La dirección era la de una casita de tantas, en una travesía de Moore Avenue. No había ningún nombre inscrito bajo el timbre. Hice girar, sin encontrar resistencia, el picaporte de la verja de entrada y entré en un pequeño jardín mal cuidado que se extendía ante un edificio de un piso con los postigos desencajados, sostenidos apenas sobre sus goznes en un equilibrio precario. En un lateral vi estacionados dos coches protegidos por lonas alquitranadas. Caía la noche, y el conjunto estaba bañado en una incierta luz violeta. Aunque en el exterior de la casa aún había cierta claridad, el interior de las habitaciones ya debía de estar sumergido en la oscuridad. Sin embargo, ninguna luz se filtraba de este pabellón desconocido. Llamé. No me respondieron. Di unos pasos. Por prudencia, solté el cierre de la funda de mi revólver y me acerqué con cautela a los dos vehículos tratando de evitar que mis suelas crujieran sobre la grava. A mi derecha se produjo un movimiento repentino entre los árboles que me sobresaltó y me hizo desenfundar el arma. Era sólo un mono que, espantado por mi llegada, había huido al oírme, saltando de rama en rama para refugiarse en las alturas.
Con el corazón palpitante, impresionado por el denso silencio que envolvía la casa, subí el tramo de escalones de la entrada. La puerta estaba entreabierta. Chirrió cuando la empujé. Ante mí partía un pasillo oscuro. No se veía a dos palmos de distancia. Tenté en busca de un interruptor, pero el botón que encontré no funcionaba. No llevaba nada encima para iluminarme, ni linterna ni cerillas… Volví a llamar. Fue en vano. Resignado a tener que explorar solo este local desierto, seguí avanzando. En el ambiente flotaba un olor a cerrado, un olor a humedad y podredumbre. De todos modos esto no me alarmó especialmente, porque ya había comprendido que el clima de las Indias corroe en pocos días una casa deshabitada y puede conferir un aspecto de ruina a cualquier edificio si se descuida el mantenimiento, aunque sólo sea durante un corto lapso de tiempo. Entré en la primera habitación situada a mi derecha. Era una pequeña cocina equipada con un horno, una leñera, armarios empotrados y un gran fregadero. Registré el cuarto hasta que encontré una caja de cerillas y una vela. Equipado con esta luz, proseguí mi exploración. Había alimentos frescos en la alacena. Café, legumbres en conserva, chocolate, botellas de cerveza. Sin duda comida de occidental. La habitación adyacente era un salón. Habían tirado una manta sobre un viejo canapé de cuero, y en unas perchas que habían colgado descuidadamente de los respaldos de las sillas se secaban algunas piezas de ropa interior masculina. Les eché una rápida ojeada. Eran de dos tallas diferentes, pero no llevaban ninguna etiqueta. Ni monograma en el bolsillo del pecho de las camisas ni nombre del sastre… Nada que permitiera identificar a quién pertenecían o cuál era su origen. En el piso sólo había una habitación sin ornamentos y un minúsculo cuarto de baño. Dos brochas de afeitar, dos navajas, pero un solo frasco de agua de colonia… Y también vendas en un cubo de basura. Y un bastón apoyado contra la pared. Yo ya había visto aquel objeto, en la mano hinchada de un hombre con sombrero panamá que cojeaba por mi culpa. ¡Surey! ¡Este lugar era el refugio que había elegido para vigilar a Keller en Calcuta! Ahora todo se explicaba. El otro hombre que vivía aquí debía de ser su ayudante. Pero ¿dónde estaban los dos? ¿Y por qué habían optado por proponerme una cita deslizando una cartulina bajo mi puerta? De momento no tenía respuesta para ninguna de ambas preguntas. Ya más tranquilo después de saber quién ocupaba esta casa, salí y me senté en los escalones, con la vela al lado. Lancé un resoplido. De pronto, mi nariz captó un olor irritante que no había notado al llegar. Un olor a carbón, a quemado. Mi mirada se deslizó hasta los coches. Y tuve un presentimiento. Con el corazón palpitante, sujeté la vela, bajé los escalones, levanté bruscamente la lona que cubría el primer vehículo y abrí la puerta trasera. El olor era atroz ahora. A la luz de la vela, vi un bulto negruzco acurrucado sobre el asiento. Un bulto negruzco que había sido un ser humano.
Hardens estaba ahí. Había vuelto conmigo y nuestros primeros equipos, que registraban la casa. Mientras mordisqueaba su cigarro apagado, el coronel parecía resentido contra mí.
– Le había dicho que no se metiera en más líos durante un tiempo, Tewp. ¿Tan complicado era?
– Lo lamento, mi coronel. Pero no fui yo quien fue a buscar el papel que Surey deslizó bajo mi puerta.
– Sé que es la décima vez que se lo pregunto: ¿no tiene la menor idea de lo que quería?
Yo no estaba muy dispuesto a franquearme del todo con Hardens. Aunque personalmente no tuviera ninguna razón para desconfiar de él, sabía que, según Surey, el personal del MI6 de Calcuta estaba tramando algo. Desde luego, yo no compartía esta opinión, pero de todos modos, mis escapadas nocturnas fuera de la prisión y el carácter bastante poco protocolario que había revestido mi encuentro con el agente de Delhi eran motivos suficientes para que prefiriera mantenerme evasivo.
– Ni idea, mi coronel. Surey vino a verme a la prisión. Había asumido el relevo en la vigilancia de Keller y consideraba que mi informe era poco claro. Quería precisiones, es todo.
– ¿Y desde entonces no había vuelto a verle?
– No, mi coronel -afirmé con energía, contento de no tener que seguir mintiendo.
– Es extraño…
Ahí estábamos los dos, calentándonos la espalda en el horno que habíamos encendido en la cocina. La casa tenía luz de nuevo. Uno de los tipos del equipo de registro se había fijado en unos hilos arrancados en la caja de distribución eléctrica y había sabido cómo volver a conectarlos. Habíamos encontrado un segundo cuerpo en el otro coche, en el mismo estado que el primero. Debía de tratarse del asistente de Surey. A primera vista, nos había sido imposible discernir quién era quién y, por otra parte, tampoco revestía mucha importancia. Sólo esperaba que estos dos desventurados hubieran muerto antes de ser quemados. Pero por la posición en que habían sido descubiertos los cuerpos, incluso eso parecía poco probable.
– En su opinión, Tewp, ¿quién les ha matado?
– La primera respuesta que me viene a la mente es… Ostara Keller. Evidentemente. Pero mientras no tengamos pruebas, no podemos hacer nada contra ella.
– Aunque siempre podemos arrestarla para interrogarla -resopló Hardens.
– Un procedimiento legal. No obstante, en clave política podría crearnos grandes problemas. No olvide que su garante de moralidad es el cónsul Von Salzmann en persona. Si acosamos a su protegida, seguro que se armará un buen revuelo. Usted decidirá…
El rostro de Hardens se ensombreció. Vi cómo cerraba los puños en el vacío. Creo que en este instante se moría de ganas de apretar sus anchas palmas en torno al bonito cuello de la pretendida periodista de Der Angriff. Mientras cinco o seis hombres de nuestro equipo acababan de registrar el edificio, quise despejarme la mente preparando café. Luego, mientras permanecíamos allí en silencio mojando los labios en el humeante brebaje, un sargento vino a vernos. Había encontrado algo.
– Estaba enterrado bajo una capa de hojas, detrás de la casa. Está vacío, apenas con signos de óxido. Calculo que no hará más de tres días que estaba allí…