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Todas las miradas se posaron en mí. Tres pares de ojos militares que esperaban que les deslumbrara. Balbuceé:

– ¿Que cómo pienso enfocarlo, capitán? ¿En qué sentido?

– ¡Mog y Edmonds esperan sus órdenes, amigo mío! Supongo que sabrá qué tareas quiere encomendarles.

Hasta ese instante no comprendí en su justa medida lo absurdo de la situación en que me encontraba: convertido en oficial por convención y prescindiendo de los procedimientos habituales, en agente del MI6 a través de manipulaciones y decretos, en colonial por azar y no por necesidad, ya hacía tiempo que yo no era dueño de mí mismo en ningún aspecto. Como un títere manipulado por un artista torpe, debía dibujar figuras para las que mi morfología no estaba hecha, ejecutar números para los que no estaba preparado, cumplir misiones de las que no sabía nada, y, sobre todo, y muy especialmente, hacer que me obedecieran hombres que no sólo tenían mucha más experiencia que yo, sino que además se habían ganado sus galones honestamente con el sudor de su frente. Hubiera debido actuar con franqueza ante Gillespie y confesarle que no me sentía a la altura de lo que me pedía. Durante un instante, se desató una lucha en mi interior. No la de un bien contra un mal, la de un ángel contra un demonio, sino más bien un combate entre dos tentaciones igualmente condenables: la facilidad de la renuncia contra el vértigo de lo desconocido. Así, sentado al borde del abismo, observé cómo se enfrentaban estos dos diablos. Y luego, de pronto, uno de ellos, no sé por qué, se impuso definitivamente al otro. Pasando sin solución de continuidad del silencio a la elocuencia, me puse a hablar.

– Sí, capitán, sé lo que tenemos que hacer -dije, imbuido de un ardor insólito en mí-. Propongo que actuemos en torno a dos ejes. El primero es un simple seguimiento, en el que intervendrán básicamente nuestros intermediarios locales. Lo organizaremos de manera sistemática a partir de mañana. El segundo eje es… El segundo eje consiste en… en… En fin, el segundo eje…

La inspiración se agotó de repente. Sin ninguna idea acerca de lo que podía ser este segundo eje que prometía entre un gran despliegue de miradas al cielo y ademanes excitados, no tuve más remedio que dejar la frase en suspenso. Al ver que me limitaba a improvisar y que no hacía más que bracear en el aire, Gillespie se irritó.

– Ya hemos comprendido que existe un segundo eje, Tewp. Ahora que estamos suficientemente preparados para recibir esta idea, revélenos en qué consiste, si es tan amable…

Me sonrojé. Ya no sabía qué decir. Las palabras salieron mecánicamente de mi boca.

– Bien, el segundo eje es evidente… el registro puro y simple de la habitación de la señorita Keller. De hecho creo que podemos empezar por ahí y concentrarnos en este problema desde ahora mismo… ¡Eso es todo!

Mis pulmones, comprimidos por el nerviosismo, liberaron al final de mi discurso un inacabable hilo de aire que los despejó de golpe. Encantado con mi pequeña hazaña, me incliné hacia atrás, crucé muy ufano los brazos sobre el pecho y dirigí una mirada de satisfacción a mi alrededor, seguro de haber respondido con brillantez a las esperanzas de Gillespie. Pero, en lugar de relajarse, los tres rostros que me rodeaban adoptaron una expresión más hosca si cabe. ¿Qué había dicho que fuera tan incongruente? Después de unos segundos interminables, Gillespie rompió el silencio.

– Ha hablado usted de intermediarios locales que intervendrían en el curso de su… primer eje. ¿En quién está pensando exactamente?

La pregunta me sorprendió.

– Bien, tenemos confidentes entre la población, ¿no? Como la policía tiene los suyos… Vamos… supongo…

Los tres hombres se miraron, y luego Mog bajó los ojos con aire afligido, mientras Edmonds no se esforzaba en disimular sus ganas de reír. Gillespie replicó:

– Supone usted mal, Tewp. Ya hace tiempo que no colaboramos con los nativos de por aquí. O mejor dicho, son ellos los que ya no colaboran con nosotros. Los artesanos, los niños de la calle, los criados, los conductores de rickshaw…, todos los desarrapados locales están encantados de poder ganarse unas rupias ofreciendo sus servicios a otros y perjudicando a Inglaterra. Todos estos adoradores de vacas sólo están esperando el momento de apuñalarnos por la espalda, sabe… Incluso aquí, en el propio seno del ejército. Usted acaba de llegar y tal vez sea normal que aún no haya sido advertido, pero permítame que le hable con toda franqueza, Tewp: ocurra lo que ocurra, cualesquiera que sean las circunstancias, jamás se fíe de un indígena. Si no es para hacer que le enceren los zapatos o para darles una patada en el culo, le aconsejo que ni siquiera les hable. De todos modos es tiempo perdido con esos cerdos.

El argumento de aquel discurso me dejó perplejo. ¿Qué se podía responder a algo así? Ni una palabra franqueó mis labios. Al ver que permanecía callado, Mog, con su voz cansina, trató de explicarse:

– Sabe, teniente, nuestros predecesores ya lo intentaron, en otro tiempo, pero pronto se dieron cuenta de que esta gente no era de fiar. Daban falsas informaciones, o incluso ninguna información en absoluto. ¡Unos monos hubieran sido más dóciles y más eficaces!

Los otros dos asintieron riendo.

– Sí… tal vez -dije incómodo- ¿Quieren decir con eso que nunca trabajan con confidentes? ¿Cómo se las arreglan, entonces, cuando tienen necesidad de conseguir información?

– Nos las arreglamos solos, Tewp. También usted aprenderá a hacerlo así. Ahora sugiero que Mog y Edmonds vuelvan a sus deberes. Aún tienen que acabar algunas tareas antes de consagrarle todo su tiempo.

Después de un breve saludo, los dos suboficiales se despidieron, dejándome a solas con Gillespie. No sabiendo ya en qué ocuparme, decidí dirigirme a los archivos para ver si encontraba algún ejemplar del famoso periódico Der Angriff y descubría el nombre de Keller en algún sitio en la orla o el pie de una fotografía. Un ordenanza me trajo la colección casi completa del último trimestre del periódico alemán, bien guardada en una caja de cartón, y no tardé mucho en encontrar una referencia a la señorita Keller.

En los números de principios de agosto, en los que aparecían titulares sobre los Juegos Olímpicos de Berlín, descubrí por primera vez el nombre de Ostara Keller citado en los epígrafes de algunas fotografías que ilustraban diversas pruebas deportivas. No encontré nada más, pero pude constatar que todas las fotos eran de una excelente factura. El encuadre era siempre original, y el sentido de la luz y de la composición revelaba una auténtica sensibilidad, un genuino talento. Este primer descubrimiento me sirvió para redactar la introducción de mi informe a Gillespie. Si bien era posible que la razón de la presencia de Keller en Calcuta fuera la agitación política, no era menos cierto que la austríaca era una auténtica profesional del ramo, capaz de efectuar un trabajo de calidad. Finalmente, en un número más reciente, encontré dos páginas completas consagradas a su primer reportaje sobre las Indias. Aun con mis escasos conocimientos de alemán, concluí que el acontecimiento se anunciaba al lector con cierta solemnidad. En primer lugar, porque era uno de los primeros reportajes de ultramar que encargaba Der Angriff; luego, porque el periodista era una mujer muy joven y, por último, porque ésta llevaba consigo una cámara fotográfica que permitía tomar fotografías en color y eso constituía una novedad en la prensa de gran tirada, un hecho que se resaltaba con insistencia en el artículo. En efecto, de la media docena de fotos repartidas en estas dos páginas, cuatro eran en color. Desde luego, los tonos eran pálidos, poco brillantes, pero su luminosidad no tenía parangón con la cromática mate de las fotografías coloreadas a mano que servían a veces, entre nosotros, para ilustrar los grandes acontecimientos en los periódicos de dos chelines. Los temas de las fotos tenían sólo un interés relativo, de orden turístico como mucho, pero inmediatamente, aun tomadas con una técnica diferente, reconocí en ellas el estilo de Keller. Era evidente que la joven poseía una sensibilidad de artista.