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– Donovan Phibes necesitaba a un ingenuo -continuó Bose-. Un hombre de buena fe que podría dar testimonio de los esfuerzos realizados por Hardens para detener a esta mujer. Y un hombre, también, que podría acumular las pruebas de cargo contra los alemanes después de la muerte del rey y de su amante. Un hombre simple. Un hombre honesto. ¡Usted, teniente!

Al escuchar estas revelaciones, sentí como si una tenaza de hierro me oprimiera el cráneo. Un dolor punzante surgió en mi nuca, me perforó el cerebro en línea recta y estalló en mi frente. Creo que, en ese instante, incluso mi propia muerte me hubiera parecido dulce. Bose y Darpán se habían acercado a mí. Uno se secaba los vidrios de sus gafas empañadas por el ambiente cerrado de la habitación, y el otro, un poco más atrás, me observaba sin sonreír.

– Pero ¿por qué tienen que confesarme todo esto? -les pregunté-. ¿Qué papel pretenden que represente?

– Le necesitamos, oficial Tewp, porque sabemos que Hardens le ha designado para acompañar a Wallis Simpson durante su estancia en Calcuta. Por el relato del señor Küneck, es posible que Phibes ignore aún que Keller ha descubierto su juego, a pesar de que la austríaca no se ha presentado en el escondite que él le había preparado para un caso de emergencia. Porque es un hecho: nadie sabe dónde se encuentra Keller actualmente. En adelante, los golpes pueden proceder de cualquier parte. Ya que se ha ganado un asiento en primera fila, Tewp, ahora es a usted a quien corresponde mover pieza. Y procure no equivocarse de diana cuando los acontecimientos se precipiten.

– Hay un punto que sigo sin entender, Bose. Si tengo que creerle, Phibes pretende eliminar al rey y hacerlo pasar por un atentado organizado por los alemanes.

– Exacto.

– Pero esto es estúpido. ¡Todo el mundo sabe que si Berlín tiene interés en desembarazarse de Simpson es precisamente para que Eduardo permanezca en el trono y no sea reemplazado por Jorge VI! ¡Su historia no se sostiene!

– Evidentemente, aún hay una sutileza, Tewp. Darpán, se lo ruego, ¿quiere responder por mí?

– Tal vez todavía haya un detalle que ignora, teniente. Algo que su superior Hardens aún no le ha revelado. Una vez haya finalizado la parte oficial de su visita, el rey ha decidido permanecer unos días en las Indias en visita privada, con su amante. Residirá aquí, en Bengala. Creemos que es ahí donde golpeará Phibes, de un modo u otro. Habrá un atentado que apuntará, aparentemente, sólo a Simpson, pero del que Eduardo también será víctima… un accidente… Sin embargo, el resultado estará ahí. La versión oficial de los acontecimientos que se dará al mundo será que espías alemanes han asesinado al rey de Inglaterra. Éste será el detonante que desencadenará la guerra en Europa.

– Si Eduardo muere aquí, en Bengala, con su amante, estallará un conflicto de gran envergadura en la semana posterior al drama. ¡Imagine el desastre! Le guste o no, Tewp, usted es una de las contadas personas que puede impedir que esto suceda. De modo que reflexione, porque ahora es usted quien debe decidir el papel que quiere representar.

Hubo un silencio. Yo ya no sabía qué decir ni qué pensar. La exposición de Netaji me había turbado más de lo que quería confesar. Aún confuso, busqué una forma de prolongar la conversación con la esperanza de entresacar alguna información inédita, una pista nueva que explorar.

– ¿Qué será de Küneck? -pregunté por fin señalando con el mentón al pobre tipo, que se había puesto a gemir de nuevo en su lecho de dolor.

– Temo que nuestro amigo Darpán se haya excedido un poco con él. Objetivamente es nuestro aliado. Pero se encuentra en un estado lamentable. Ha revelado todo lo que podía comunicarnos. En lo que a mí concierne, su suerte me es indiferente. Que Darpán decida.

Una gran sonrisa iluminó entonces el rostro oscuro del Bon Po, que en dos zancadas volvió junto al lecho del alemán, y, tras desenvainar un largo puñal de doble hoja que llevaba oculto bajo sus ropas, degolló al desventurado sin la menor vacilación. El sacrificado se agitó durante más de un minuto en su cama como una hoja zarandeada por el temporal, pero no gritó. Su lengua, su boca, su laringe, estaban demasiado resecas para eso. La sangre manchó el suelo y las paredes, cayendo sobre la tela alquitranada que habían extendido en la habitación sabiendo que aquel lugar se convertiría en un matadero. Salí al pasillo y me apoyé en la pared, a punto de vomitar. Bose me siguió. Ajustándose las gafas sobre su nariz en forma de botón, Netaji, el Guía, me dirigió una mirada de reproche, como si fuera indecente que mostrara compasión hacia el hombre del SD.

– Tiene usted un alma sensible. Si se equivoca de campo, Tewp, le espera esa misma suerte. De modo que recuerde nuestra conversación, porque nuestra entrevista ha terminado.

Bose chasqueó los dedos como un sultán de otros tiempos, y acto seguido dos de sus guardias me sujetaron por los brazos y me condujeron con firmeza al exterior. El patio donde se desarrollaban los entrenamientos de kalaripayatt estaba ahora desierto. De una de las alas del gran edificio se elevaban cantos graves. En el crepúsculo, la calma de las oraciones reemplazaba a la furia de los combates. Darpán nos seguía a distancia. Me hicieron subir al coche que me había traído, y el brahmán se instaló a mi lado. Cuando manifesté mi sorpresa por que me dejaran observar libremente los alrededores, sonrió.

– ¿Para qué le serviría reconocer esta casa? Ya ha cumplido su función. Dentro de una hora estará vacía, y el cadáver del alemán habrá sido desmembrado y arrojado a las ratas de las alcantarillas. En cuanto a Netaji, habrá partido de nuevo a Delhi…

– Y usted, Darpán, ¿dónde estará dentro de una hora?

– Quién sabe, David Tewp, quién sabe…

IN MEDIA RES

Sin ocultarse, los esbirros de Chandra Bose me habían dejado ante la entrada principal del gran cuartel de la ciudad. No hubo ninguna despedida por parte de Darpán. Ni tampoco nuevas advertencias. En apariencia, todo lo que la gente del Arya Samaj, el Partido Nacionalista hindú, tenía que decirme había sido pronunciado en la casa donde Küneck, el jefe de espías del SD Ausland, acababa de morir. De todos modos, Netaji me había devuelto el Webley, que colgaba de nuevo en mi cadera. Su peso era tranquilizador. Indeciso, trastornado aún por la escena de que acababa de ser testigo, fatigado por todas las tensiones que había acumulado en estos últimos días y con la mente decididamente incapaz de discernir entre la verdad y la mentira, opté por concederme unas horas de reposo. Volví a mi habitación, donde, evidentemente, fui incapaz de conciliar el sueño. No era demasiado tarde; a buen seguro el comedor de oficiales aún estaría abarrotado. Tal vez tenía una oportunidad de encontrar a Hardens allí. Volví a vestirme y salí a toda prisa, decidido a lanzarme y contárselo todo sobre mi encuentro con Bose. Al fin y al cabo, en tanto que oficial de la Firma, ése era mi deber.

El club de los oficiales estaba, en efecto, lleno a reventar. La atmósfera cargada de humo, el alboroto, el ruido de risas y conversaciones, no me hicieron renunciar de mi propósito de buscar al coronel. Mientras iba de mesa en mesa tratando de encontrarle, un mayor que no recordaba haber visto nunca me miró de pronto con evidente fastidio antes de señalarme a los demás con la punta de su cigarro.

– ¿No es ése el tenientecillo que el otro día creyó conveniente descargar una bala inglesa en el cuerpo de un suboficial inglés?

Era indudable, el tono cáustico pretendía ser hiriente. Yo no me di por enterado, pero otro se levantó y vino directamente hacia mí, con un vaso de ginebra en la mano. Yo conocía bien aquella silueta de fauno obtuso. Era la del capitán Gillespie. Su aliento apestaba a alcohol.

– ¡Señor Tewp! ¡Aquí está otra vez! ¿No le han indicado en la entrada que en este lugar no se aceptan mujeres, indígenas ni traidores? ¡Porque creo que puede reivindicar la pertenencia a dos, al menos, de las categorías citadas! ¡Le dejo el trabajo de elegir cuáles! -dijo volviéndose y alzando su vaso en atención a sus amigos.