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Evidentemente. En primer lugar, las cartas astrales. Le hablé de ellas a Hardens vagamente, sin mencionar, de todos modos, los juicios lapidarios con que la austríaca había estampillado sus estudios; no para ahorrarle un disgusto al viejo oficial, que sin duda había tenido que soportar ya una retahíla de comentarios desagradables del gobernador, sino porque era consciente de su insensibilidad a esta extraña vertiente de la personalidad de Keller. Tenía razón: el coronel descartó la información con un gesto desdeñoso.

– ¿Astrología? ¡Es ridículo! ¡Pamplinas de continentales! Ahórreme estas historias, ¿quiere?

– Sin embargo, coronel, no debemos olvidar que esta mujer se ha procurado una veintena de nombres y de fechas de nacimiento de oficiales del MI6 destinados a Delhi y Calcuta. ¡Y eso no está al alcance de cualquiera!

– Sí, tal vez. Pero le ruego que no empiece a ver topos por todas partes. No creo que existan entre nosotros. Bengala no es una posición suficientemente estratégica y cualquier ordenanza indígena espabilado estaría encantado de conseguir algunas rupias vendiendo este tipo de información a quien se lo pidiera. ¿Algo más?

De un maletín que había traído conmigo, había sacado entonces y colocado sobre el escritorio de Hardens la daga que Keller había lanzado a la garganta del soldado Liman y que yo mismo había retirado de la tráquea del desventurado. Era un cuchillo de combate largo, notablemente equilibrado, de hoja afilada en ambos bordes y con un mango de madera negra de una forma característica.

– Daga reglamentaria SS -dijo Hardens examinando el objeto-. Magnífica arma. Forjada en tamaño reducido a partir del modelo de las espadas del ejército romano tal como aparecen esculpidas en la Columna Trajana…

– ¿La Columna Trajana, mi coronel?

– Un pilar erigido para conmemorar las victorias imperiales sobre los dacios, el antiguo pueblo de la actual Rumania.

¿Los dacios? ¿En Rumania? Aquello me hizo pensar en la pareja que vivía en la inmensa villa de Shapur Street, Laüme y Dalibor Galjero… ¿No deberíamos escucharles, a ellos también, teniendo en cuenta que Keller les había visitado? Tal vez tuvieran una idea de dónde se ocultaba la joven ahora. Incluso cabía la posibilidad de que le dieran cobijo.

– ¿Quiere interrogar a los Galjero? -preguntó Hardens, atragantándose casi, cuando le comuniqué mis intenciones-. ¡Sáqueselo inmediatamente de la cabeza, Tewp!

– Pero coronel, no veo por qué esta gente tiene que beneficiarse de un trato de favor. ¡Son extranjeros en nuestro territorio, y como tales se supone que deben colaborar en las investigaciones de las autoridades de la Corona!

Hardens se aclaró la garganta, abandonó un instante su asiento para sacar dos vasos y una botella de licor que guardaba en un armario, y después de volver hacia mí y de servirnos a los dos un poco de ese jarabe rojizo, adoptó un tono confidencial para pasar a otro tema.

– ¿Recuerda que recientemente le mencioné una misión a la que quería destinarle? Una misión que le iría como un guante…

Esta introducción me daba mala espina. Me arrellané en mi sillón y me limité a emitir un gruñido a modo de respuesta.

– Pues bien… esta misión… Dese cuenta de que esto es confidencial, Tewp. Esta misión está en relación con la llegada de nuestro soberano a las Indias…

– ¿Tengo que abandonar Calcuta para seguirle, mi coronel?

– ¡No! Al contrario. Se quedará en la ciudad.

– Pero, según tengo entendido, Bengala no tiene el honor de ser una escala en la visita real.

– No se trata del rey, Tewp. Se trata de la que tal vez elija como esposa. La señora Wallis Simpson.

– ¿La americana?

– Por desgracia, sí…

A Hardens le resultaba difícil hablar y esperaba mis preguntas. Curiosamente, yo no tenía ganas de facilitarle la tarea. Crucé los brazos, como un escolar terco que no quiere entender.

– La señora Simpson acompaña al rey a las Indias, Tewp. Con carácter informal, claro está. Evidentemente permanecerá al margen de las celebraciones y del circuito oficial. Durante toda la semana en que Eduardo VIII se encuentre en viaje de representación en Karachi, Bombay, Delhi, ella le esperará aquí. En Calcuta.

Suspirando, tendí la mano hacia mi vaso y bebí de un trago el brebaje que contenía. Permanecimos ahí sentados, en silencio, durante un minuto largo. Yo sabía que las malas noticias no habían acabado. Presentía que llegaría otra. Y Hardens acabó por formularla.

– Teniente Tewp, le designo para servir de ordenanza a la señora Wallis Simpson durante su estancia. ¡Lo lamento, amigo, pero realmente no tengo elección!

Negarse no pertenecía a la esfera de lo posible. En primer lugar, porque se trataba de una orden. Luego, porque, incluso a miles de millas de Londres, yo seguía siendo un súbdito de la Corona británica y me resultaba inconcebible olvidar la fidelidad que debía a mi rey. Y finalmente, porque, por extraño y desagradable que fuera, aquello me proporcionaba una ocasión inesperada de acercarme a Keller. La llegada de la señora Simpson a Calcuta no hubiera constituido un secreto de capital importancia si Eduardo VIII no tuviera previsto reunirse aquí con ella por unos días en cuanto finalizara su visita oficial. Tenía la certeza de que ésa era la razón de que la ciudad se hubiera convertido en escenario de toda esta agitación en las últimas semanas. Por fin todo adquiría un sentido: la llegada de Keller y sus contactos con Erick Küneck, el recluido de Delhi; las alusiones de Gillespie al interés que de pronto parecía conceder la metrópoli a la región de Bengala; e incluso la frase de Surey sobre un secreto de Estado que no quería revelar a un loco como yo que daba fe a actos de brujería y hechicería.

Las piezas del rompecabezas parecían reunirse…, pero sólo en apariencia. Porque, si se analizaba bien, aún existían demasiadas zonas de sombra, demasiadas incoherencias, que entorpecían todavía una visión de conjunto. Reflexioné sobre esto mientras bajaba la escalera de los Grandes Apartamentos para volver a mi antro. Von Salzmann ya se lo había dicho a Hardens: Eduardo era el soberano soñado para los alemanes. ¿Por qué asesinarle? ¿Y por qué precisamente durante su estancia en las Indias? Si existía alguien susceptible de que ellos eliminaran, sería más bien Wallis Simpson, la única persona que podía hacer que el soberano abdicara. Si yo hubiera sido alemán, no hubiera dudado ni por un instante de que la divorciada era la reina negra que había que expulsar urgentemente del tablero político británico… Sí, era lógico. Pero de todos modos tenía necesidad de confrontar mis deducciones con una mente sólida, con un hombre familiarizado con la situación en la Corte. Necesitaba hablar con el muy chismoso y muy informado capitán médico Nicol.

– Nuestro rey Eduardo ascendió al trono en enero de este año -me recordó el oficial médico al recibirme en su refugio, una habitación que tenía tanto de gabinete de consulta como de cámara de coleccionista de antigüedades- Ahora estamos a principios de octubre. Por curioso que pueda parecer, Eduardo es todavía un rey sin corona, ya que aún no ha sido consagrado formalmente en Westminster. Desde un punto de vista administrativo, Eduardo VIII es nuestro soberano. Espiritualmente, aún no ha recibido la unción. Por eso aún puede abdicar sin que eso plantee auténticos problemas…

– ¿No cree que la otra opción sea factible?

– ¿La otra opción? ¿Qué quiere decir? ¿Que esa condenada arpía de las colonias ascienda al trono de Inglaterra? ¡No! ¡El entorno jamás permitiría que estallara semejante escándalo! Son perros guardianes, ¿sabe? Eduardo es perfectamente consciente de esto, aunque sea un poeta, un niño que no ha llegado a crecer. Este muchacho está más interesado por los placeres de una pequeña vida burguesa que hecho para la munificencia y las servidumbres de la realeza. Aunque se atreviera a revelarse para imponer esta unión, no daría la talla ante su hermano, sus primos, el primer ministro Baldwin y el arzobispo de Canterbury. No tiene ninguna oportunidad. Si quiere que la señora Simpson le sirva el desayuno en la cama sin que nadie encuentre nada que objetar, sólo tiene una salida: la abdicación.