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– Esta arma no dispara recto, jefe. Y además necesito cartuchos. Los del lote que me entregaron fallan -alegué.

El tipo me dirigió una mirada de extrañeza.

– Los lotes de cartuchos siempre son controlados antes de ser distribuidos, teniente. Hace mucho tiempo que no ha fallado ninguno. ¡Permítame ver!

El sargento abrió la puerta de su reducto y me invitó a pasar detrás del mostrador para ir al pasillo de tiro que los armeros utilizaban para verificar las armas. Era una habitación estrecha, hormigonada a lo largo de treinta yardas, en cuyo extremo colgaban unas dianas de cartón que podían desplazarse hacia los tiradores mediante un sistema de cables y poleas y un torno de manivela.

– Vacíe su arma sobre esta diana apuntando bien al centro… Tengo que valorar la importancia de la desviación.

Con el brazo tendido hacia la diana, abrí fuego, pensando que no oiría más que un triste chasquido. Pero esta vez el disparo partió, marcando un agujero redondo y limpio a sólo dos o tres pulgadas del centro de la diana. ¡Me quedé estupefacto!

– Ya ve, mi teniente. ¡Todos los cartuchos que distribuimos son buenos! Y aparentemente esta arma está bien ajustada. Deje que mire esto más de cerca…

El tipo cogió el Webley y disparó en salva los cartuchos restantes, dejando sólo un vacío perfecto en medio del cartón. Con evidente satisfacción, hizo bascular el tambor y recogió los casquillos en su palma callosa.

– Todos son nuestros, mi teniente. No hay duda. Buenos cartuchos ingleses capaces de atravesar a un cerdo de parte a parte a cien pasos. Tal vez un arma muy mal limpiada pero perfectamente ajustada, teniente -continuó el armero-. Sobre todo, en su lugar, yo no tocaría el alza. En cambio, me concentraría en eliminar los pequeños puntos de óxido en el cañón y la llave. ¿Quiere que proceda a una limpieza completa?

Tuve que cambiar de tema rápidamente para que el sargento consintiera en olvidar la limpieza de mi arma.

– Supongo que anteayer debieron de traerle las armas utilizadas por una unidad de policías militares en la ciudad… ¿Le dice algo eso?

El tipo se rascó la cabeza. Fue a consultar con un ayudante, que se desplazó para hablar conmigo.

– ¿Se interesa usted por las Sten de los Red Caps que cayeron en el Harnett, mi teniente?

– Sí. ¿Las examinó?

– Nos las trajeron, desde luego… Pero se las volvieron a llevar enseguida. No tuvimos tiempo de echarles una ojeada.

– ¿Que se las llevaron? ¿Quien lo hizo?

– Miembros de la policía militar. Orden de su coronel. ¡Lo lamento, pero es todo lo que sé!

Desde el segundo piso de los Grandes Apartamentos, Zacharias Gibbet dirigía a las dos unidades de policía que aseguraban cotidianamente el orden en el recinto de los cuarteles militares. Por regla general, las misiones que se encomendaban a estos hombres no eran muy numerosas: separar a los pugilistas del sábado por la noche, solucionar los problemas de hurtos en los dormitorios y otros asuntos menores del mismo calado. Era raro, por no decir excepcional, que se solicitara su concurso para realizar operaciones conjuntas con otras unidades. El MI6, en particular, no mantenía prácticamente ningún contacto regular con ellos. La decisión de Hardens de recurrir al capitán de la MP Norrington para proceder a la detención de Ostara Keller no tenía precedentes. No sé si fue esta anomalía de procedimiento la que resolvió al coronel Gibbet recibirme en cuanto solicité una entrevista con él, después de salir de la armería donde me habían asegurado que mi Webley no había sido manipulado. El jefe de la policía militar era un personaje curioso; la primera impresión que daba era la de ser un tipo bastante frío, altanero y desagradable, pero pronto se reveló como un hombre servicial e incluso, a medida que avanzaba la conversación, francamente jovial. La escuadra y el compás estaban grabados a fuego sobre el cuero del cartapacio en que se apoyaba para escribir.

– Semper occultus -me dijo al observar que mi mirada se detenía en este símbolo-. ¿Es el lema que eligió su Firma, no es verdad? Dígame, pues, ¿qué opina…?

– ¿Qué opino de qué, coronel? -repliqué yo, estupefacto.

– ¡Vamos! Según usted, ¿lo soy o no lo soy?

Me limité a balbucear un gruñido a modo de respuesta.

– ¡Vaya, veo que no lo sabe, y me parece perfecto! Semper occultus! -rió entre dientes-. ¡Me las arreglo para mantenerlo en suspenso! ¡En fin! De todos modos, la cuestión carece de importancia. Es extraño que haya venido aquí por propia iniciativa, teniente. Yo mismo traté de verle después de esa historia en la ciudad, la otra noche. Pero su coronel lo vetó. Espero que no sepa que está aquí.

Me contenté con negar con la cabeza. Gibbet no pareció sorprendido.

– Es mejor así… ¿Y bien? Explíqueme un poco su versión de esta infernal masacre de policías en el Harnett la otra noche…

Le hice un informe tan preciso como pude de la escena tal como yo la había vivido, antes de plantear la pregunta que me quemaba en los labios:

– Todas las armas utilizadas esa noche presentaron defectos de funcionamiento. Comprendida la mía. Los armeros redactaron un informe sobre las Sten. Me gustaría conocer las conclusiones a que llegaron.

Zacharias Gibbet hinchó sus mejillas de aire y las mantuvo así durante un buen rato, como las de un hámster. Por cómica que fuera, la mímica reflejaba una turbación real.

– El informe de la armería… Sí… Bien… Puedo darle una copia si realmente le interesa. Pero será mejor que le prevenga que no sacará gran cosa de ahí. En resumen, las armas utilizadas por el equipo de ese gran buey de Norrington estaban en buen estado. Ni sombra de duda al respecto.

En buen estado. ¡Igual que mi Webley! Lo que significaba que Hardens tal vez había cometido una imprudencia enviando a un equipo de brutos a detener a una víbora como Keller, pero que lo había hecho asegurándoles al menos los medios para una buena defensa. ¡De lo que podía deducirse que la aserción de Netaji según la cual el arresto de la austríaca había sido una simple puesta en escena destinada a sembrar la confusión no se sostenía!

– Lo mismo ocurrirá con las municiones, supongo.

– Lo mismo. Todos los cartuchos de los cargadores fueron examinados con el mayor esmero y percutidos uno tras otro. Ninguno presentaba defectos. Técnicamente, nadie se explica lo que pasó en el Harnett. Habrá que resignarse a clasificarlo en la categoría de los misterios. Aunque esto me disguste.

Las palabras de Gibbet cambiaban radicalmente el estado de la cuestión. Durante unas horas estuve cerca de admitir la teoría del complot proclamada por Netaji, pero ahora ya era imposible aceptar algo así, porque si las armas estaban en buen estado de funcionamiento, eso exculpaba a Hardens. De todos modos, para mayor seguridad, dejé caer el nombre de Donovan Phibes ante Gibbet, sin que esto provocara ninguna reacción.