– Darpán es un ser excepcional -me dijo la anciana, sentada conmigo bajo la glorieta de palmeras del jardín de sus anfitriones-. Sí, un ser excepcional. No un alienado. Ni un perverso. Él sigue con constancia, con escrúpulos, una vía difícil, al término de la cual espera una transfiguración de sí mismo. Un cambio. Una metamorfosis. En una jerga que está hecha sólo para ellos, los pomposos señores de la Sorbona o de la Royal British Society of Anthropology dirían: una ruptura de nivel ontológico. Pero permanezcamos simples y dejémosles a ellos el uso de estas feas palabras. Darpán se ha comprometido con la única tarea digna que un ser humano -sea hombre o mujer- puede perseguir: la búsqueda del Poder para superar los poderes…
– ¿Quiere decir que no es un sacerdote, sino más bien una especie de… mago?
– Magia, brujería, sacerdocio… Todo es lo mismo. Cuando un sacerdote católico, ortodoxo o protestante oficia, cuando dice misa o administra los últimos sacramentos, ¿qué cree que hace? ¿Que gesticula en el vacío? ¿No llama acaso a actuar a unas fuerzas que le superan?
La pregunta me chocó.
– ¡Pero un sacerdote cristiano no puede ser comparado a un vulgar brujo, madame de Réault!
– ¡Justamente sí, oficial! Las religiones son brujerías enmarcadas e integradas en las instituciones. Nada más. Considérelas de otro modo y equivocará el camino. ¡Es el error capital que nunca hay que cometer! Yo misma realicé un enorme progreso el día que comprendí que debía hacer saltar el barniz moral que había recibido en Europa para poder captar algo en las prácticas que tienen curso en Asia. Y tuve la sensación de progresar aún más cuando apliqué esta ausencia de prevenciones a los equivalentes occidentales de estas prácticas. A modo de resumen, le diría que así es como hay que razonar: faquires, magos, brujos, chamanes o incluso sacerdotes (cualquiera que sea el nombre que les dé) manipulan energías que la ciencia positiva ignora o quiere ignorar. Estas energías son triples. Irrigan a la vez el mundo exterior, la estructura íntima del hombre y (última capa y tal vez la más importante) el imaginario de las comunidades humanas. ¡En cierto modo es como si todos los temores, todos los deseos individuales, se aglutinaran y acabaran por hacerse consistentes, activos y autónomos! Es lo que los magos más avanzados conocen como egrégores. Yo creo, ¡y lo creo porque lo he visto!, que, si se dominan, estas tres energías pueden tener efectos en casi cualquier dominio. Son los famosos «poderes» tan a menudo descritos y tan ávidamente buscados. En la mayoría de los humanos, sólo son potenciales que nunca se actualizarán. Pero para los que consiguen dirigir estas energías (por iniciación, revelación o incluso simple «accidente» a veces), el mundo puede convertirse en un campo de actuación sin límites en el que la moral conveniente para los otros hombres ya no puede, ¡no debe, estar en curso! ¿Comprende? -Creo que sí… -dije tímidamente.
– ¡Magia blanca, magia negra… todo esto no es más que una distinción intelectual para diletantes! En lo real todo se mezcla, y hombres de gran valor pueden verse conducidos a ejecutar acciones que nosotros juzgaríamos criminales aplicando el rasero de nuestra justicia profana. Sabe, es del dominio público que hubo papas que se entregaron a la magia negra para revitalizar rituales, símbolos, lugares importantes de su religión; ¡dicen que hasta la propia basílica de San Pedro! ¡Ellos no habían olvidado que el cristianismo es parcialmente un chamanismo como los otros, que obedece a las mismas leyes energéticas, a las mismas leyes mágicas! Numerosas sectas tienen como primer nivel de enseñanza la necesidad de despojarse de estos prejuicios morales. Me viene a la memoria, por ejemplo, el grupo de un tal Carpócrates, un gnóstico. Para esta gente, la purificación del alma sólo podía hacerse realidad a condición de practicar antes las peores aberraciones. Lo mismo ocurre en el caso de los musulmanes con la secta de los malamatiyya, «las gentes de la reprobación». Estos seres piadosos en extremo pensaban que mostrar una pureza de asceta ordinaria era una incalificable prueba de orgullo a los ojos del mundo. ¡Imagine cómo hubieran juzgado a Gandhi! De modo que en lugar de contentarse con vivir en el confort de una santidad demasiado visible, se lanzaron a robar, incendiar, calumniar, fornicar o incluso matar tanto como podían, todo para vivir una ascesis totalmente interior, insospechada y, por tanto, más meritoria según ellos. Dejaron textos que superan en calidad a todos los de los místicos canonizados por el gran sachem de Roma. ¡Las columnas del Cielo siempre tienen su pie en el Infierno, Tewp! No lo olvide nunca. A ojos de nuestra moral contemporánea, esto es evidentemente condenable, pero en términos de pura magia, el principio que seguían los carpocracianos o las gentes de la reprobación era simple, e incluso sano observado con mayor detenimiento: se trataba de agotar las posibilidades inferiores de su ser exprimiéndolas hasta la saturación. Es un mecanismo de deshabituación. ¡Atráquese una vez de chocolate hasta reventar y luego le repugnará toda su vida! ¡Lo mismo ocurre con los deseos lúbricos o asesinos!
– Pero ¿por qué sufrir este proceso de deshabituación?
– Simplemente porque estos potenciales inferiores bloquean la expresión y la circulación de otras energías útiles a la expresión de los «poderes».
Al ver que yo seguía pensativo, la francesa prosiguió:
– A fin de cuentas, el argumento de los psiquiatras modernos sobre la necesidad de sacar a la luz los tormentos del inconsciente para poder así librarse de ciertas obsesiones es comparable a este género de procedimientos iniciáticos. El principio es idéntico. La escena de que fue testigo ayer noche en el templo de Durga participa de esta dinámica. Porque también la India posee este tipo de vía. Y la espiritualidad hindú es incluso una de las que mejor exprime estas potencialidades a través de lo que se conoce como maithuna, una de las ramas del tantra.
Madame de Réault quiso salir a estirar las piernas antes de seguir hablando. La naturaleza de esta mujer exigía movimiento. Siempre. Los salones la aburrían. Las ciudades la ahogaban. Apenas llevaba dos meses instalada en Calcuta y ya se preparaba para partir.