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– Echo en falta las montañas, oficial Tewp. Creo que pronto abandonaré Bengala. Aquí todo es demasiado… civilizado. Demasiado ordenado. Demasiado poblado también. Necesito los bosques. Necesito las cascadas y los glaciares. Incluso a mi edad. Y tal vez esta necesidad se me haya hecho aún más acuciante ahora. A usted también le ocurrirá.

Yo había reprimido una sonrisa mientras caminábamos. No, no creía que ella y yo compartiéramos la misma necesidad de movimiento incesante, la misma voluntad de liberarnos del mundo. Yo sabía bien que era tan hogareño como aventurera era esta mujer elegante y fina, de mirada aguda, pero dulce también y casi maternal cuando se posaba en mí.

– ¿ Quiere hablarme un poco más de lo que denomina tantra y maithuna, señora?

– El tantra, oficial Tewp, es una disciplina cuyo principio esencial es el de agitar y luego canalizar las energías sexuales para dirigirlas hacia un objetivo de transformación del ser entero. Es a la vez una práctica religiosa, una disciplina física y psíquica, un camino iniciático, una filosofía, una sabiduría absoluta y una infecta brujería. Maithuna es esta forma hechicera, negra, del tantra. Si me permite la expresión, es su «tubo de alcantarilla». Los celtas también tenían algo así, aunque ellos lo denominaban el tenghern. Muy duro de dominar, muy duro de soportar, pero muy eficaz, al parecer. En el maithuna todo empieza por una serie de envilecimientos sexuales destinados, entre otras cosas, a liberar al ser de su barniz cultural inicial. Todo esto puede mezclarse con magia roja, magia de sangre animal… en el mejor de los casos. Es lo que debió de ver ayer por la noche. Darpán es un maestro iniciador del maithuna. Pero no practica los oficios con sacrificios humanos. En fin, para ser del todo honesta, digamos que hace mucho tiempo que no practica oficios con sangre humana. Ha dejado atrás esta etapa.

Un estremecimiento helado recorrió mi cuerpo.

– ¿Quiere decir que Darpán ha practicado el maithuna en…?

– Según las reglas del arte, sí… en otro tiempo. Es así. Sabe, oficial Tewp, la sangre tiene sus misterios. Resuena según sus fuerzas propias, pero también es un captador y un fijador de otras energías: las del dolor, las del miedo, las del deseo carnal también. La pulpa de los sacrificados tiñe el cuerpo de los oficiantes y los imprime de una vitalidad que ayuda a su metamorfosis física y espiritual. Eso es la magia roja. Y es algo que se remonta a la noche de los tiempos. Tómelo como quiera, pero también porque se ha atrevido a franquear ciertas puertas, Darpán ha podido adquirir los conocimientos que le han salvado la vida, oficial Tewp. Si no lo hubiera hecho en su juventud, no sería tan fuerte como lo es hoy…

El desapego, la frialdad, el cinismo incluso con que madame de Réault evocaba el pasado criminal de Darpán me rebelaban.

– ¿Cómo se puede quedar tan tranquila ante la evocación de semejantes abominaciones, señora? ¡Perdóneme, pero no lo comprendo! ¡O mejor dicho, me niego a comprenderlo! ¡Verter sangre de inocentes no tiene excusa ninguna, nunca la ha tenido ni la tendrá jamás!

– ¿Quién le dice que estas personas fueron sangradas hasta la muerte? ¿Quién le dice que eran inocentes? ¡Y además, los cristianos hacen algo aún peor al comer el cuerpo de su Dios y absorber su fluido vital todos los domingos en la misa!

– ¡Pero, madame, eso sólo son símbolos!

Esta vez fue la francesa la que alzó la voz.

– ¡Ah, no, oficial Tewp! ¡Esto sería demasiado fácil! ¡Una cosa o la otra! O bien es usted cristiano, y por tanto un auténtico teófago cada vez que el sacerdote deposita la hostia sobre su lengua para que se funda y vierte luego el vino de misa en su garganta, o bien no lo es; si es así, entonces jugar a hacer creer que es un buen fiel es una abominable trampa que se hace a sí mismo. ¡Los actos de fe no soportan las medias tintas, las marrullerías ni las simulaciones, teniente!

Fruncí el ceño. En el campo de batalla de la racionalidad pura, la francesa mantenía posiciones inexpugnables. Sin embargo, me resultaba difícil admitirlo, y juzgué oportuno tratar de despertar en ella un conato de culpabilidad. Peleé duro para intentar llevarla a confesar lo que yo sospechaba desde que había expresado abiertamente su admiración por Darpán.

– Para hablar tan bien de los sacerdotes y defenderles con tanta fogosidad, seguro que usted misma habrá practicado el maithuna, ¿no es verdad?

Garance de Réault estalló en una carcajada clara y franca.

– Hace años de eso, pero es cierto, lo probé, oficial Tewp. Lo probé, pero no tuve fuerzas para recorrer esta vía mucho tiempo. Sólo conocí intensos placeres físicos, maravillosos momentos de fiesta de los sentidos… Lo que tampoco estaba tan mal. La mente, sin embargo, no quiso ir más allá. No conseguí disolverla. Siguió llena de sí misma. Así pues, fracasé y volví con mis semejantes.

Entre los mediocres. Tanto peor para mí. No lamento lo que hice. El éxito quedará para mi próxima reencarnación. ¿Quién sabe?

Madame de Réault creía en la cadena de las existencias, lo que estaba en contradicción con mis convicciones protestantes. Permanecimos una buena parte de la jornada juntos, almorzando en el círculo de la Sociedad de Estudios Asiáticos, uno de cuyos escasos corresponsales extranjeros era precisamente la francesa. Luego quise caminar de nuevo, solo esta vez, con la única intención de disfrutar de un beneficioso paseo. Me detuve un instante ante el escaparate de un librero, donde compré por cuatro cuartos un pequeño volumen de las obras de Keats que me puse a hojear mientras paseaba a la luz blanca y seca de la tarde bengalí. Releí algunos versos de La Belle Dame sans Merci, la obra que siempre había preferido entre todas las suyas.

'I met a lady in the meads

Full beautiful – a Faery's child

Her hair was long, herfoot light,

And her eyes were wild… [5]

Mientras volvía las páginas sin prestar atención a lo que me rodeaba, alguien se colocó a mi altura y me siguió en silencio. Cuando por fin le dirigí una mirada, vi que era un hombre de unos treinta años que llevaba un traje cortado a la moda hindú. Su turbante era de color negro.

– ¡Ananda! -exclamé muy sorprendido, mientras hacía desaparecer mi libro en el bolsillo.

La expresión del joven brahmán era grave y su rostro no tenía nada de amable.

– Teniente Tewp. ¿Puedo pedirle que me siga, si tiene la bondad? Mi maestro Darpán y unos amigos desearían verle de inmediato. No se le robará mucho tiempo…

El tono de su voz me desagradaba. Sorda, amenazadora incluso, no parecía dispuesta a tolerar una negativa. Y el brillo maligno que asomaba en sus ojos reforzaba esta impresión. Retrocedí instintivamente ante este hombre que quería aparecer tan frío y austero como su maestro.

– No creo que vaya a seguirle, Ananda. Swamy ha pagado a su maestro las trescientas libras pactadas y yo le he escrito un resumen de todo lo que sabía sobre Keller. Creo que ahora estamos en paz. Dejemos este asunto aquí, si le parece…

– No, oficial. ¡No será así como sucedan las cosas!

Y mientras hablaba, adelantó la mano hacia mi garganta con la velocidad fulgurante de una serpiente que se lanza al ataque. Sólo sentí una ligera presión en la articulación de mi mandíbula y acto seguido me derrumbé en sus brazos, sin perder la conciencia pero incapaz de efectuar el menor movimiento. Oí cómo llegaba un coche y aparcaba precipitadamente junto a la acera, mientras el Bon Po se apropiaba de mi arma, se la colocaba en la cintura y luego me cargaba sobre sus hombros y me conducía al vehículo, que tenía todas las puertas abiertas. Me introdujeron en el interior como si fuera un pastel listo para hornear. Con el rostro hundido en el cuero del asiento trasero, respirando no sabía cómo, lo último que vi fue mi Keats que se deslizaba de mi bolsillo para caer plano sobre las aguas sucias del arroyo…

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[5] «Encontré a una dama en los prados / de gran belleza… como doncella de un cuento; / largo era su cabello, ligeros sus pies / y salvajes sus ojos…»