– Nuestra enseñanza se dirige esencialmente al aprendizaje de la lengua alemana. También tratamos de que estos niños pierdan las malas costumbres adquiridas del paganismo. Pero es una tarea, por desgracia, muy complicada, ya que el hinduismo es una amalgama de tradiciones que no descansan en ningún dogma fijo y que, por lo tanto, pueden integrar cualquier discurso rival…
El suizo siguió hablando de teología, pero yo ya no le escuchaba, sino que trataba de dilucidar un medio de plantearle, sin que no le resultara chocante, la única pregunta que me importaba. Después de algunas vacilaciones, por fin me decidí a interrumpirle:
– ¿Para cuándo está previsto el regreso de los niños de la primera promoción?
– Esto depende de los casos. Los primeros estarán de vuelta dentro de unos meses. Otros proseguirán su formación durante un año suplementario. Tal vez más. Todo está en función de sus resultados y de las ambiciones que manifiesten por sí mismos.
– Supongo, claro, que sabe cómo ponerse en contacto con cada uno de ellos.
Talbot no pareció entender adonde quería ir a parar. El brillo de incomprensión en su mirada me impulsó a precisar con crudeza mi pensamiento.
– Señor Talbot, desearía que me entregara la lista de estos niños y las direcciones de los establecimientos donde residen.
Aunque el suizo hizo algunos remilgos antes de dejarse convencer, apenas unos minutos después de haber presentado mi solicitud, me encontraba en posesión de una larga lista dactilografiada que contenía unas cuarenta identidades de niños bengalíes y precisaba la dirección y la profesión de sus padres, así como el nombre de los centros educativos que les acogían en Alemania. Doblé cuidadosamente el papel y me lo metí en el bolsillo mientras el director me acompañaba a la salida.
– Una última cosa, si me lo permite…
– Desde luego, oficial.
– ¿Cuáles son exactamente los criterios que rigen la selección de estos niños?
– Las condiciones han sido fijadas por el señor y la señora Galjero en persona, y debo decir que son bastante simples. En primer lugar, los niños deben proceder de medios modestos; incluso damos la preferencia a los huérfanos o a los pequeños que han sido recogidos por familiares lejanos después de la muerte de sus padres. Además es preciso que presenten destacables aptitudes intelectuales naturales. Poco importa que ya estén educados o no. Ante todo buscamos predisposición… Buscamos niños especialmente dotados. ¡Superdotados incluso! Esto es perentorio porque los preparamos para que se conviertan en los faros de la India del mañana. Finalmente, deben gozar de buena salud, porque no somos un dispensario. Hay otros establecimientos para esto, ¿comprende?
Le saludé con una inclinación de cabeza y me despedí cortes-mente para ir a reunirme con Swamy, que caminaba arriba y abajo por la acera fumando un horrible tabaco negro con el que se divertía escupiendo volutas de humo de una geometría muy discutible. El caporal aplastó su cigarrillo con el talón en cuanto me vio y volvió a ocupar su puesto al volante de Daisy sin despegar los labios. En el trayecto de vuelta, respetando la jerarquía, no me preguntó nada, aunque se retorcía en su asiento y lanzaba profundos suspiros dándome a entender que tenía, de hecho, muchas cosas que decir. Finalmente, mientras estábamos parados en un cruce para dejar pasar un convoy de carretas de mano, la tentación lo venció, y acabó por soltar con aire contrito:
– No sé si es una buena idea, mi teniente. ¡De hecho, creo que no estoy de acuerdo!
– Pero ¿de qué está hablando, Swamy?
– Este lugar… Thomson Mansion… Me ha dicho que es una especie de escuela para niños inteligentes, ¿no?
– Sí.
– Quiere inscribir aquí a Khamurjee porque ha visto que puede hacer varias cosas al mismo tiempo y piensa que mi mujer y yo somos demasiado ignorantes para educarlo convenientemente, ¿no es así?
Swamy estaba tan contrariado por las elucubraciones que su mente había desarrollado, que su rostro redondo se había convertido en una especie de bola de papel arrugado. Probablemente me hubiera echado a reír si el hecho de verle tan trastornado no me hubiera apenado a mí también.
– ¡Pero si no se trata de eso, Swamy! Nunca he pensado en cogerles al niño. Ni a Khamurjee ni a ninguno de sus protegidos, ¡por Dios!
Y mientras el caporal, una vez recuperada la calma, pisaba el acelerador, me puse a explicarle las verdaderas razones de mi visita a Durham Lane.
– Es una especie de presentimiento, ¿sabe? Un presentimiento que no puedo apoyar, de momento, con ninguna clase de pruebas; pero no me gusta esta historia de rumanos que seleccionan a chiquillos aquí para enviarlos lejos de sus familias.
– Ahora que tiene la lista de estos niños, será fácil verificar si realmente se encuentran en el lugar donde se supone que están.
Swamy era optimista. Pero la verificación no fue tan sencilla. De hecho, pronto se reveló como una tarea imposible. De vuelta en el cuartel, intenté hacer unas llamadas a Alemania, a los números que me había proporcionado Talbot; pero por desgracia, las comunicaciones internacionales no eran demasiado buenas, y no era raro que la línea se cortara al cabo de unos segundos de establecer la conexión. Por otra parte, estas dificultades técnicas no hacen sino reforzar la barrera natural del idioma. Como no hablaba alemán, apenas conseguía hacer comprender mis intenciones a unos interlocutores a menudo poco cordiales y tan poco versados como yo en la práctica de las lenguas extranjeras. Mis tentativas telefónicas se saldaron, pues, con un fracaso.
– Sería mejor que buscara a los padres -opinó Swamy mientras yo volvía a colgar, irritado, el teléfono-. La mayoría reside en Calcuta. ¡Vamos a verles ahora!
La primera familia de la lista Talbot era también la que vivía más cerca del cuartel. La elegimos de común acuerdo para nuestro test de prueba; pero cuando nos presentamos en la dirección indicada, sólo encontramos un montón de planchas calcinadas en un jardín que se había convertido en un terreno baldío.
– ¿Dónde está la gente que vivía aquí? -preguntó Swamy a una vecina desdentada que desgranaba verduras en el umbral de su casa.
– ¡Casa quemada, la gente se ha ido! -respondió la anciana sin levantar los ojos de su labor.
Entonces probamos suerte en otro barrio, situado cerca del río y de los talleres de los curtidores. Sobre el distrito flotaba un hedor espantoso. El aire putrefacto nos saturaba los bronquios y nos hacía subir la bilis a la boca de un modo horrible. Después de veinte minutos de penosa deambulación por las pestilentes callejuelas, nos dirigieron a un pobre diablo cubierto de andrajos que removía un puré de cortezas abrasivas en una gran marmita de aluminio.
– ¿Eres tú quien tiene un hijo llamado Goropal, que se han llevado unos extranjeros? -preguntó Swamy en hindi-. ¿Has recibido noticias suyas?
– Sí, soy yo. Pero ¿por qué iba a recibir noticias suyas? ¡Si les he vendido a este chico es precisamente para no oír hablar más de él! ¡No sé qué hará ahora ni me importa en absoluto!
Swamy tradujo mientras me dirigía al mismo tiempo una mirada de asco. Incluso tuve la sensación de que me presentaba excusas mudas para atenuar la dureza de las palabras de su compatriota.
– ¿Este hombre dice que ha vendido a su hijo a los Galjero? Es eso, ¿no?
– Sí, mi teniente. Por lo que explica, recibió una buena cantidad de dinero; pero ya se lo ha gastado todo y no tiene ningún otro hijo tan inteligente como el primero. Volvió a llamar a la puerta de Thomson Mansion, pero no quisieron saber nada de los otros niños. ¡Demasiado tontos, le dijeron!
Chasqueados e irritados, sin haber conseguido, tampoco aquí, obtener las informaciones que buscábamos, abandonamos el barrio de los curtidores. La tercera dirección correspondía a una herboristería situada en una plazoleta tranquila y limpia a la que daban sombra unos grandes árboles de troncos enormes. Ya era tarde y el día tocaba a su fin cuando entramos en la tienda, donde, sobre unos entramados de bambú, se secaban, bien ordenados, grandes ramos de flores extrañas de colores vivos, que saturaban el aire con sus pesados vapores. Una mujer hindú, esbelta y hermosa, se encontraba en el interior del comercio. Debía de tener unos cuarenta años, y transmitía un aire tranquilo y dulce que por sí solo parecía ya una medicina para los dolores del alma. Sin embargo, una pátina de languidez cubría su rostro. De languidez o más bien de melancolía. Con Swamy pegado a mis talones, me acerqué a ella sin atreverme a hablar. No hubiera sabido decir por qué, pero su presencia me intimidaba. Un punto rojo sangre marcaba su piel entre los ojos. Durante un instante, ese punto polarizó toda la energía de mi mirada. Swamy, que no parecía sentirse tan turbado como yo a la vista de esta silueta, le comunicó en hindi las razones de nuestra venida. Mientras el caporal le hablaba, vi claramente cómo se marcaban arrugas más profundas en las mejillas y la frente de la herborista. En el espacio de un minuto fue como si de repente hubieran transcurrido veinte años para ella.