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– ¡Wart! ¡Ahora sale! ¡Va a salir! ¡Abra fuego!

No vi nada de lo que realmente ocurrió luego, porque aún estaba tratando de recuperar la posición vertical, como único hombre vivo entre los cuatro cadáveres del pelotón de Norrington. Se oyeron gritos y luego, no una ráfaga de arma automática, sino una explosión comparable a la de una granada, seguida inmediatamente por un terrible estertor de sufrimiento. Reconocí la voz de Wart. Tras conseguir recuperar mi revólver en la leonera de la habitación, desemboqué a mi vez en el pasillo, donde un puñado de civiles se agolpaban contra las paredes, con los brazos sobre la cabeza y los ojos bajos, mientras el último Red Cap, con el rostro ensangrentado, cubriéndose los ojos con las manos, gemía y se retorcía en el suelo. En el otro extremo del tramo de pasillo, Keller ya alcanzaba el rellano para lanzarse hacia la gran escalera con los pliegues de su vaporoso vestido flotando tras ella como alas de cuervo. No podía perder unos segundos preciosos examinando al herido, alcanzado en pleno rostro por la explosión de su Sten; en ese momento, atrapar a la austríaca era lo más importante. Salí corriendo tras ella con el arma en la mano, inútil tal vez, pero pesada y tranquilizadora en mi palma. Volé escaleras abajo, conseguí situar a la fugitiva en mi línea de tiro y abrí fuego. El disparo partió esta vez, pero la bala fue a aplastarse en la pared bastante lejos por encima de Keller. De nuevo apreté el gatillo, preocupándome de controlar el temblor de mi brazo y de bloquear mi respiración mientras apuntaba a la chica en medio de la espalda. No estaba muy lejos por debajo de mi posición, como mucho a veinte pies, apenas la distancia que separa la cola de la cabeza de un autobús londinense, y sin embargo fallé. Y por mucho, ya que vi cómo el impacto del plomo hacía surgir un gran haz de yeso a seis pies largos por detrás y a la derecha de mi diana. Presa de la exasperación, renuncié a utilizar mi arma. Sea porque tuviera algún defecto, o porque una suerte sobrenatural protegiera inexplicablemente a Keller, era del todo evidente que el Webley se demostraba una pieza inútil para esta caza. Seguí, pues, bajando las escaleras, gritando no sé qué locas injurias en dirección a esta chica que, a pesar de ir calzada con chinelas de tacón, se movía con la rapidez y la agilidad de una gata.

Las detonaciones, los gritos, habían hecho subir a nuestro encuentro a dos de los policías militares que Norrington había asignado a la vigilancia de los ascensores. Vi cómo sus ojos se dilataban mientras sobre ellos se abalanzaba la figura fantasmal de una joven medio desnuda y en el hueco de la escalera resonaban mis exhortaciones a que no utilizaran sus armas para detener a la agente del SD. No obstante, de nada sirvieron mis advertencias. Dickinson apoyó la culata de su Sten en la cadera y se aprestó a lanzar una ráfaga, pero el cartucho explotó en la cámara de percusión, acribillando el vientre y la ingle del infortunado con fragmentos de hierro cortantes como metralla. Armstrong, por su parte, trató torpemente de tirar de la espiga de armado para hacer subir la primera bala al cargador de su cañón, pero la palanca, como si estuviera soldada al cuerpo del arma, permaneció obstinadamente clavada. Keller no tuvo ninguna dificultad en deshacerse del soldado precipitándole por la escalera con un golpe del hombro. Con un espantoso crujido de vértebras, el Red Cap cayó en mala posición y no volvió a levantarse.

Keller ya estaba llegando a la planta baja. Ya sólo quedaba yo para detenerla, así como un hombre que todavía permanecía en el vestíbulo de entrada y los dos apostados ante la puerta giratoria. A pesar de la frenética lucha que se había desencadenado en el hotel, la orquesta seguía tocando como si nada hubiera ocurrido. Los cobres, los timbales, los violines hacían estallar sus dulces flores sonoras, en un incongruente contrapunto al desastre que se desarrollaba en el establecimiento. Alertados por el ruido de la explosión en la escalera, los dos soldados que estaban de guardia en la entrada llegaron como refuerzo. Tal vez Keller les viera, porque giró hacia su derecha para lanzarse al interior de la sala de baile como una nadadora a las olas de un mar agitado. Desarmada, no podía tomar un rehén para proteger su salida; pero en cambio, podíamos perderla fácilmente entre la movediza multitud que bailaba bajo tres enormes arañas de cristal. Delawney fue más rápido que yo y salió en persecución de la joven sin que tuviera tiempo de prohibirle que hiciera uso de su arma. Oí que gritaba, o más bien que ladraba, un magma de palabras incomprensibles pero que debían de ser una orden. Y en el momento en que entraba a mi vez en la vasta sala, lanzó una larga ráfaga de siete u ocho cartuchos que se perdieron en el techo. Algunos de los disparos rebotaron en los cristales de una araña cortando en finas astillas el vidrio de la luminaria, cuyos soportes cedieron al mismo tiempo bajo la presión conjugada de las ondas de choque. La enorme masa se aplastó contra el suelo con un ruido de bomba, aunque, milagrosamente, no aplastó a nadie. A partir de ese momento, un gigantesco pánico se adueñó de la escena. Las salidas fueron tomadas por asalto. Empujadas, golpeadas, sacudidas en todos los sentidos por los movimientos de la multitud, las personas más débiles, las menos reactivas, o sencillamente las menos afortunadas, fueron salvajemente pisoteadas. La orquesta, por descontado, había dejado de tocar, y los músicos, tan aterrorizados como los bailarines, utilizaban sus instrumentos como mazas para abrirse paso hacia las dos únicas puertas de salida.

¿Dónde estaba Keller en medio de esta desbandada? Imposible verla. Su bata negra con finos arabescos dorados era indistinguible entre los innumerables vestidos de noche, y los movimientos caóticos de la masa la protegían mejor que si hubiera vuelto a refugiarse en el vientre de su madre. Dejando que Delawney probara suerte y rezando interiormente para que no decidiera provocar una nueva catástrofe con su Sten, volví sobre mis pasos para tratar de filtrar las salidas laterales con la esperanza de atrapar allí a Keller si trataba de utilizarlas. Yo también tuve que utilizar los puños y los codos para abrirme paso por entre esa multitud aterrada por los disparos y la desintegración de la gran araña. Perdí un tiempo precioso, recibí golpes traicioneros en las costillas y la tibia, pero de todos modos conseguí, agitando mi Webley bajo las narices de aquel gentío enloquecido, impresionarles lo suficiente para conseguir por fin volver al vestíbulo de la entrada principal. Recuperando al paso al sargento Grant, lo arrastré conmigo al pasillo de gala que bordeaba el salón de baile.

– ¡Hay dos puertas, vigile la primera y yo controlaré la segunda! -aullé al suboficial, al que el giro de los acontecimientos no parecía haber impresionado excesivamente y que aún tuvo la presencia de ánimo necesaria para preguntarme: