En los austeros templos ingleses acostumbran a resonar sermones interminables que evocan con horror el estupro y las fornicaciones desenfrenadas a las que se entregan las pobres almas que han olvidado a Dios. Sin embargo, no fue hasta echar una mirada al fondo de ese foso, cuando estos términos tuvieron un significado real para mí. La mujer hindú estaba desnuda. Joven, con un cuerpo liso y bien formado, estaba atada a un banco groseramente tallado en la pared del foso. Sus ataduras la mantenían abierta en una pose de parturienta, pero eso no parecía turbarla en absoluto, ya que sonreía con cierta dulzura al hombre que se encontraba junto a ella. Este hombre, lo reconocí inmediatamente, era Darpán. Turbante negro, túnica blanca, y ese permanente aire altanero, despegado, frío. Encerrados en una estrecha jaula a sus pies, dos pequeños macacos, sin apenas espacio suficiente para girar en redondo, se contentaban con lanzar débiles quejidos. Frente al sacerdote y la mujer, distinguí a otras tres figuras. Tres hindúes. Desnudos. Gordos hasta la repugnancia y de una fealdad rayana en la monstruosidad, de sus gargantas salía, sin embargo, esa melopea de sirenas. Y luego todo sucedió con inusitada rapidez. Darpán abrió la primera jaula, agarró una de las aterrorizadas bestias y, con un cuchillo que se sacó de la cintura, vació las entrañas del desgraciado animal sobre el cuerpo de la mujer. La melodía se detuvo y ya sólo se oyeron los horribles estertores de agonía del animal y los aullidos de terror del otro mono, que aparentemente acababa de comprender la suerte que le estaba reservada. Darpán comprimió cuanto pudo el primer despojo para extraer de él todas las pulpas vivas, lo lanzó al otro extremo del foso y luego actuó del mismo modo con el otro animal, para esparcir seguidamente las vísceras con el fin de cubrir hasta la más ínfima parcela del cuerpo de la joven desnuda. No me rebajaré a relatar en detalle lo que ocurrió luego porque no aportaría nada. Además, lo cierto es que no vi casi nada. La sangre derramada, los gritos de las bestias sacrificadas, el olor a incienso y a humores humanos que ascendía hasta mí y, sobre todo, el obsceno sol rojo de la desnudez de la hembra humana que se agitaba impúdicamente en sus ataduras me habían trastornado. Retrocedí hasta el fondo de la habitación y apoyé mi frente contra la piedra fría para tratar de aliviar un poco el ardor de mi piel. Me sentía al borde de la náusea y enfebrecido, como al salir de una mala borrachera. Los ruidos que llegaban ahora de la fosa no eran más que gemidos, frotamientos húmedos, jadeos grotescos; no tenía necesidad de asistir a la orgía para adivinar el horrible cuadro. Lentamente, volví sobre mis pasos y recorrí de nuevo el largo pasillo oscuro hasta la nave del templo, que atravesé corriendo, ansioso por volver al aire libre y a la luz.
Fuera, la lluvia caía con menos intensidad. La tormenta se alejaba. El agua que me resbalaba por el rostro me hizo bien, y abrí la boca para bebería y aliviar mis labios agrietados y mi lengua hinchada, seca como piedra pómez. Había caído la noche. Desgarrando las últimas nubes, un rayo de luna barrió la avenida y pasó sobre mí, liberándome de los vapores malsanos que todavía sentía pegados a mis ropas. Fui a apoyarme en el tronco de un árbol. Me costaba un esfuerzo infinito, con visos de pesadilla, extraer de mi cuerpo aquella intrusión en el templo. Acababa de sorprender a Darpán, el hombre que me había salvado la vida, entregándose a prácticas monstruosas que ligaban la muerte con la lujuria. Aquello me trastornaba. ¿Quiénes eran esas gentes a las que madame de Réault había recurrido para que me salvaran? ¿Acaso sólo había sacerdotes del mal para combatir el mal? ¿Dónde estaban los guardianes del bien? ¿Dónde estaban la pureza y la inocencia? ¿No tenían ningún valor, ninguna fuerza, en este inframundo? ¿Cómo combatir estos torrentes de abyección que corrían por las venas de los hombres, envenenando el espíritu de las mujeres y haciéndoles lanzarse unos contra otros con semejante furia, con semejante inconsciencia? Dolorosamente, rehice el camino hasta el cuartel. Una hora más tarde, empapado y con el espíritu angustiado, me encontré de nuevo en la habitación que me era familiar, pero no conseguí conciliar el sueño, me revolvía de un lado a otro en mi cama, sin dejar, muy a mi pesar, de revivir la escena del pozo. Incapaz de cerrar los ojos, volví a vestirme para tomar el aire en los jardines. Debían de ser las dos, tal vez las tres de la madrugada.
El cielo se había vaciado por completo de nubes. Bajo, sobre el horizonte, Marte brillaba como una brasa, mientras que un poco más arriba palpitaba la estrella Sirius, a la que los antiguos consideraban el sol secreto del universo. La Luna estaba en su último cuarto. Recordé las palabras de madame de Réault sobre los lazos que unían al astro de las noches con las energías destructivas que Keller había lanzado sobre mí. Era necesario un ciclo completo de veintiocho días para que se cumpliera el opus nefas, su obra de muerte. Me invadió un escalofrío al pensar en lo que hubiera ocurrido si el capitán médico Nicol no me hubiera puesto en contacto con la francesa y ésta no me hubiera confiado luego a Darpán y su acólito. Seguramente ahora me encontraría en la frontera del mundo de los muertos, sufriendo una agonía atroz en mi cama de hospital, sin una pulgada de carne sana en el cuerpo. Sí, sin Darpán no hubiera habido ninguna esperanza para mí. Y sin embargo -lo había visto con mis propios ojos- este hombre era también un monstruo, igual que la austríaca que pretendía combatir. Con las manos cruzadas a la espalda, deambulé un momento por los jardines, pensativo, solitario y taciturno. Luego, al salir de un camino de grava, vi a dos hombres sentados sobre el capó de un coche de intendencia, fumando y charlando en voz baja. No les conocía. Me interpelaron, porque la noche nos libera misteriosamente de las normas y las convenciones del día y facilita el contacto humano. Me ofrecieron un cigarrillo, que acepté. Tampoco ellos podían dormir, pero era sólo a causa del calor. Uno era un escocés de Edimburgo, el otro un shetlandés, y no estaban habituados al clima bochornoso de las colonias. Mantuvimos sólo una conversación banal, que, sin embargo, apaciguó mi ánimo. No volví a mis aposentos hasta una hora antes del alba, y por la mañana decidí volver a la ciudad para hablar con madame de Réault. Quería que me dijera dónde había encontrado a Darpán y si realmente se podía confiar en ese hombre sanguinario y lujurioso.