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– Pero, por Dios, teniente, ¿qué aspecto tiene esta chica?

– Rubia, alta, peinador de seda negra con motivos dorados…

Era consciente de que la descripción no tenía ya ningún valor, pero era todo lo que me sentía capaz de decir en ese instante. Sólo un milagro hubiera hecho que Keller cometiera ahora la estupidez de pasar ante mí. Yo sabía que me había reconocido. Me conocía desde hacía tiempo y estaba seguro de que no me habría olvidado después del siniestro crepúsculo en el río Hoogly. El milagro no se produjo. El torrente de fugados redujo poco a poco su caudal y acabó por secarse del todo sin que ninguna silueta parecida a la de la espía de Heydrich se dibujara ante mis ojos. El sargento de la policía militar me lanzó una mirada de decepción, a la que sólo pude responder encogiéndome penosamente de hombros. Con una seña, indiqué a mi nuevo acólito que deberíamos optar por registrar el salón de baile, ya que aún quedaba la remota posibilidad de que se hubiera ocultado en él. Suspirando -temía también encontrar allí el cadáver de Delawney-, volví al salón. A mi izquierda, la araña destrozada relucía como una pirámide de cristales de sal. A mi derecha, el estrado de la orquesta se había convertido en un acumulo de pupitres volcados, instrumentos abandonados, botellas rotas… Sentado con la espalda apoyada contra una de las patas del piano, un tipo gordo vestido con una chaqueta blanca se sostenía la cabeza apretando un pañuelo contra su sien; la sangre corría entre sus dedos. Un poco más lejos, un hombre flaco de cabellos rojizos ayudaba a una anciana a levantarse. La pobre mujer aullaba de dolor y parecía malherida. Aquí y allá, una decena de figuras se agitaban más o menos débilmente sobre el hermoso parqué encerado, moviendo los brazos como nadadores perdidos en alta mar. El soldado Delawney se aprestaba a levantar los manteles con la punta de su Sten para verificar que no hubiera nadie escondido bajo las mesas. Tenía las mandíbulas crispadas y sus manos apretaban el arma con tanta fuerza que sus falanges estaban blancas. En el momento en que avanzaba hacia él, una corriente de aire fresco me golpeó de pronto en la cara. Ante mí, una alta ventana dejaba entrar el viento de la noche. Una silla, una mesa tal vez, había sido lanzada a través del vidrio para permitir una huida rápida por los jardines. En una de las puntas de vidrio que brillaban en los bordes del agujero se había quedado enganchado un jirón de ropa. Apenas era nada. Sólo una larga mecha de seda de color negro hermosamente veteada de hilos de oro…

Segundo libro de David Tewp

EL REY SIN CORONA

Por el diccionario inglés-alemán que el documentalista de primera clase Eric Arthur Blair había tenido la amabilidad de extraer para mí de uno de los polvorientos estantes de los archivos, supe que la palabra Feigheit significaba «cobardía» en la lengua de Goethe, de que el término Doppelzüngigkeit se traducía por «doblez» y de que el germánico Naivitat se correspondía con bastante exactitud con nuestro vocablo «credulidad». Feigheit; Doppelzüngigkeit; Naivitat. Cobardía; doblez; credulidad… Ostara Keller había garrapateado estas palabras en tres hojas encontradas en la 511. Antes de que la policía iniciara el registro en toda regla de sus habitaciones, yo apenas había tenido tiempo de volver a subir allí para recoger la gran libreta de dibujos y las cartas celestes anotadas. Realmente, había actuado sin reflexionar. Tal vez porque por instinto sentía que esos documentos eran demasiado importantes para que los dejaran dormir en unos archivadores. Por las descripciones de Garance de Réault, sabía que las hojas con anotaciones eran cartas astrales. En estas páginas había nombres, nombres británicos. Feigheit resumía toda la carta astral que Keller había levantado sobre el capitán Odet Willigut Gillespie. Doppelzüngigkeit era el juicio último e infamante que la austríaca había dictado sobre el coronel Virgil Thomas Hardens. En cuanto a Naivitat, figuraba en el encabezamiento de la carta celeste de cierto nativo de Brighton, el teniente David Norman Tewp. Es decir, yo mismo. ¡Y había otros muchos nombres, una gran cantidad de estudios astrológicos en el cajón de Keller! Creo que todo el organigrama del MI6 de las Indias había sido objeto de examen,

y me preguntaba cómo había podido la joven procurarse los datos y los lugares de nacimiento de toda esa gente. ¿Por adivinación? Tal vez. Después de todo, todo lo relacionado con ella acababa por parecerme posible, e incluso lo improbable se convertía en una cuestión casi banal. Pero, aun así, encontraba más lógico pensar que había un topo entre nosotros. ¿Acaso no era normal, en el fondo? Todos los servicios de información del mundo sufren esta plaga. Al fin y al cabo nosotros mismos, los ingleses, ¿cuántos agentes dobles manteníamos en el seno del Deuxiéme Bureau francés, el OSS americano, el NKVD soviético o el Rikugun Johobu japonés? Pero esto carecía de importancia, porque ahora todos mis pensamientos se centraban en Keller. Quería encontrarla a toda costa, para abatirla como al ser dañino que era. Yo no tenía esa misión oficial. Sólo la carta blanca tácitamente concedida por Hardens después del asesinato de dos agentes y la eliminación de un destacamento de la policía militar por esta joven de veintitrés años, fina y ligera como una liana, pero torva y feroz como una loba.

Los hechos que habían ocurrido esa noche en el Harnett habían sido particularmente difíciles de explicar a las autoridades de la ciudad. Por más que la Firma gozara de cierto margen de maniobra cuando sabía actuar con discreción, la noticia del giro trágico que había sufrido la carga que Hardens había ordenado contra la ciudadana austríaca Ostara Keller había corrido, como es lógico, rápidamente por toda la ciudad y había conmocionado a más de un alma sensible. Tras ser convocado al alba por el gobernador de la provincia, Hardens había tenido que explicarse y sufrir luego las iras del cónsul Von Salzmann, quien se había puesto hecho una fiera cuando supo que la joven había sido acosada como una bestia salvaje en los pasillos de su hotel. El diplomático apenas se había inmutado cuando le habían comunicado que Keller no había dudado en matar a cuatro hombres en su huida, que existían fundadas sospechas de que era culpable del asesinato de dos agentes y que posiblemente planeaba, además, un atentado contra el rey.

– ¡Esto no tiene ningún sentido! -había soltado el berlinés tras presentársele los cargos que pesaban contra la joven del SD-. ¡Su soberano Eduardo VIII es el mayor amigo que Alemania haya tenido nunca en el trono inglés! Bien al contrario, nuestra preocupación es que reine el mayor tiempo posible para fortalecer los lazos entre su pueblo y el nuestro. ¡Dos razas emparentadas! ¡Casi hermanas! De las que nuestro propio Führer ha dicho que no deben volver a combatirse jamás. ¡No lo olvide!

Hardens sólo me había relatado fragmentos de esta conversación, y yo había deducido de ellos que el resto de la entrevista no se había desarrollado precisamente a su gusto. El coronel había vuelto cabizbajo de la sede del gobernador, consciente de que en breve se transmitiría a Londres un informe sobre él firmado por el administrador civil de Bengala. Probablemente no pasaría mucho tiempo antes de que Hardens recibiera la comunicación de un traslado a un lugar poco halagador.

– Tewp, ayer por la noche me dejé llevar. Jamás hubiera debido confiar el arresto de esta diablesa a Norrington. Hubiera debido… no sé… En fin, el caso es que Keller se ha esfumado y no volverá a asomar su bonita nariz antes de golpear. Pero ¿a quién? ¿Dónde? ¿Y cuándo? ¡Seguimos sin tener ni la más remota idea de sus intenciones! ¿Ha descubierto algo interesante entre sus pertenencias?