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El objeto del que hablaba era un bidón de hojalata con inscripciones en alemán e ideogramas que daban una idea de las propiedades del líquido que había contenido.

– Revelador fotográfico. Inflamable… -dijo Hardens.

– Vi bidones de este tipo en la habitación de Keller, cuando registré su equipaje…

Nos miramos, incrédulos.

– ¿Cree que ha utilizado esto para quemar los cadáveres? -aventuró el coronel. Yo estaba perplejo.

– Es muy probable. Aunque un bidón como éste probablemente no contendría suficiente combustible para reducir a dos hombres adultos al estado de carbón.

– Tal vez haya dejado otros en algún lugar del jardín… Siga registrando, sargento. En cualquier caso, ha hecho un buen trabajo.

Hinchado como un pavo, el sargento se retiró para seguir inspeccionando el jardín. Hardens hundió su mirada en la mía e hizo resonar el metal vacío golpeándolo con el índice.

– Von Salzmann puede decir lo que le plazca. ¡Ya tenemos nuestra prueba!

Todo se decidió en unos minutos. Keller debía ser arrestada. Aunque cometiésemos un error, había llegado el momento de mantener una conversación seria con esa chica. Los dos hombres encargados de vigilarla acababan de ser encontrados carbonizados. Era imposible que no estuviera involucrada de un modo u otro en esta sucia historia. Hardens me llevó con él y volvimos rápidamente a los Grandes Apartamentos, donde en menos de una hora montamos la operación de neutralización de miss Ostara Keller. Mientras yo verificaba la efectividad jurídica de los cargos que pesaban contra ella, Hardens convocó al equipo del capitán Norrington, una banda de macizos Red Caps de aspecto patibulario habituados a la acción. Hardens hizo rápidamente las presentaciones.

– El teniente Tewp conoce a la joven que tiene que arrestar. Irá con usted.

Norrington me echó una ojeada sin disimular su desdén por mi aspecto enclenque. De hecho, comparado con sus siete pies de altura y sus doscientas cincuenta libras de carne rosada de niño de los Costwolds, yo debía de parecer un chiquillo de ocho años; y los otros miembros del equipo, aun cuando tenían una apariencia menos impresionante que su capitán, eran unos temibles colosos.

– Todos juegan a rugby. ¡Ninguno a cricket! -dijo Norrington-. Éste es Grant, Dickinson, Gilly, Armstrong, Delawncy, Wart, Queer, Liman y Colson: mis perros de caza.

Hardens me encomendó que hiciera una corta presentación de Keller. Tracé un retrato físico de la joven tan preciso como pude para que los miembros del equipo tuvieran su imagen en mente, e insistí sobre todo en las cualidades profesionales que suponía que debía poseer.

– Por lo que sabemos de ella, esta joven pertenece al SD Ausland, los servicios especiales nacionalsocialistas que dirige Reinhard Heydrich. Se trata de gente bien entrenada, que da prueba de un temible espíritu de adaptación y sin escrúpulos si hay que hacer uso de las armas. Cuando registré su habitación, sólo encontré una lente Mánnlicher. Ningún arma de fuego completa. Ningún arma blanca tampoco. Esto no significa que no lleve una encima o que no haya adquirido una desde entonces. No creemos que tenga cómplices directos en el hotel. Sin embargo, es una eventualidad que no podemos descartar. En cuanto la atrapemos, tendremos que sacarla lo más rápido posible del Harnett, sin darle tiempo a debatirse o a pedir socorro. Si por desgracia se topan frente a frente con ella, no permitan que les muerda, les arañe o les arranque los cabellos…

Los hombres de Norrington, que se habían mantenido serios como tumbas, estallaron en carcajadas al oír este último comentario. Me mordí la lengua, furioso por haber pronunciado esta advertencia de la que nadie de los aquí presentes podía comprender el sentido.

– No tema, Tewp. Tampoco dejaremos que esa Kraut nos saque la lengua -dijo el capitán esbozando una gran sonrisa, y a continuación dio unas palmadas para imponer calma a los suyos.

– Creo que deberíamos equiparnos con una jeringa y una dosis de soporífero… Sería más prudente -insistí.

– El soporífero lo tengo aquí -me cortó Norrington señalando su puño cerrado-. Si la damita se debate, se despertará con un buen dolor de cabeza. ¡Y eso es todo! ¿Ha terminado su briefing, teniente?

– Emm, sí… He terminado.

– Entonces, ¡nos vamos! Dentro de cuarenta y cinco minutos habremos sacado a la chica de la cama, la habremos esposado y conducido al cuartel, mi coronel…

Después de los saludos reglamentarios, Norrington me cogió del hombro y me hizo bajar con sus hombres las escaleras de los Grandes Apartamentos a paso de carga. Fuera nos esperaban un camión y un coche de mando.

– Tewp, usted viene conmigo. Los otros al Bedford, y nos seguís.

Norrington estaba en su salsa. Me pregunté con qué podía entretener sus jornadas este monstruo de energía cuando no tenía alguna acción espectacular que dirigir.

El chófer giró la llave de contacto y pisó a fondo el acelerador. Abandonamos el recinto del cuartel a toda velocidad, dejando a los guardias el tiempo justo para levantar las barreras antes de nuestro paso.

– No piensa dirigir esta operación de una forma discreta, ¿verdad, capitán? -dije a Norrington, mientras éste verificaba el mecanismo de encaje del cargador de su Sten.

Sólo obtuve un gruñido por respuesta. Al parecer, a Norrington no le preocupaban mi opinión o mis juicios. Mi compañía no le agradaba especialmente. Me había llevado sólo porque le habían ordenado hacerlo. Eché una ojeada a mi reloj. Aún faltaba un poco para la medianoche. Aquello me sorprendió. Las horas que había pasado en la casa donde había encontrado al desventurado Surey me habían parecido interminables.

– ¿Realmente piensa presentarse en el Harnett con su comando armado hasta los dientes, capitán Norrington?

– Ha desperdiciado cinco preciosos minutos de nuestro tiempo poniéndonos en guardia, ¿no es así, teniente? Pues bien, puede estar contento: nos tomamos sus advertencias en serio. No voy a machacarme las meninges para atrapar a ese mal bicho con delicadeza. Entramos, subimos, reventamos la puerta y nos la llevamos. ¡En cinco minutos estará arreglado!

Debo reconocer que Norrington tenía la virtud de hacer fáciles los problemas complejos. Era el tipo de hombre que obtiene inmediatamente la adhesión de las almas simples. Un hombre que no menospreciaba la sutileza, pero al que sus costumbres, educación y carácter le llevaban a elegir preferentemente la acción violenta. No cabía duda de que estaba en su lugar en el seno del ejército. Indiqué al chófer la travesía donde había pasado tantas horas en el Chevrolet sobrecalentado, y aparcamos mientras el Bedford se esforzaba en colocar su masa detrás de nuestro coche. Norrington quiso saltar del vehículo, pero yo le retuve por la manga.

– ¡Espere! Sé cuáles son las ventanas de su habitación. Déjeme echar antes una ojeada. Quiero verificar si hay luz en su cuarto.

Sin darle tiempo a responder, abrí la portezuela y recorrí a grandes zancadas las decenas de yardas que me separaban de la calle transversal a la que daban las ventanas de la habitación 511. Una débil luz amarilla teñía los vidrios.

– Una lámpara brilla en la habitación -anuncié a Norrington-. Debe de estar ahí.

– ¡Bien! ¡Vamos allá!

El capitán lanzó un silbido seco en dirección al camión y su equipo de asalto brincó del Bedford. Nueve hombres en uniforme de campaña, con armas ligeras en la mano. La operación no era un modelo de discreción.

– Gilly, Delawney, apostaos en la entrada, cerca del tipo con los galones que hace reverencias a los ricachos. Los otros, seguidme.

A paso de carrera franqueamos la corta distancia que separaba la travesía de la entrada principal del hotel. Mientras los dos hombres designados por el capitán se plantaban fuera, cerca del estupefacto portero, nosotros empujamos el pesado batiente de la puerta giratoria y entramos. Pasaban quince minutos de la medianoche, y en la sala de baile de la planta baja el sonido de la gran orquesta de viento saturaba la atmósfera cerrada, forzándonos a aullar para entendernos entre nosotros.