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– ¿Por qué no han venido hasta ahora? -preguntó en inglés cuando el pequeño suboficial hubo acabado su preámbulo.

La pregunta nos conmocionó. Swamy y yo intercambiamos una mirada perpleja, y luego me acerqué a la mujer, que había empezado a temblar ligeramente. Animado de pronto por un profundo sentimiento de compasión, cogí sus manos en las mías. Estaban tan frías y rígidas como las ramas de un árbol muerto por el invierno.

– Uno de sus hijos ha sido llevado al extranjero, ¿no es verdad? -pregunté-. Y desde entonces no ha tenido noticias de él. Ha advertido a las autoridades, pero nadie ha prestado atención a sus quejas. ¿Es eso?

No hacía falta que la mujer respondiera; en sus ojos podía ver claramente que había acertado con el motivo de esa desesperación en la que se debatía, sola, desde hacía tantos años. Sin embargo, nos relató su historia. Nos explicó cómo, muy pronto, había comprendido que su hijo manifestaba unos talentos que pocos niños igualaban. Cómo su curiosidad por todo le había llevado a aprender a leer solo, adivinando, sin que nadie se lo enseñara, el sentido y el valor de las letras, a calcular rápido y bien todas las operaciones sin necesidad de utilizar el ábaco y a retener de memoria pasajes enteros de obras de difícil comprensión después de sólo una o dos lecturas. Y luego también cómo ella misma, viuda y sin otros bienes aparte de esta tiendecita, había desesperado de poder ofrecer a su único hijo la educación que merecía, en un colegio donde pudiera por fin recibir de maestros instruidos toda la ciencia de que estaba sedienta su alma.

– Un día oí hablar de una gente que buscaba a niños inteligentes para ofrecerles una buena educación en Europa. En un país del que yo nunca había oído hablar. Aquello me dio un poco de miedo, pero de todos modos fui a verles y les presenté a mi hijo. Lo examinaron y le hicieron un sinfín de preguntas, a las que él respondió cada vez correctamente. Esta gente me dijo que aceptaba acoger a mi hijo y que para él era una oportunidad inesperada de aprovecharse de los beneficios de una enseñanza en Europa. Me felicitaron por haberle llevado hasta ellos y luego me dieron un poco de dinero a modo de compensación por haber sido una buena madre. Yo confiaba en esas personas. Estaba orgullosa de mi hijo y, sobre todo, contenta por él. Entonces le besé y le pedí que me escribiera a menudo, porque yo sé leer igual que él sabe escribir. Se fue con los otros, hace ya tres años. Y desde ese día no he vuelto a tener noticias de él.

Como un dique súbitamente abierto por el peso de una oleada de desesperación demasiado tiempo contenida, la viuda rompió a llorar. Sin embargo, quiso seguir hablando.

– En muchas ocasiones llamé a la verja de su casa de Durham Lane, pero nunca abrió nadie. Entonces me pasé noches enteras esperando ante la casa, sin ver ninguna luz en las ventanas. Desesperada, sin saber qué hacer, fui a ver a los hombres del puesto de policía cerca de mi casa. Les expliqué lo que me había ocurrido e incluso insistí para que un agente inglés me escuchara. Todo fue inútil. Nadie pudo ayudarme. Ahora sueño todas las noches que mi pequeño está desnudo y solo, que le han hecho daño y vaga temblando como un ciego en un país de tinieblas…

Escuchar a esta mujer contar su historia y sus terrores fue una prueba penosa. Swamy y yo salimos de la tiendecita trastornados, con el corazón oprimido por un terrible sentimiento de impotencia e injusticia.

– Creo que acaba de destapar algo importante, mi teniente… Deberíamos informar a las autoridades civiles de esta desaparición. ¿Quiere que le conduzca a las oficinas del Yard?

Una vez más, la voz de la prudencia se expresaba por boca de Swamy. Y una vez más, yo no la escuché.

– Mantengamos la cabeza fría. De momento sólo tenemos una sospecha por mi parte y el testimonio de esta mujer. Es demasiado endeble para presentarlo ante un funcionario de policía y forzarle a abrir una investigación contra una institución sustentada por gente poderosa. ¡Necesitamos más! Alguna cosa más tangible que las quejas de algunas familias de los barrios bajos. ¡Necesitamos pruebas!

¡Pruebas! Pero ¿cuáles? ¿Y cómo obtenerlas? Yo tenía mi idea al respecto, desde luego. Y Swamy la compartía hasta el punto de que no tuvimos necesidad de ponernos de acuerdo.

– Hay que hacerlo, mi teniente… -me dijo-. Es la única oportunidad que tenemos de penetrar en este lugar y descubrir lo que realmente se trama allí.

No quise discutir con el caporal. Tenía razón, y yo lo sabía. Volvimos a mi habitación y él llamó a Khamurjee. El chiquillo, como cuando le habíamos pedido que entrara en la habitación de Keller en el Harnett acurrucado en una maleta, y pese a lo penoso de la experiencia para él, se mostró una vez más contento de ayudar e impaciente por actuar.

– Si estás de acuerdo, Kahm, mañana te llevaré a Thomson Mansion, donde te harán unas pruebas para valorar tu inteligencia. No dudo de que las superarás sin grandes esfuerzos, a juzgar por lo que he podido constatar sobre tus capacidades. Te quedarás allá interno durante unos días, y luego vendremos a recogerte esgrimiendo un pretexto cualquiera. Deberás informarnos de todo lo que hayas visto en este establecimiento. Pero no corras riesgos y no trates de introducirte en ningún sitio adonde no te hayan autorizado a ir. Sólo queremos saber en qué consiste la enseñanza que se dispensa a los niños allí. Habla también con tus camaradas y gánate su confianza. Tal vez sepan cosas que tú no tendrás tiempo de conocer si no es de su boca.

Khamurjee nos aseguró que había comprendido lo que esperábamos de él. Prometió que no cometería ninguna imprudencia y luego fue a acostarse mordisqueando un mango. Al día siguiente, volví a buscarle para conducirle a Durham Lane. Conseguir que le admitieran en Thomson Mansion me pareció de una simplicidad desconcertante. Tuve una breve entrevista con Peter Talbot en la que expliqué que el azar del servicio me había llevado a conocer a un pequeño prodigio indígena, y que creía que poseía unos talentos que merecían algo mejor que un destino de vagabundo en los vertederos de la ciudad. El director me aseguró que tomaba a mi protegido bajo su responsabilidad directa y que le admitiría gustosamente en la nueva promoción Galjero en cuanto hubiera superado con éxito los tests requeridos. Con el corazón encogido, dejé pues a mi espía Khamurjee al cuidado de Talbot y de sor Marietta, diciéndome, acaso a modo de consuelo, que el niño corría, al fin y al cabo, menos riesgos en el recinto protegido de Thomson Mansion que en los barrios de mala fama de Calcuta.

Apenas era un cuadrado de papel blanco. Una hoja que habían deslizado bajo mi puerta mientras dormía. En ella, alguien había garrapateado una dirección y una hora para darme una cita. Ninguna otra indicación. Ningún nombre. Ni el menor indicio que me permitiera identificar al remitente. ¿Era una trampa? ¿Era una broma? ¿O era realmente importante? Estuve dándole vueltas a la cabeza durante todo el día, barajando la validez de las tres hipótesis. Pero llegó el momento en que tuve que decidirme. Saqué de uno de mis cajones una caja de cartuchos y cargué metódicamente el tambor del Webley, que había dejado vacío desde que me lo habían devuelto. Lastrado con las balas, el revólver pesaba aún más en mi cadera, pero su presencia, aunque no quisiera confesármelo, me tranquilizaba. Cerré la puerta de mi habitación, llamé a un taxi y volví a la ciudad.