– ¿Tiene tiempo para acompañarme a un lugar de la ciudad, caporal? -le pregunté.
– ¡Cuando quiera y adonde quiera, mi teniente!
Tras recoger su polvorienta chaqueta del aserradero, Swamy volvió hacia mí blandiendo las llaves de Daisy, y luego montamos en el camión, que se encontraba aparcado no muy lejos, y nos dirigimos a la ciudad.
– ¿Adonde vamos, mi teniente?
– Thomson Mansion -respondí- El 284 de Durham Lane.
Concentrado en la conducción, mi chófer no hizo ningún comentario. Aunque sus ojos apenas asomaban por encima del volante, el caporal condujo a Daisy a una velocidad alarmante por las calles de Calcuta, atestadas a esta hora del día. Cuando el paso estaba obstruido por un amasijo demasiado compacto de peatones y carretas, hacía gemir el embrague y giraba a toda velocidad hacia alguna callejuela transversal sin preocuparse por los baches, las manchas de purines y los puestos de los vendedores ambulantes, cuyo contenido aplastaba sin escrúpulos. Swamy tardó sólo diez minutos en alcanzar el barrio de la residencia Thomson, cuando un conductor corriente hubiera necesitado tal vez una hora o tal vez más para completar el mismo trayecto. Aparcamos no muy lejos de la entrada principal del edificio, una casa larga de aspecto cuidado.
– ¿Y ahora, mi teniente? ¿Qué le interesa de este lugar, si me permite la pregunta?
Durante un momento permanecí en silencio, y luego le pregunté a mi vez:
– ¿Conoce esta casa?
El caporal sacudió negativamente la cabeza.
– Por lo que me han dicho, acoge temporalmente a un grupo de niños hindúes. Niños especialmente dotados. Aquí se evalúa su potencial antes de enviarlos a Europa, donde efectuarán estudios avanzados. En Berlín, para ser más precisos. Una pareja de mecenas sufraga todos los gastos. Los rumanos Dalibor y Laüme Galjero. ¿Ha oído hablar de ellos?
Swamy se obstinó en su mutismo, pero volvió a sacudir negativamente la cabeza para indicar que no conocía a estos personajes.
– Al parecer, una nueva promoción está en curso de selección. Me gustaría ver todo esto de más cerca. ¿Viene conmigo, Swamy?
Pero el caporal se arrellanó en su asiento y con una mueca me dio a entender que prefería quedarse en el camión. No insistí y me dirigí solo hacia la entrada de la institución. No tenía ningún plan preciso en la cabeza. De hecho no tenía ninguna autoridad para realizar ninguna clase de investigación en este lugar. Mi mente, sin embargo, había enlazado las palabras de Darpán sobre los supuestos secuestros de niños, la visita efectuada por Keller a los Galjero y la especie de internado que los rumanos mantenían en Calcuta: una guirnalda de hechos que encajaban demasiado bien unos en otros para que yo no me interesara más de cerca por ellos. Contando, pues, únicamente con mi uniforme para suplir la falta de mandato oficial, decidí alegar una investigación de rutina para tratar de visitar el lugar y de saber más sobre Thomson Mansion. La puerta principal estaba cerrada. Tiré de la empuñadura de la campanilla, que colgaba al alcance de la mano. Me abrió una quincuagenaria occidental vestida con una casulla azul. Tenía un rostro plano, enmarcado por una especie de velo del que sobresalían en desorden algunos cabellos grises, y llevaba los pies desnudos, calzados sólo con unas viejas sandalias de cuero desgastado de las que sobresalían unas uñas largas, sucias y amarillentas. Por su aspecto, parecía una hermana de una orden secular. Me presenté. El uniforme cumplió su función, ya que, con gran sorpresa por mi parte, no recibí ningún negativa, ninguna respuesta evasiva a mis preguntas. Sí, Thomson Mansion estaba financiada íntegramente por el matrimonio Galjero. Sí, en efecto, se trataba de una obra de caridad destinada a ayudar a familias hindúes con escasos medios a enviar a sus hijos a buenas escuelas en Europa; y sí también, podía visitar todos los edificios tanto como me placiera. La mujer hablaba inglés con un fuerte acento germánico. Le pregunté por su origen mientras me conducía por una avenida limpia y bien cuidada hacia el edificio principal, una vasta construcción de cuatro pisos recién enlucida.
– Soy de Ginebra -explicó- Allí me reclutaron el señor y la señora Galjero, como a casi todo el personal europeo de esta casa. Todos vinimos en una primera ocasión en 1933 para preparar la primera promoción, y actualmente acabamos de seleccionar a la segunda. En cuanto tengamos reunido a nuestro contingente, podremos partir de nuevo…
Me sorprendió el término que había empleado.
– ¡Contingente! -dije- Suena un poco militar, ¿no? ¿Con qué criterios seleccionan a estos niños?
– Con criterios de inteligencia, probidad y vitalidad. Pero no tenemos en cuenta las castas de las que han surgido. Ni su sexo. Debe saber, señor oficial, que aquí tratamos de formar a la élite de la India del mañana. Esta India que por fin se habrá desembarazado de las supersticiones y las tradiciones que la encadenan y le impiden todavía ser un gran país moderno que rechace a los ídolos y se abra al progreso de la ciencia. ¡Con estos niños educados en el culto de la igualdad de todos los hombres frente a la ley divina, no dudamos de que la batalla pronto estará ganada!
– ¡Sor Marietta está en lo cierto! La India es aún una tierra de misión, señor oficial. Una tierra de misión para la fe. ¡Pero también una tierra de misión para la razón!
Una voz de hombre había pronunciado estas últimas palabras detrás de mí. Sor Marietta dejó de hablar y se volvió, igual que yo. Sin que le hubiéramos oído deslizarse a nuestra espalda, un individuo de rostro alargado y lampiño nos observaba con benevolencia, con las manos castamente cruzadas ante sí.
– Mi nombre es Peter Talbot -dijo el hombre-. El responsable de Thomson Mansion tanto ante nuestros generosos mecenas como ante las autoridades de este país. ¿En qué puedo serle útil, oficial?
Sor Marietta me ahorró el trabajo de repetir mis explicaciones. En unas frases expuso a Talbot mis inventadas excusas para justificar mi presencia en la mansión. La debilidad evidente de la argumentación no pareció turbar al director, que puntuaba cada uno de los finales de frase de su subordinada con pequeños cacareos extáticos que no sabía si me recordaban a los de un pavo en su corral o a los de un débil de espíritu babeando en su celda. En todo caso, Talbot, que era también ciudadano suizo alemán, se apresuró a acceder sin reservas a todas mis demandas. Incluso hubiera jurado que la visita, largo tiempo esperada, de un oficial británico le llenaba de satisfacción.
– Es realmente deplorable tener que decirlo, oficial, sí, realmente deplorable, pero su gobierno no parece preocuparse como debiera por los niños de sus colonias. ¿Por qué debemos volvernos hacia los particulares cuando queremos hacer el bien en torno a nosotros? ¿No debería ser el Estado el que se ocupara de ello? ¿Qué piensa usted de eso?
Yo no pensaba nada. O mejor dicho, pensaba que este hombre tenía razón, evidentemente; pero no había venido a hablar de política. Se lo di a entender en los términos más diplomáticos que pude encontrar y luego pedí ver a los niños. Talbot me condujo al segundo piso de la gran casa recién enlucida y me mostró a una veintena, inclinados sobre sus pupitres de escolar. Un hombre, un hindú enturbantado, les daba clase escribiendo listas de vocabulario alemán en una pizarra. Tras efectuar una rápida barrida de la habitación con la mirada, calculé que la edad de los chiquillos debía de oscilar entre los siete y los quince años. Había más o menos tantos niños como niñas, y todos llevaban el estricto uniforme que había visto en la fotografía de la promoción precedente que Blair me había mostrado en los archivos. La actitud de los niños era de una seriedad y una atención impresionantes. Ni uno solo había levantado los ojos hacia nosotros cuando Talbot y yo habíamos entrado en su aula.