intrigaba. Porque me devoraba la curiosidad. Ése era el motivo. Desde hacía demasiado tiempo veía cómo se acumulaban ante mí las piezas de un rompecabezas incomprensible: una espía, una pareja de dacios, un oficial de Delhi, un hechizo, una aventurera francesa, dos sacerdotes exorcistas, un secreto de Estado, un rey que llegaba a las Indias, niños que desaparecían en los bajos fondos… Todo esto era demasiado inconexo para que significara algo preciso. Y sin embargo… Mi mente sentía que existía un vínculo, un elemento común que ligaba todas estas piezas. El Harnett no estaba lejos del domicilio de Réault. Fui hasta allí pensando que aunque Swamy no hubiera podido descubrir a Surey, éste me encontraría rápidamente si yo asomaba la nariz por las inmediaciones del hotel. Rondé durante un rato frente el establecimiento, aunque sin atreverme a entrar en él. No quería correr el riesgo de tropezarme con Keller. Mi voluntad estaba preparada para ello, pero una parte de mi ser se revelaba ante la idea de esta confrontación. Triste y confuso, volví al cuartel a la caída de la noche sin que Surey hubiera aparecido.

No puedo decir con certeza cómo se formó la idea. Probablemente fue durante mi sueño, ese tiempo favorable a los atajos mentales, a las contradicciones fecundas, a las paradojas productivas. Sea como fuere, el caso es que esa mañana me desperté con la percepción perfectamente clara de lo que tenía que hacer. Me arreglé en unos minutos y me lancé en busca de Habid Swamy. El regimiento al que pertenecía el caporal no era el más glorioso del ejército de las Indias. Al ser un simple cuerpo de ingenieros, los soldados que lo componían no estaban destinados a combatir en primera línea de fuego. Los hombres eran reclutados, no por sus cualidades guerreras, sino más bien por su habilidad en el manejo de martillos, hachas y destornilladores, y las tareas que les confiaban se reducían con frecuencia a simples trabajos de carpintería. Al cabo de numerosas idas y venidas de un edificio a otro, acabé por encontrar a Swamy un poco antes del mediodía, mientras vigilaba las operaciones de corte en el aserradero. El ruido de la hoja propulsada por una vieja máquina de vapor era ensordecedor, pero mucho menos difícil de soportar que las nubes de fino polvo de madera que hacía surgir por todos lados. Con el torso desnudo y un pañuelo anudado en torno a la nariz, en cuanto me vio Swamy me indicó con un gesto que saliera. Por la mueca un poco incómoda con que le obsequié, el caporal comprendió enseguida que una nueva excentricidad había germinado en mi mente, y aunque no supiera exactamente qué podía esperar, creo que aquello le divirtió, porque me sonrió mostrándome sus cascados dientes.