– Armstrong, Dickinson, Grant, llamad a los ascensores y bloqueadlos a este nivel -bramó Norrington-. Cuando las tres cabinas hayan llegado, los otros subirán con Tewp y conmigo hasta el quinto por la escalera. ¡Bajaremos con la chica por el mismo camino!
Transpirando de inquietud, con los ojos dilatados por la sorpresa, un conserje vestido de negro se acercó a nosotros.
– Pero señores, se lo ruego…, ¿qué significa todo esto?
Contagiado de la energía que desprendía nuestra tropa y no queriendo desmerecer a su lado, me hice cargo del asunto.
– Operación de seguridad interior, señor. No se preocupe por nada, disponemos de todas las autorizaciones legales y dentro de cinco minutos como máximo habremos desaparecido. Todo irá perfectamente…
Sin duda más impresionado por el aspecto imponente de los hombres de Norrington que tranquilizado por mi breve discurso, el ujier se batió en retirada detrás del mostrador de la recepción sin atreverse a decir nada más. Una sirvienta que entraba por una puerta lateral chilló al ver las armas en las manos de los soldados y dejó caer la bandeja de plata que llevaba, desencadenando un estrepitoso ruido de platillos. Irritado, Norrington levantó los ojos al cielo.
– ¿Y esos ascensores, llegan o no? -gritó para disimular su nerviosismo.
Dos de las tres cabinas habían bajado y estaban bloqueadas. La tercera se hacía esperar. Por fin llegó y se abrió ante dos parejas en traje de noche. Para acelerar la acción, los militares les tiraron de la manga. Los desventurados protestaron. Hubo gritos. Oí un ruido de costuras desgarradas y un hombre joven en esmoquin cayó proyectado al suelo a resultas de un potente puñetazo en pleno rostro. El ambiente en el vestíbulo empezaba a enrarecerse. Alertados por el escándalo, algunos clientes que se divertían en la sala de baile llegaron corriendo y me di cuenta de que el conserje empuñaba su teléfono, sin duda para informar a la dirección de los acontecimientos.
– No podemos perder más tiempo, capitán Norrington. ¡Subamos antes de que todo el hotel se amotine!
Norrington hizo una señal a los hombres designados para seguirnos. Subimos los escalones de cuatro en cuatro hasta el piso de la habitación 511. Cuando llegué al rellano, un poco jadeante y con el corazón acelerado, propuse partir en reconocimiento, pero el belicoso capitán que dirigía el asalto quería atenerse a su táctica simple.
– No me venga con cuentos, Tewp. ¡Reventamos la puerta y adelante! ¡Queer, Colson! Hacedme saltar la cerradura de la 511.
Los dos Red Caps más corpulentos dieron un paso adelante, se colocaron en posición, y a una señal de Norrington, se lanzaron a una con todo su peso contra el panel de la puerta de la suite de Keller. Golpeadas doblemente por doscientas libras de músculo y huesos, las fibras de madera se quebraron como una espiga de madera de balsa entre los dedos de un niño. Basculando hacia el interior de la habitación donde dormía la austríaca, Queer y Colson cayeron pesadamente al suelo, mientras Norrington, saltando sobre sus cuerpos entrelazados, entraba en el cuarto, donde ya no brillaba ninguna luz. Quise adelantarme yo también, pero uno de los hombres que permanecían en retaguardia en posición de refuerzo me retuvo.
– ¡El capitán ha dicho que debía permanecer atrás, mi teniente!
Empezaba a debatirme para liberarme de la mano de hierro que me mantenía inmovilizado, cuando un grito estalló en la habitación 511. Un grito de sorpresa y angustia lanzado por una voz masculina. Hubo una corta ráfaga de pistola ametralladora, seguida de inmediato por dos disparos secos procedentes de otra arma de fuego. Repentinamente tembloroso, el soldado Liman me soltó y se agachó, apuntando al ángulo de la puerta derribada. Saqué mi Webley y avancé despacio, con la espalda pegada a la pared exterior de la habitación. Wart, el último hombre de Norrington, se había tendido en el pasillo, con la culata de su Sten bien encajada contra el hombro. Ya no llegaba ningún ruido de la 511. Di un paso más. Luego otro. Ahora la entrada de la suite estaba a sólo tres pies de mí. Con el dorso de la manga, me enjugué el sudor que me caía en los ojos. Quise llamar al capitán, pero se me hizo un nudo en la garganta y no conseguí articular palabra. Por otra parte, ¿para qué iba a hacerlo? Yo ya sabía lo que había ocurrido.
Inspiré profundamente y salté por encima de los restos de la puerta reventada. Entré en el antro, donde sabía -o mejor dicho, sentía- que Ostara Keller acechaba como un carnicero a la espera de abatir al próximo animal. ¡Y ese animal era yo! El vestíbulo estaba a oscuras, apenas iluminado por las luces del pasillo. Sin embargo, pude desplazarme sin dificultad porque había memorizado perfectamente la disposición del lugar. ¿Dónde podía ocultarse Keller? ¿Detrás de las cortinas? ¿Al abrigo de un mueble? Busqué un interruptor, pero mi mano sólo acarició una pared lisa. Blandiendo mi arma como un sacerdote hubiera agitado su crucifijo ante sí para exorcizar a los demonios, seguí avanzando. Un paso. Luego otro. Aguzaba el oído para percibir una respiración, un estertor o un suspiro… Pero ningún sonido ascendía de ningún pecho humano en la habitación. Oí movimiento fuera. Unas voces en el pasillo perturbaban mi concentración. Alertados por los ruidos, clientes y miembros del personal del hotel habían debido de acercarse para ver qué ocurría. Y no estaba seguro de que los soldados pudieran contenerlos. En unos pocos segundos, un minuto a lo sumo, la gente se apretujaría ante la puerta de la habitación 511. Había llegado el momento de olvidar toda prudencia, ahora se imponía actuar deprisa. Di otro paso adelante, y entonces mis ojos se detuvieron en una masa tendida en el suelo. Un cuerpo de hombre caído detrás de un canapé. Reconocí la nuca corta y fruncida de Norrington. Un charco de sangre brillaba bajo él. Era demasiado tarde para socorrerle…
Mientras pasaba a lo largo del cadáver, mi visión periférica percibió un ligero movimiento en la tela de una cortina apenas una fracción de segundo antes de que Keller apartara los pliegues y surgiera súbitamente ante mí para acuchillarme. Tuve el reflejo de inclinarme hacia atrás y eso me salvó la vida, porque la chica acababa de lanzarme una precisa estocada apuntando a la base del esternón. Apenas desequilibrado, conseguí levantar mi Webley a la altura de su rostro y, en un acto reflejo de supervivencia, apreté frenéticamente el gatillo. En ese momento, la boca del cañón del revólver se encontraba a sólo unas pulgadas de la frente de Keller. Nada podía salvarla ya. El mecanismo de varillas y resortes entró en acción. El gatillo basculó mientras el tambor cargado iniciaba una rotación de un sexto para colocar un cartucho ante la punta del percutor, y luego el martillo se abatió para golpear el casquillo de cobre. Vi claramente los rasgos regulares de Ostara Keller ante mí, iluminados por un rayo de luz que caía de no sé dónde, y ya imaginaba el horrible desgarrón que iba a reventarle la cara.
¡Pero no ocurrió nada aparte de un chasquido metálico! El cebo, defectuoso, no había funcionado. Mientras el ruido mate resonaba siniestramente en la habitación, una sonrisa malévola estiró durante un breve segundo los labios de la agente del SD, que pasó inmediatamente al ataque proyectando su pie contra mi tibia, justo por debajo de la rodilla. El dolor me provocó un aullido. Caí pesadamente, soltando incluso mi revólver. Entre maldiciones, traté de incorporarme mientras Keller se abalanzaba sobre mí como una arpía y me aplastaba contra el suelo, hundiéndome las costillas con sus rodillas. Una de sus manos me sujetó por la garganta en una presa de hierro, mientras la otra levantaba el cuchillo por encima de mi pecho para atravesarme el corazón. Al verla sentada a horcajadas sobre mí, con los ojos desbordantes de un odio frío, supe que no me daría ya ninguna oportunidad de vencerla. La fina bata que llevaba puesta se había abierto ampliamente durante la lucha y me permitía ver sus hermosos senos desnudos, tensos y lustrosos por la fiebre del combate. Instintivamente giré la cabeza de lado para no llevarme conmigo esta última visión a las sombras de la muerte; pero de pronto percibí una silueta a mi derecha. Liman, sosteniendo su Sten por el cañón, lanzó contra la sien de mi atacante un violento golpe en arco de círculo que la levantó violentamente y la proyectó contra el suelo. A pesar de la extrema violencia del impacto, la austríaca se levantó antes de que yo hubiera encontrado fuerzas para hacerlo. En absoluto aturdida, sino bien al contrario, en plena posesión de sus facultades, Keller lanzó su daga con una precisión mortal alcanzando en plena carótida al desventurado soldado, que murió antes incluso de que su cuerpo se derrumbara cuan largo era aplastando con estrépito una consola de teca y el jarro lleno de flores blancas que la adornaba. Luego todo sucedió muy deprisa. Keller no se entretuvo en acabar conmigo, sino que prefirió salir corriendo al pasillo para escapar. Era una opción insensata. Yo sabía que uno de los miembros del equipo de Norrington aún seguía tendido allí, con su pistola ametralladora apuntada hacia la entrada de la 511. Tan fuerte como pude, le grité a modo de aviso: