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– Capitán, ¿y si usted fuera alemán? ¿Qué actitud adoptaría frente a esta perspectiva de abdicar del trono?

Nicol se rascó la cabeza.

– ¿Si fuera alemán? Pues bien… ¡Eso no es un misterio para nadie, Tewp! Eduardo VIII está… muy próximo a ciertos medios favorables a los regímenes duros que se han establecido en el continente. Recibe a su mesa a los Mosley, así como a una de las hijas de lord Redesdale, Unity Mitford, de quien se rumorea que es la amante de Hitler, y a muchos otros también. Toda esta gente ha sido mesmerizada por los faquires de Berlín y de Roma, que no cesan de alabar ante nuestro rey su grandeza, su eficiencia, su fuerza, su audacia… Eduardo… Eduardo es un romántico. Y un indeciso además. ¡Una mala mezcla! Tal vez sea también demasiado influenciable para lo que se espera de un soberano. Recuerde que saludó al nuevo embajador de Alemania tendiendo el brazo al modo del saludo nazi. Esto no causó buena impresión entre los que, en la Corte y en los ministerios, se siguen sintiendo profundamente apegados a nuestro régimen parlamentario…

– ¿Y entonces? ¿Si fuera usted alemán?

– Rezaría todos los días para que el trasero de este gentil muchacho siguiera calentando el trono inglés el día en que mi país entrara en guerra con Polonia o con Francia, porque entonces estaría seguro de ver a Eduardo removiendo cielo y tierra para que Gran Bretaña rompiera sus alianzas y permaneciera neutral en el conflicto… ¡Lo que aliviaría considerablemente las preocupaciones de mi Führer!

– Y en consecuencia, ¿no vería mal la eliminación de Wallis Simpson?

– ¡Incluso la desearía ardientemente!

– ¿Y si Eduardo decide marcharse? ¿Quién le reemplazaría?

– Su hermano. Que entonces tomaría el nombre de Jorge VI. Y ése es el deseo de muchos, porque, al contrario que su hermano mayor, es un germanófobo declarado que no cederá ni una pulgada de terreno a los nacionalsocialistas, igual que no lo hará con los fascistas italianos o los falangistas de Madrid.

Nicol había respondido a todas mis expectativas, a todos mis interrogantes. Era evidente que, al margen de un simple asunto de cama -aunque fuera real-, se planteaban aquí toda una retahíla de consideraciones de orden diplomático y militar. Sí, decididamente la señora Simpson, más que Eduardo, era la criatura a abatir para los alemanes. Todo estaba claro ahora. Keller debía de ser la agente que el SD había enviado para eliminar a la americana y preservar a Eduardo de cualquier tentación de abdicar del trono. Era muy simple. Quizá demasiado. Sin duda todavía había trampas, dobles fondos, señuelos cuya existencia yo no percibía. Tal vez. O tal vez no… Era imposible saberlo. Le di las gracias a Nicol por la conversación, pero decliné su ofrecimiento de ir a cenar al comedor de oficiales. De pronto mis ojos sentían necesidad de impregnarse de otros colores que no fueran el caqui de los uniformes. Necesitaba animación y movimiento. Necesitaba gestos naturales, sin saludo obligatorio a los superiores y sin réplicas afectadas a los subordinados. Necesitaba un toque de vida civil.

KALIGHAT ROAD

Cogí un tranvía que me dejó en la ciudad y caminé al azar por un barrio tranquilo que en nada parecía distinguirse de los otros. Viniendo del oeste, donde se habían formado sobre las aguas del golfo de Bengala, densos escuadrones de nubes ensombrecían el cielo aún claro en el oriente. En un complot de oscuridades, la noche venía al encuentro de la tempestad. Sin embargo, paradójicamente, el calor era a cada segundo más asfixiante. Cada vez me costaba más respirar y el sudor dejaba un largo reguero pegajoso en mi espalda. Los ya escasos transeúntes, presintiendo la llegada inminente de la tormenta, aceleraban el paso para volver a sus hogares. Al oír el fragor prolongado y sordo de un primer trueno, me apresuré a buscar un refugio -una tienda, un café, un simple porche incluso-, porque sabía por experiencia que se avecinaba un diluvio. Crucé una larga explanada plantada de árboles que maltrataba el viento y luego atravesé el enlosado ya desierto de una especie de mercado al aire libre. Un poco más lejos había un edificio extraño del que veía los tejados. Corrí hacia él. Un violento relámpago iluminó mi entorno con su fosforescencia y, por espacio de un segundo, el mundo entero adquirió una tonalidad blanca. Las primeras gotas de lluvia cayeron, espaciadas, perezosas, pero grandes como ojos de toro. Al entrar en la avenida que conducía al edificio, mis ojos se deslizaron sobre la placa esmaltada donde estaba inscrito el nombre de la calle. Kalighat Road… Me detuve. Ya habían pronunciado este nombre ante mí… ¡La voz de Swamy! «Madame de Réault me pidió que la condujera al templo de Kalighat Road…», había respondido el caporal a mi pregunta de dónde había sacado la francesa a Darpán y Ananda, los sacerdotes Bon Po que habían salvado al pequeño Khamurjee y que, con su extraño saber, me habían curado a mí también de la lepra Keller. Kalighat Road, la avenida en la que habían edificado la iglesia de Durga, la diosa de la muerte. ¿Era posible que ese edificio del que había percibido confusamente los tejados fuera precisamente este monumento? La lluvia, que a cada segundo se hacía más intensa, no me dio tiempo a interrogarme sobre aquello. Las ráfagas de viento me envolvieron y me empujaron a lo largo de esta calle hacia el templo de contornos imprecisos, diluidos por las aguas del cielo. Me levanté el cuello de la chaqueta y, encorvando los hombros, franqueé corriendo una especie de terraplén fangoso procurando evitar los charcos que ya se formaban y se hinchaban visiblemente, y luego subí de cuatro en cuatro los escalones de piedra para guarecerme cuanto antes bajo el porche de columnatas negras que se levantaba a la entrada. La tormenta descargaba en cataratas, hasta el punto de que ya me era imposible ver nada de la ciudad. Me sentía aislado por una muralla de agua. Atrapado, me volví hacia el templo, donde reinaba una oscuridad distinta, más amenazadora aún. Una opacidad de caverna, un frío de mausoleo. Avancé, sin embargo, unos pasos para observar mejor el lugar. Vi algunas velas parduscas colocadas directamente sobre el suelo de piedra, que parecían constituir toda la iluminación del recinto. Entré. Aparte del chorrear del agua que caía formando cintas sobre los muros del edificio, no percibía ningún ruido. Por todas partes, mi mirada tropezaba con un bosque de columnas esculpidas. Me agaché para coger una vela y me adelanté para examinar a la luz de la llama los detalles de los pilares; pero enseguida abandoné la inspección al comprobar que la luz revelaba sólo groseras anatomías humanas impúdicamente entrelazadas. Opté por seguir avanzando a lo largo de las filas de columnas. No veía a ningún fiel, a ningún sacerdote. Aparentemente estaba solo en aquella oscura nave. Llegué al fondo de la sala. Adosada al muro, una estatua de gran tamaño representaba una figura femenina de formas redondeadas y armoniosas. El rostro de rasgos regulares de la efigie, sin embargo, me pareció deformado por una sonrisa de crueldad manifiesta. Un lecho de flores negras se extendía a sus pies y, en una copa de cobre, una paloma muerta yacía en un charco de sangre coagulada. La visión me desagradó. Di media vuelta y volví sobre mis pasos, explorando el templo en todos los sentidos sin encontrar un alma.

De pronto, los latidos de mi corazón se aceleraron. Una corriente de aire se arremolinó en torno a mí y me trajo un perfume pesado que no había percibido antes. Colocando mi mano ante la llama de la vela, remonté el hilo de viento, que me condujo al fondo de la nave, a la derecha de la gran estatua. Al escrutar mejor esta zona, distinguí una alcoba que un examen demasiado rápido no me había permitido ver hasta ese momento. El soplo parecía provenir de allí. Di un paso, aparté una cortina del mismo color del muro y descubrí la entrada de un pasaje oscuro. Verifiqué que el suelo estuviera practicable y me introduje, desafiando el buen sentido, en esa galería estrecha, apestosa, construida con piedras sin tallar. La llama de mi vela apenas perforaba las tinieblas y me veía obligado a hacer pantalla con la mano para protegerla de la corriente de aire, bastante violenta, que ululaba en este raíl de piedra. Avancé sobre un suelo plano durante unas treinta yardas aproximadamente y luego se inició un declive. Poco a poco, sentí que me hundía bajo tierra. Caminé así, con suma cautela, durante tres o cuatro minutos, respirando deprisa, palpando el aire con la mano tendida hacia delante y tanteando el suelo en cada paso que daba para no caer. Finalmente creí percibir unos ecos e incluso una luz que palpitaba suavemente al extremo del corredor. Conteniendo la respiración, seguí avanzando hasta identificar con precisión dos registros de sonidos que se mezclaban. En la escala de los agudos, reconocí algo parecido a unos gañidos de animales. No ladridos de perro, ni maullidos de gato, sino más bien unos gemidos como los que son capaces de emitir los pájaros habladores o tal vez los monos. En cambio, la escala baja era sin ninguna duda humana. Hablaban. O cantaban más bien, con suavidad, melodiosamente, como se canturrea una canción de cuna para dormir a un niño. Tres o cuatro voces de bajo profundas, tranquilizadoras, susurraban aquel ritmo hechizador, modulado en canon como en un canto de iglesia. Vi que la bóveda del túnel se interrumpía formando un arco y que más allá se abría una sala iluminada por lámparas sordas o antorchas. Me arrodillé, dejé mi vela sobre el suelo polvoriento y luego me pasé la mano por la frente para enjugar el sudor que me caía en los ojos. De rodillas, con la cabeza encogida entre los hombros, y procurando no hacer ningún ruido, llegué a la entrada de la habitación. Era una sala redonda bastante grande, pintada de ocre rojo en toda su superficie, con el aire empañado por vapores de incienso y perforada por un gran foso del que no distinguía el fondo. No había nadie en la habitación. No me cabía ninguna duda de que los cantos y los gritos que seguía oyendo procedían del pozo de piedra. Tenía que ver con mis propios ojos lo que estaba ocurriendo en este agujero de donde emanaba también toda la luz. La sala propiamente dicha estaba bastante oscura, de modo que, con un poco de suerte, y si conseguía moverme sin hacer ruido, podría pasar inadvertido. Me tendí sobre el suelo de tierra batida y me puse a reptar con precaución en dirección al pozo. Con prudencia, adelanté la cabeza más allá del borde hasta la altura de los ojos. El foso debía de tener una profundidad de casi quince pies y una anchura de al menos el doble. Sólo una vieja escalera de hierro, del modelo que se utiliza comúnmente en las piscinas públicas para bajar a los baños, permitía acceder a él. Cinco siluetas pardas se encontraban en su interior. Cinco hindúes. Cuatro hombres y una mujer. Se produjo en mí una total retracción, como si todo mi ser no fuera ya más que un nervio en carne viva sobre el que pasaran la larga llama de un soplete.