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UN TÉ EN EL HARNETT

A pesar de los esfuerzos sinceros que realicé para dominar mi desagrado, nunca conseguí habituarme a la presencia del dúo Mog y Edmonds a mi lado. No se limitaba tan sólo a que la delgadez y el silencio obstinado del primero me hicieran sentir tan incómodo como la redondez del otro, sino que continuamente podía leer con claridad diáfana en sus ojos la desconfianza y el desprecio. No creo que fueran elucubraciones mías. De hecho, creía comprender lo que mis subordinados podían sentir al tener que recibir órdenes de un hombre de superior graduación pero mucho más joven que ellos, sin experiencia concreta y surgido, no del escalafón, no de la gran escuela militar de Sandhurst, sino de la sociedad civil. En su lugar, tampoco a mí me hubiera gustado tener que obedecer a un novato. ¿Qué hice para superar este déficit de partida? Evidentemente lo único que no debía hacer: adopté una actitud rígida y quise aparecer más fuerte de lo que era.

La primera tarde de nuestra colaboración transcurrió, sin embargo, plácidamente. Los tres establecimos el plan de nuestros turnos de vigilancia en torno al hotel Harnett, uno de los tres o cuatro mejores establecimientos de la ciudad, mientras nos lanzábamos sonrisitas por encima de la mesa y nos dirigíamos cumplidos dignos de una reunión de viejas damas a la hora del té. Les pregunté sobre el tiempo que tenían disponible, quise saber si tenían una vida hogareña o alguna traba en especial -médica, por ejemplo- que les obligara a mantener unos horarios precisos. Ciertamente, querer sonsacarles una información de este tipo y tenerla en cuenta para establecer los turnos de guardia fue un burdo error por mi parte. En sus relaciones con sus subordinados, un superior no debe transigir y dar prioridad a los intereses particulares en detrimento de las cuestiones del servicio. Así me lo habían enseñado; pero en esta ocasión, cometí un pecado de ingenuidad al creer que podía comprar la simpatía de los dos suboficiales con pequeñas concesiones y olvidé esta regla elemental que también me había recordado Odet Gillespie: jamás, en ninguna circunstancia, se compra el respeto. El respeto se impone. Y si no se consigue es, sencillamente, porque no se tiene talla suficiente para estar al mando.

El caso es que esa tarde, después de algunos intercambios de sonrisas melosas perfectamente artificiales, conseguimos establecer un marco de vigilancia más o menos coherente. El lanzamiento de la campaña estaba previsto para el día siguiente. Puesto que me habían encargado asumir la dirección de las operaciones sobre el terreno, juzgué prudente acompañar al asistente Edmonds, al que correspondía el primer turno de guardia. Luego estaba previsto que yo efectuara el segundo turno solo, antes de que Mog me relevara y la mecánica cogiera velocidad de crucero.

– Pasaré a recogerle mañana por la mañana a las seis ante su alojamiento, teniente -me había dicho Edmonds al salir de las oficinas de Gillespie-. Me encargaré de que nos asignen un vehículo civil y empezaremos nuestra guardia. Trate de llevarse algo de beber. La espera nos dará calor.

Como aún no era demasiado tarde y no tenía ganas de ir a dormir, fui a cenar en el primer servicio del comedor de oficiales y luego resolví ir a sentarme en el cine del cuartel. Mientras atravesaba el campo de maniobras que separaba las dos edificaciones, me crucé con un destacamento de gurkhas [2] que volvía de realizar prácticas militares. Yo no sabía adonde les había llevado su mayor, pero el hecho es que los nepaleses estaban lívidos, llenos de barro desde la punta de las botas hasta la raíz de los cabellos. Sus ojos fruncidos indicaban que no habían dormido desde hacía tiempo. A pesar de aquellos evidentes síntomas de agotamiento, los soldados regresaban al cuartel manteniendo un orden impecable, marcando el paso rítmicamente y cantando a voz en cuello My Bonnie, el himno que el oficial superior había elegido para su compañía. Durante un instante miré con envidia a esos hombres de rostro curtido por el sol de la India oriental, con el cuerpo afinado por las maniobras rutinarias en campo abierto. ¿Quién hubiera podido decir que este país era un jardín que no sabíamos conservar? Al verles puse en duda las opiniones fatalistas del coronel Hardens, aparentemente persuadido de que correspondía a nuestra generación hundir el navío de la herencia colonial dado que no estábamos ya en situación de transmitirlo intacto a las generaciones venideras. Por mi parte, ponía en tela de juicio que la situación fuera tan negra como la pintaba. En el cine daban London after Midnight [3], y la absoluta inverosimilitud de la película me pareció tan insoportable que abandoné la sala mucho antes del desenlace de la intriga, prefiriendo volver a mi cama, donde por fin me hundí en un sueño pesado.

A la mañana siguiente, a las seis, encontré, tal como habíamos acordado, a Edmonds al volante de un gran Chevrolet negro que esperaba ante mi acuartelamiento. No sabía por qué, pero inmediatamente percibí algo extraño en su persona, algo distinto que no me explicaba pero que le desmarcaba de la primera impresión que había tenido de él el día precedente. En su mano, que asomaba por el vidrio bajado de la ventanilla, sostenía un cigarrillo que se consumía sin que se lo llevara a los labios. El asistente dio un respingo y puso los ojos en blanco cuando me vio llegar. Tras saltar de su asiento, me saludó mirándome con cara de pasmo.

– ¿Algún problema, Edmonds? -le pregunté.

– Mi teniente, con todos los respetos, no creo que sea prudente que se desplace vestido de este modo.

– ¿Vestido cómo? ¿Qué quiere decir, Edmonds?

Bajé los ojos hacia mi impecable uniforme, alarmado al pensar que pudiera faltar un botón o que hubiera quedado a la vista algún inoportuno desgarrón.

– Mi teniente, una operación de seguimiento exige discreción. Sería mejor que se vistiera con ropa civil. Como yo.

En efecto, Edmonds llevaba un traje de lino blanco, lo que había transformado su aspecto radicalmente y era la causa de la sensación de extrañeza que me había asaltado al verle. Sentí que me ruborizaba. El asistente llevaba razón. ¿Cómo había podido ser tan idiota para vestirme con esa guerrera y calarme en la cabeza esa gorra que llamaba la atención a cien yardas? Tras balbucear una mala excusa, subí a todo correr a mi habitación, me cambié tan deprisa como pude, y finalmente, vestido con uno de los pocos trajes civiles que tenía, me instalé junto al gordo suboficial, que hizo arrancar el vehículo entre una nube de polvo.

En esa época había dos Calcutas. Dos ciudades diferenciadas que se hacían llamar con el mismo nombre.

En primer lugar, estaba la Calcuta del pueblo, con sus callejuelas estrechas, sus barrios de artesanos, sus arrabales… Una gran ciudad con trescientos años de antigüedad adonde afluían cada día decenas de miles de campesinos para vender grano, volatería, legumbres, fibras textiles y qué sé yo qué más. La Calcuta de los templos y las tradiciones, una ciudad que tenía un alma, una respiración y una personalidad única.

Y además existía la otra ciudad, la de los europeos. Evidentemente, los británicos constituían una aplastante mayoría, con familias de coloniales instaladas en algunos casos desde hacía cinco o incluso seis generaciones; pero también podían encontrarse comerciantes italianos o griegos, industriales belgas o franceses, algunos plantadores holandeses, portugueses, exportadores americanos… ¿Cuántas personas representaba esto exactamente? Soy incapaz de precisarlo. Tal vez quince mil. En ningún caso más de veinte mil. Veinte mil colonos occidentales, hombres activos, mujeres, niños y ancianos, perdidos en medio de una incontenible oleada de indígenas que crecía exponencialmente. Con sus líneas de tranvía, su red de alcantarillado, sus cables eléctricos y su central telefónica, la Calcuta de los europeos no presentaba, a fin de cuentas, grandes particularidades en relación con otras ciudades coloniales del Imperio. Un viajero poco atento hubiera podido confundirla fácilmente con los barrios reservados del Cabo o de Singapur. No era más que una sucesión de amplias avenidas, de edificios elegantes que albergaban a familias acomodadas, residencias de lujo, bancos, teatros, compañías de seguros, gabinetes de hombres de negocio internacionales, de notarios, de abogados, edificios consulares de casi treinta nacionalidades… Esta Calcuta no pertenecía a la India. Excepto alguna rarísima excepción, no habitaba allí ningún autóctono que no fuera, de un modo u otro, sirviente o dependiente. No había mendigos, niños ni perros vagabundos. Y muy pocas ratas. La zona estaba protegida de la India auténtica, de la India viva. Los únicos nativos tolerados aquí eran los criados, que vestían al modo occidental y hablaban en su mayoría un inglés bastante mejor que el que puede escucharse en los arrabales de Londres.

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[2] Fuerzas de combate nepalíes que constituían unidades especiales de las fuerzas armadas del ejército británico en las Indias.

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[3] Estrenada en España con el título La casa del horror (1927), dirigida por Tod Browning y protagonizada por Lon Chaney.