La asamblea se vio agitada por una risa maligna mientras mi cuerpo se ponía en tensión. En lugar de responder, hundí las uñas en mis palmas y apreté el paso para llegar al extremo de la sala, donde por fin había entrevisto a Hardens. Pero Gillespie no parecía dispuesto a permitírmelo. El capitán se plantó ante mí y me bloqueó con su cuerpo.
– ¿Acaso no me ha oído, Tewp? Su presencia es tan poco aceptada aquí como lo sería la de un insignificante caporal indígena. ¡Vuelva con sus nuevos amigos, vístase como ellos con un turbante y un sarong, señor adorador de vacas! Pero háganos un favor, ¿quiere? Guárdenos lo mejor de su persona… ¡El jardinero de los invernaderos reales tal vez saque de sus cagarrutas un abono aceptable para sus plantaciones!
Aquella salida de tono provocó la hilaridad general. Esta vez se había excedido. Quise replicar, pero no me vino ninguna respuesta a la mente. No me quedaban más que los puños. Armé rápidamente mi brazo echándolo hacia atrás, pero alguien se había anticipado a mi reacción. Sentí el peso de un hombre abatiéndose sobre mí. Mis rodillas cedieron y caí al suelo, dominado por un mocetón que me mantenía los miembros paralizados con una fuerte presa. Atraídos por la riña, todos los oficiales se levantaron y se agruparon en torno a nosotros. Mientras mi adversario me mantenía en el suelo, tendido penosamente a los pies de Gillespie, que seguía burlándose de mí, una voz tronó, una voz que yo conocía. Era la de Hardens.
– Si estos dos hombres mantienen alguna diferencia -dijo-, es conveniente que puedan solventarla limpiamente al margen de toda jerarquía militar. ¡Señores, levanten de inmediato al teniente Tewp!
El comparsa de Gillespie aflojó su mano de hierro y permitió que me incorporara. Yo estaba rojo de vergüenza y de cólera, pero no tenía miedo. ¡Al contrario! No temía enfrentarme a quien hiciera falta en un combate cara a cara.
– Capitán Odet Gillespie, y usted, teniente David Tewp -dijo Hardens-, ¿quieren quitarse la chaqueta y olvidar sus respectivos grados para medir sus fuerzas y zanjar así sanamente su disputa?
Satisfecho al fin de poder expresar todo el desprecio que siempre había sentido por mí, Gillespie escupió un «sí» firme y bravucón, en la convicción de que podría derrotarme a las primeras de cambio. En cuanto a mí, acepté con una simple inclinación crispada del mentón. En torno a nosotros, los duelistas, se elevaron gritos de entusiasmo que hicieron resonar de un modo extraño esta gran sala consagrada habitualmente a la calma y las conversaciones amortiguadas. En un santiamén, las mesas, los divanes, los sillones de cuero que constituían el mobiliario fueron empujados contra las paredes y las alfombras enrolladas y apartadas para despejar un círculo bien marcado justo debajo de una araña de cristal que alguien encendió para iluminar el espacio. La escena se organizó en medio de gritos, silbidos y llamadas estentóreas. Se realizó una primera apuesta, y en pocos segundos el dinero empezó a circular de mano en mano. Un hombre de pequeña estatura pero vigoroso, con una pelambrera rubia que le colgaba en mechas desordenadas y unos ojos de un azul extraordinariamente claro, se abrió paso hasta mí.
– ¡Soy el aspirante Shaw, amigo! ¡Si quiere un asistente, soy su hombre!
Me cogió la mano y me la sacudió con fuerza, antes de colocarse rápidamente a mi espalda para sacarme la chaqueta con aire decidido. Agradecido por haber encontrado al menos a un aliado entre todos los rostros hostiles que me rodeaban, me dejé hacer de buena gana.
– ¿Por quién apuesta, Shaw? -pregunté mientras me arremangaba las mangas de la camisa, embriagado yo también por el ambiente de pelea de boxeo que crecía en torno a mí.
– ¡Por usted, claro está! Ya debo mis tres próximas soldadas. Si pierdo, sólo serán diez libras más que devolver. ¡Una gota de agua en el océano! ¡Pero si tumba a Gillespie, puedo rehacerme completamente! ¡Y además, mi otro vicio, aparte del juego, es mi afición a las situaciones desesperadas!
Sus palabras de aliento no habían sido particularmente exaltantes, pero fueron las únicas que me prodigaron entonces, así que tuve que contentarme con ellas. Hardens se adelantó hasta el centro del círculo e hizo que Gillespie y yo nos colocáramos uno frente a otro. Exigió de nosotros la más perfecta lealtad en el combate: no debíamos lanzar golpes por debajo de la cintura, utilizar los pies o las rodillas para golpear, morder, estrangular o hundir nuestros dedos en los ojos del adversario. Aparte de estas restricciones, todo estaba permitido. Tendí la mano a Odet Gillespie, pero él la desdeñó y se dirigió a la periferia del círculo volviéndome ostensiblemente la espalda. Alguien golpeó una bandeja de cobre con un cenicero y el combate empezó. Avancé hasta el centro del ring a pesar de los paquetes de cigarrillos vacíos o las pieles de naranja que me tiraban a la cara, a pesar también de los silbidos y los gritos hostiles que me lanzaban. Gillespie hizo lo propio, con los dientes apretados y una mirada cargada de odio. Demasiado pronto, y demasiado lejos de mí, descargó una primera salva de golpes que no me alcanzaron y que ni siquiera tuve que esquivar, tan mal había calculado las distancias. Me equivoqué al tomar esta torpeza por inexperiencia y me puse en tensión, preparando el contraataque. Pero Gillespie no era ni mucho menos un pardillo en el combate cuerpo a cuerpo. El tipo practicaba el entrenamiento militar con regularidad y le gustaba pelear. No se detuvo en su lamentable amago de ataque, sino que siguió adelante reiterando su encadenamiento de golpes, un derechazo seguido de dos pequeños crochets ascendentes, vivos, cortos y contundentes. ¡Aunque evité el primer golpe, recibí el doblete en pleno mentón! Mi cuerpo resonó bajo el impacto. Sentí en todo mi ser, hasta en el último de mis huesos, este castigo brutal, seco, severo, que me aturdió e hizo que me tambaleara como si de pronto ya no tuviera piernas. Me precipité contra los espectadores, que de un empellón me devolvieron al centro del círculo, frente a Gillespie, ya radiante y seguro de su victoria. Traté de aprovechar el impulso que me habían dado y arremetí directamente contra el capitán, con los puños tendidos hacia delante como un ariete. Pero mi carga, torpe e infantil, estaba condenada a un ridículo fracaso. Gillespie no tuvo ninguna dificultad en evitarme con un paso de lado y derribarme con una simple zancadilla. Caí cuan largo era sobre el entarimado y mis mandíbulas entrechocaron con tanta fuerza que me mordí la lengua y un líquido caliente, salado, repugnante, me llenó la boca. Escupí al suelo una burbuja de sangre y de saliva y luego me levanté como pude, sin que Gillespie se aprovechara de mi debilidad para acabar conmigo. En torno a mí, los espectadores se desgañifaban lanzando alaridos e invectivas groseras. Por espacio de un segundo, vi el rostro cuadrado de Shaw, con sus ojos azules clavados en mí, articulando palabras ininteligibles. Medio grogui, con un hilo de sangre deslizándose de la comisura de los labios, me erguí y volví a ponerme en guardia. ¿Y ahora? ¿Qué golpes debía aplicar? ¿Qué trampa podía tenderle? ¿Qué estrategia debía adoptar? A esas alturas, ya no tenía ni la menor idea. Y entonces, de pronto, una imagen estalló en mi cerebro: la de los dos combatientes hindúes a los que había visto luchar esta misma tarde en el patio de la casa donde me había encontrado con Netaji. Volví a ver a esos hombres tan nítidamente como si hubiera estado sentado en la sala de un cine, vi sus movimientos, sus trucos, sus tácticas… Si quería vencer a Gillespie, tenía que pelear como ellos. Haciendo acopio de energía, copié una de sus figuras, un salto muy alto que debía elevar el cuerpo del agresor hasta la vertical de su víctima para que pudiera asestarle un violento golpe en la fontanela, un punto extremadamente sensible de la anatomía humana. Distendiendo los músculos de mis piernas como resortes, traté de elevarme lo más alto posible mientras Gillespie, perplejo por la aparente incoherencia de mi maniobra, se quedaba súbitamente inmóvil. Pero mi cuerpo no estaba suficientemente musculado ni era bastante ágil; mi golpe, que pretendía ser tan definitivo como el de un maza abatiendo a un buey, quedó casi sin efecto, porque se deslizó por el rostro del capitán tropezando sólo con su arco superciliar. Se escucharon risas, nuevos gritos… Y luego Gillespie volvió hacia mí con la velocidad de un rayo, me descargó un golpe que no supe parar, y antes incluso de que tuviera tiempo de sentir ningún dolor, para mí no hubo más que oscuridad y el calor de una bienaventurada inconsciencia…