– ¡Teniente Tewp! ¡Teniente!
No reconocí la voz que me llamaba. Resonaba tanto que parecía salir de una trompa de cobre, y era tan desagradable que decidí no responder a ella, prefiriendo errar en un sueño febril y embriagador. Recibí una bofetada. Y luego otra. A continuación unos dedos gruesos penetraron en mi boca, abriéndose paso entre mis labios apretados y mis dientes juntos. Mis mandíbulas fueron brutalmente separadas y un líquido fuerte me regó el gaznate, en carne viva por la mordedura que me había infligido combatiendo. El agudo dolor me despertó del todo. Me incorporé, me debatí un poco, por puro instinto, sin saber por qué ni contra quién, y abrí los ojos. La cabeza rubia del aspirante Shaw estaba inclinada sobre mí. Me puse a toser y a respirar fuerte, como un asmático; cuando el ataque remitió, el aprendiz de oficial me tendió una toalla para que me secara y me acicalara un poco. Mientras me abotonaba la camisa arrugada y me ponía la chaqueta, me preguntó cómo me encontraba.
– No me duele nada, todo va bien -mentí, mientras sentía los latidos punzantes de dos o tres contusiones en la cara, el mentón y la sien.
Me levanté penosamente del canapé donde me habían tendido después de mi combate perdido contra Gillespie. Aún estaba en el club, pero el lugar había recuperado su apariencia habituaclass="underline" luces tamizadas, muebles ordenados, alfombras perfectamente colocadas… Aparentemente no había nadie aparte de Shaw y de mí.
– He preferido dejar que se recuperara tranquilamente mientras los otros salían -me dijo-. ¿Se siente con fuerzas suficientes para volver a ponerse en pie?
Asentí con la cabeza.
– Ha perdido diez libras por mi causa -dije como si ésa fuera mi primera preocupación-. Lo siento. Creo que he presumido de mi ciencia pugilística.
– Sí, he vuelto a perder, pero no le guardo rencor -respondió Shaw riendo-. Es usted un tipo original y le encuentro divertido. Eso ya es un buen consuelo. Vamos, ¿quiere que le ayude a volver a su cuarto?
Rechacé su ofrecimiento. Físicamente no tenía necesidad de apoyo. Claro está, me sentía un poco aturdido, pero no tenía nada roto. Y sobre todo, no estaba de humor para conversar. Di las gracias a Shaw y le pedí que me dejara solo. Lo comprendió y no insistió. Nos separamos en el umbral del comedor de oficiales no sin que antes me aconsejara que me perdiera de vista por un tiempo y que durante dos o tres meses dejara de frecuentar el lugar.
– Está usted en cuarentena, Tewp. Todos los oficiales le darán la espalda durante un tiempo. No se lo tome mal. Primero porque pasará más rápido de lo que piensa, y luego también porque…
– ¿Porque qué, Shaw? Desvéleme el fondo de su pensamiento…
– ¡Porque en cierto sentido se lo merece, Tewp!
No. Shaw se equivocaba. Yo no creía merecerlo. Pero no insistí y preferí guardar silencio antes que lanzarme a una defensa de mi causa que hubiera sido vana y fastidiosa. Esbocé una breve sonrisa neutra para que leyera en ella las emociones que más le complacieran. Luego, nos dimos la mano y él se fue en la dirección opuesta. Taciturno, volví a mi habitación del quinto piso.
Tengo una pobre experiencia de la vida. ¿Aunque quién, por otra parte, puede realmente presumir de lo contrario? Se practica la existencia. Se sufre, pero nunca se conoce. En primer lugar porque nuestro yo sólo encarna a una mitad de la humanidad. Se nace hombre o mujer, y eso ya es un fracaso para quien quiera saberlo todo de los secretos del mundo. Pero además, ¿cuántos caminos dejamos de lado, cuántos potenciales elegimos ignorar, cuántas partes de nosotros mismos traicionamos y dejamos sin cultivar para finalmente ejercitar una sola? Y a menudo tan mal… Incluso ahora, todavía, me parece que no soy más que un niño al que le queda todo por aprender. ¿No es éste un sentimiento que compartimos todos?
El día siguiente a mi memorable derrota ante Gillespie, una mancha amarilla se extendía por mi sien, tenía la boca ladeada e hinchada y la lengua como cubierta de astillas, lo que me hacía articular las palabras poniendo más vocales que consonantes. Sin embargo, tampoco me encontraba tan mal. Al final, resultaría que aquel combate de boxeo improvisado no sólo había tenido inconvenientes. Al exigirme físicamente y aturdirme un poco, al menos me había permitido vaciar mi mente y escapar durante una noche a los horrores y las tortuosas revelaciones que habían marcado la jornada anterior. En cierto modo, por sorprendente que pueda parecer, este enfrentamiento me había permitido volver a poner orden en mis ideas. Para empezar, renuncié a ver a Hardens y a revelarle mi encuentro con Bose. Recordé una frase del pobre Surey: «Se está tramando algo, Tewp, ¡algo grave!». Surey había confesado luego motu propio que sólo tenía intuiciones, sospechas… pero ninguna prueba. Sin embargo, le habían asesinado. ¿Cómo no pensar en las palabras de Netaji? ¿Era posible que hubiera un Donovan Phibes tramando en la sombra un sorprendente complot con el fin último de que nuestro país entrara cuanto antes en guerra con Alemania, antes de que ésta recuperara todas las capacidades de destrucción de que había dado prueba veinte años antes? ¿No me había dicho Hardens algo en este sentido en el curso de nuestra primera conversación? «Al no tomarnos el trabajo de llegar hasta Berlín, no hicimos nuestra tarea correctamente…» ¡Un breve comentario que había dejado escapar inocentemente a la vuelta de una frase! ¡Hardens! ¿Sería él la clave que podía conducir a Donovan Phibes? Cuanto más pensaba en ello, más pábulo daba a la hipótesis. Mientras caminaba arriba y abajo por mi habitación, reflexioné mucho tiempo sobre esto. Pasé toda la mañana construyendo hipótesis, rebuscando en mis recuerdos para tratar de dar sentido a una mirada, un gesto, una alusión… Y al final acabé por convencerme de que la solución del enigma no estaba lejos. ¡Tal vez la había tenido incluso bajo mis ojos! Tal vez estaba en esta misma habitación donde me exaltaba en vano desde hacía horas. Bajo el efecto de una inspiración repentina, me puse a desplazar mis cosas, objeto tras objeto… sin olvidar nada. Los libros colocados en la estantería encima de mi cama, mi viejo catalejo inútilmente orientado hacia los jardines, mis ropas civiles y militares. Mi mano enfebrecida acabó por cerrarse sobre la culata de mi revólver. Lo extirpé de su funda y vacié mecánicamente el tambor. Los cartuchos rebotaron y tintinearon sobre la madera de la mesa, y aquello me hizo pensar de pronto más seriamente en la desastrosa serie de coincidencias que habían hecho que ninguno de los fusiles ametralladores del equipo de Norrington hubiera funcionado correctamente durante la operación contra Keller en el Harnett. Como si aparecieran proyectadas sobre las paredes incandescentes de una linterna mágica, volví a ver las imágenes de Wart retorciéndose en el suelo con el rostro acribillado por la explosión del cerrojo de su arma; de Liman disparando en línea recta a media altura en la sala de baile para ametrallar, por insólito que pudiera parecer, la araña de cristal, situada diez pies por encima; de Armstrong accionando desesperadamente la palanca de armado de su Sten antes de que Keller lo precipitara escaleras abajo y se rompiera la nuca; y finalmente, de mi propio revólver percutiendo en el vacío cuando la austríaca se encontraba a sólo dos pasos de mí y su daga buscaba el camino para hundirse en mi carne. ¿Había vuelto a pensar realmente en esta concatenación de coincidencias? ¿Me había tomado siquiera el tiempo de reflexionar a fondo sobre esto? ¿Cabía la posibilidad de que hubieran saboteado estas armas? ¿Que hubieran enviado a sabiendas a una sección a prender a un agente superentrenado con municiones de opereta y Stens estropeadas? Si era así, esto certificaría las palabras de Netaji sobre la existencia de un complot en el propio seno del ejército británico. Era imperioso, pues, que verificara personalmente las armas que se habían utilizado la otra noche en el Harnett. ¡Empezando por mi propio revólver! Volví a colocar las balas en mi Webley y me dirigí directamente a la armería principal, un edificio largo de una sola planta. Detrás de una reja en la que se abría una ventanilla, un sargento jefe estaba de servicio.