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– ¿Cómo puedo creerle, señor? El hombre que se encuentra a su lado, Darpán, sólo piensa en poner fin a los daños que causa esta mujer. Incluso sospecha que secuestra a niños en los barrios bajos…

– Justamente porque Darpán se ha interesado por este personaje, sabemos tanto sobre él, señor oficial. Sabemos mucho más… Y no avanzamos sin pruebas. ¿Se siente ahora bastante firme sobre sus piernas para acompañarnos?

Le indiqué con un gesto que sí. Netaji se levantó y me invitó a seguirle. La puerta del fondo daba a un pasillo oscuro que conducía a un gran patio que se extendía a lo largo de unos mediocres edificios de madera y adobe. Todavía había luz. Calculé que aún debían de quedar casi dos horas de claridad. Mi desvanecimiento no había sido tan largo como en un principio había temido. Una pequeña multitud se agitaba en la explanada: hombre en taparrabos, con los pies desnudos, mujeres con pantalones anchos y chaqueta larga, y niños también, con el mismo atuendo que los adultos. Ninguna mirada se volvió hacia nosotros.

– Este lugar es una escuela -me dijo Netaji-. Una escuela clandestina. Aquí se enseña un arte que hace ya tiempo que no está autorizado por los ingleses: el arte del kalaripayatt, la ciencia hindú del combate con arma blanca y con las manos desnudas. Todas las figuras que dibuja se inspiran en combates animales.

Ésas fueron todas las explicaciones que recibí entonces, ya que Netaji siguió sin detenerse mientras caminábamos por la galería abierta. Sólo tuve tiempo de echar una rápida ojeada al fantástico espectáculo que se desarrollaba ante mí. Dos hombres se saludaron, con las palmas juntas y el busto erguido, y acto seguido su cuerpo se recogió de pronto sobre sí mismo, con las rodillas dobladas y las manos abiertas tendidas hacia delante como si fueran garras, y luego se distendió para precipitarlos uno contra otro en un torbellino de polvo en el interior del cual giraban y peleaban como gatos salvajes. Sus movimientos, vivaces y furiosos, eran incisivos, terriblemente precisos. En mi vida había visto un combate como aquél. Los saltos que estos dos hombres efectuaban eran de una amplitud y una belleza prodigiosas, como si se hubieran liberado de su peso. Finalmente uno cayó al suelo y su adversario se precipitó sobre él, con los talones apuntando a su garganta. Si no hubiera apartado los muslos en el último instante para posar los pies sobre el polvo, a los dos lados del rostro del perdedor, no cabe duda de que éste hubiera acabado con la garganta destrozada y hubiera muerto asfixiado.

Reduje un poco la marcha, ávido por ver más. Un poco apartadas, vi a dos mujeres entrenando. Una, de blanco, llevaba un pequeño escudo redondo sobre su antebrazo izquierdo y sostenía una larga cinta de acero flexible en su mano derecha. La otra, vestida de azul, manejaba una lanza de punta aguzada, montada sobre un asta de madera de unos siete pies de longitud. Su enfrentamiento era encarnizado, acaso más espectacular que el duelo de los hombres. La cinta de acero que la combatiente del escudo sostenía con una especie de empuñadura cruciforme era tanto un látigo como una espada, y hendía el aire a su alrededor emitiendo horribles bufidos. La otra respondía lanzando golpes de filo y de estoque con su pica, haciendo deslizar de pronto entre sus dedos el mango aceitado para sorprender a su adversaria y descargar contra ella increíbles reversos. Sin duda ésta se veía favorecida por el mayor alcance de su arma, y juzgué que era también la más experimentada: utilizaba bien la respiración y procuraba alternar con regularidad sus fases de ataque y de defensa. Su adversaria, que visiblemente tenía menos experiencia en su arte, trataba, al contrario, de lanzar tantas ofensivas como podía, pero se agotaba pronto con este juego y podía verse que cada segundo que pasaba le hacía perder fuerzas y aliento. Finalmente, cuando parecía encontrarse ya al límite de sus fuerzas, la portadora del escudo soltó de pronto sus dos armas, el redondel de madera y el látigo de acero, y las lanzó lejos, abriendo ampliamente los brazos como una crucificada, ofreciendo sin presentar resistencia su pecho a la punta de su enemiga. Pero entonces, mientras todos contenían la respiración y la punta de acero estaba a punto de penetrar en la carne, sucedió algo increíble. Con sus palmas desnudas, como si cerrara las manos para aplastar a un insecto en pleno vuelo, la muchacha bloqueó la hoja de la pica con una presión tan intensa que la onda de choque repercutió en el asta, haciéndola vibrar con tanta fuerza que la combatiente que la sostenía la soltó. La muchacha de blanco recuperó con una torsión del cuerpo el arma que caía, y la giró con la velocidad del relámpago para apuntar con ella a la frente de su desorientada adversaria.

Yo me había quedado sin aliento, y mi corazón debía de palpitar tan rápido como el de las gladiadoras, si no más. Hubiera querido asistir a otros combates, pero uno de los guardias de corps de Netaji me dio un empellón, obligándome a avanzar. Recorrimos la galería hasta el extremo y llegamos ante una puerta con los paneles reforzados con barras de hierro, que abrieron sin usar ninguna llave. Netaji me precedió y Darpán me rogó que entrara a mi vez. Vacilando, pero conminado a hacerlo, penetré en un cuarto sin ventanas, con el suelo extrañamente recubierto por una tela alquitranada marrón que crujía bajo mis pasos y que también subía por las paredes. Por todas las paredes. La única iluminación de la habitación procedía de dos lámparas de gas. A nuestra llegada, un hombre tendido en una estrecha cama de hierro a la europea trató de levantarse, pero debía de estar enfermo, porque enseguida cayó hacia atrás.

– Acérquese, señor oficial. Le presento a Erick Küneck… Nuestro muy apreciado invitado.

El halo de las lámparas era débil, y tuve que acercarme hasta la cama para distinguir los rasgos del hombre. Incrédulo, reconocí la nariz fina, la mandíbulas hundidas y la frente huidiza del personaje que había tenido delante durante más de una hora en el Harnett, la primera mañana de la vigilancia de Keller. El estado de Küneck era lamentable. Sus manos y su torso estaban envueltos en vendas. Tenía los ojos febriles y la tez casi tan pálida como la de un muerto. Por un momento creí que también él era víctima de un hechizo.

– Si bien le estamos prodigando nuestros mejores cuidados, por desgracia el señor Küneck aún está muy débil. Sin embargo, podrá hablarle y responder a sus preguntas, oficial Tewp. Pero tal vez antes deba explicarle por qué este hombre se encuentra entre nosotros en estos momentos. Sabe, ha sido un conjunto de circunstancias bien extrañas lo que nos ha conducido hasta él. Y usted está un poco en el origen de todo. En primer lugar, cabe señalar las órdenes que su jerarquía le dio de vigilar a esa mujer, Ostara Keller. Usted realizó su cometido con tanta torpeza, oficial Tewp, que fue fácil engañarle. Personalmente tengo mis dudas sobre esta historia de hechizos en la que Darpán parece creer con tanta firmeza. Desde luego, es una posibilidad que no puedo descartar por completo, pero considero mucho más sencillo imaginar que Keller se las ingenió para hacerle ingurgitar algún tóxico químico que le provocó esos dolores que tanto le hicieron sufrir, según me han dicho. En fin, poco importa ya eso. No sé si realmente se lo debe, pero Darpán afirma que le salvó. Acepto el romanticismo de este acontecimiento tal como él lo describe. Todo esto, al fin y al cabo, no es más que una anécdota.

Emití un sonoro gruñido que quería indicar que mi vida -igual que mi muerte- no podía considerarse como una simple nota a pie de página. Pero Bose no me prestó atención.

– Sea como fuere, Darpán se empeñó en averiguar más sobre esta mujer. Localizó al hombre que usted mencionaba en la nota que le había reclamado. Lo encontró y lo… ¿Cómo decirlo?

– Le interrogué -precisó sobriamente el brahmán.

El laconismo del Bon Po provocó la risa de Bose.

– Sí. Eso es. Digamos que Darpán le interrogó. De un modo un poco apremiante, como puede constatar -dijo Netaji señalando negligentemente al pobre tipo jadeante, que apenas se movía sobre su camastro.