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– ¿Phibes? ¿Donovan Phibes? Este nombre no me dice nada. Vaya a ver en los archivos. Tal vez encuentre algo…

No era mala idea, pero las investigaciones del documentalista Blair resultaron estériles. No constaba que existiera ninguna ficha, ningún informe, sobre tal personaje. Para el MI6, Donovan Phibes no tenía más consistencia que un fantasma.

– De todos modos seguiré indagando un poco -dijo Blair después de que hubiéramos pasado una buena parte de la tarde abriendo expedientes polvorientos.

– ¡Procure no coger una enfermedad de los bronquios respirando toda esta celulosa en descomposición!

– ¡Esto sólo contribuiría a aumentar mi encanto! Las toses de los tuberculosos son lo último entre los archiveros -rió Blair-. Nos dan un aire a lo Dama de las camelias de lo más enternecedor. ¡Ah, Dumas hijo! ¿Qué talento para hacer llorar a las multitudes, no le parece?

– No lo sé -respondí-. Nunca leo autores franceses…

Cuando dejé a Blair, estaba definitivamente convencido de la inexistencia de Phibes, ese pretendido conspirador que, si había que creer a Bose, tiraba, en la sombra, de los hilos de una gigantesca manipulación. Aunque muchas cuestiones permanecían sin respuesta, aunque siguieran existiendo contradicciones, paradojas, yo prefería aferrarme a la solución más sencilla: la que afirmaba que Ostara había ido a Calcuta con el objetivo de liquidar a Simpson. No con el de protegerla. Todas las hipótesis serias iban en este sentido. Que Küneck hubiera sido secuestrado y abatido por los independentistas hindúes no contradecía, al fin y al cabo, esta teoría. Tal vez lo habían sacrificado para manipularme, para sembrar la duda en mis superiores. Tal vez las razones de que lo hubieran matado debían buscarse en un oscura rivalidad entre sangthanistas y SD. En cualquier caso, ahí no residía la clave del enigma. En cuanto a mí, la mejor conducta que podía adoptar era la del soldadito de plomo. No tenía que preguntarme por la naturaleza de mi deber: mi estatus y mis obligaciones no diferían en nada de los de cualquier otro oficial de Su Majestad. Para mí quedaba descartado, pues, practicar un doble juego con mis superiores. Sanos y rectos pensamientos que me llevaron a presentarme, sin más consideraciones, ante Hardens.

El coronel no estaba del mejor humor aquel día. Pude percibirlo en cuanto entré en su despacho. Había como un trasudor en esta habitación, que tenía, sin embargo, las ventanas abiertas de par en par, una desagradable acrimonia que hacía pensar en el ambiente enrarecido de una madriguera ocupada por un animal inquieto. A pesar de que había optado por mostrarme totalmente franco con Hardens, comprendí que me sería difícil confesárselo todo. Había algo que me retenía. No era la desconfianza hacia este hombre de apariencia bonachona, al que creía incapaz de doblez. Era más bien una suspicacia que escapaba a cualquier análisis construido o intelectualizado. Para ocultar el verdadero motivo de mi visita pretexté, pues, fútiles cuestiones de servicio referidas a mi próxima misión como acompañante de Wallis Simpson.

– Sí, Tewp, le prometí un ordenanza. Elija a quien quiera, no pondré objeciones. También acabo de ordenar que le liberen un pequeño despacho en este edificio. Así ya no tendrá que cruzarse con Gillespie por los pasillos del Tonel de Nelson. ¿Era eso todo lo que quería saber?

– No, mi coronel. ¿Qué haremos con respecto a Ostara Keller?

– Esto ya no le compete directamente. Ni, por otra parte, tampoco a mí. Delhi se ha hecho cargo del asunto. Ni siquiera me mantienen informado. De modo que olvídese de esa Kraut. Alguno de los nuestros acabará por echarle la zarpa un día, téngalo por seguro.

El tono era cortante, definitivo. Hardens se lanzó a una larga perorata bastante virulenta para hacerme comprender que el problema de esa chica ya no era el mío y que ahora debía concentrarme en mis nuevas funciones y en nada más. Lady Simpson tenía una espantosa reputación de caprichosa y coqueta. Debía contar con que me crispara los nervios con sus ocurrencias. Más que darle vueltas a la forma de encontrar a la austríaca, debía prepararme para soportar a esa infecta criatura americana.

– ¡Es un dragón, Tewp! ¡Por más que cultive esas ínfulas de caballero andante, le aconsejo que no lo olvide nunca! ¿Comprendido?

Sí, había comprendido. En el momento en que me llevaba ya el canto de la mano a la frente para saludar y despedirme, interrumpí el gesto para añadir unas últimas palabras.

– Donovan Phibes… -dije con voz temblorosa mientras Hardens ya se concentraba en los papeles dispersos sobre su escritorio.

El coronel me fulminó con la mirada.

– ¿Qué ha dicho, Tewp?

– Alguien pronunció este nombre ante mí hace poco, y no lo colmó de elogios precisamente. ¿Sabe quién es ese Donovan Phibes, coronel?

Hardens emitió un gruñido inarticulado, se encogió de hombros y se sumergió de nuevo en el estudio de sus papeles como si yo no existiera. Creí comprender que la conversación había terminado. Saludé y giré sobre mis talones. En el momento en que posaba la mano en el pomo de la puerta, Hardens me preguntó:

– ¿Quién le dio ese nombre, Tewp?

– Un informador. Un indígena de la calle… -mentí.

– ¿Un indígena de la calle? ¡Vaya por Dios! ¿De modo que los rumores son fundados, Tewp?

– ¿Qué rumores, mi coronel?

– ¿Acaso frecuenta a los hindúes ahora?

– Creo que esta gente tendría muchas cosas que enseñarnos. Tal vez los despreciamos demasiado…

– Se equivoca, Tewp. En las colonias hay dos clases de británicos: los sensibles y los pragmáticos. Los primeros se maravillan con las tonalidades de color de la flora exótica, los paisajes y el carácter pintoresco de las costumbres indígenas. Al cabo de un tiempo, se olvidan de ponerse una chaqueta para cenar, cambian su traje ceñido por un sarong y se ponen a aprender la lengua local. Unos meses más tarde, quizás acaben por romper las amarras que les retenían a Inglaterra; sin embargo, nunca se integrarán en el país, y los indígenas, al contrario, les despreciarán por haber olvidado así sus verdaderas raíces. Los otros, los pragmáticos, pueden parecer rígidos, obtusos incluso, a los espíritus delicados. Ellos se apegan a símbolos y comportamientos en apariencia fútiles, por ejemplo, embutirse en ropas prietas bajo los trópicos como si todavía estuvieran en su club de Londres, y se niegan a dirigir la palabra a los indígenas en la calle, del mismo modo que se niegan a hablar a los obreros o a las costureras en su propio país. Esta gente no abdica de su personalidad. Ni de sus orígenes. Ni de su educación. Tal vez los colonizados les odien, pero al menos les temen. Y por tanto, les respetan. Son esas personas las que han forjado el Imperio, Tewp. Ellos y nadie más. Medite sobre eso en lugar de comprometerse con los autóctonos, que le explicarán cualquier cosa para embaucarle. Donovan Phibes no existe, teniente. No sé qué habrán querido hacerle creer exactamente, pero es sólo un truco de indígena para sacarle dinero o conseguir algún favor, ¡no lo olvide!

Tras este improvisado discurso, abandoné el despacho de Hardens llevando bajo el brazo un expediente confidencial completo para uso de los servicios afectados por los desplazamientos del rey y de su mefítica amante. En el nuevo despacho que me habían asignado, examiné con severidad estos documentos, tomé notas, hice fichas y memoricé la planificación. Estaba previsto que el rey aterrizara el miércoles 14 de octubre en el aeropuerto de Delhi para, posteriormente, viajar por todo el país durante una semana, acumulando recepciones, visitas, inauguraciones y conferencias de todo tipo. Al término de estas siete jornadas, la previsión es que su recorrido oficial acabara. En ningún lugar se indicaba que a continuación tuviera que reunirse con su amante en Calcuta para una estancia privada. Netaji, una vez más, me había mentido. Por mi parte, debía esperar a esta mujer en el aeródromo militar y ponerme luego a su disposición durante toda la visita. En el documento no se precisaba la dirección de su residencia en Bengala. Esta información en concreto se daría en el último minuto. Cuestión de prudencia. En una nota que había sido redactada ex profeso para mí, se especificaba claramente que los protocolos de seguridad no formaban parte de mis competencias. En mi calidad de ordenanza local de la señora Simpson, debía alojarme bajo el mismo techo que ella, asegurarme de su bienestar y acompañarla sin discutir a todos los lugares adonde quisiera dirigirse. Para ello, me sería confiada una importante suma de dinero en metálico, procedente del tesoro real. Esta cantidad debía consagrarse a los gastos corrientes de esta mujer, a sus caprichos. Estaba autorizado a elegir dos asistentes, suboficiales de carrera o asimilados, a mi conveniencia, para que me secundaran facilitándome mis propias tareas domésticas y liberándome de cualquier preocupación no relacionada con mi misión. ¿A quién podía confiar esta función? Yo no conocía a casi nadie, y mis problemas con Edmonds y Gillespie no habían contribuido precisamente a ser un personaje popular entre los oficiales y los soldados brits. Dos nombres me vinieron a la mente: el moreno caporal Swamy y el rubio aspirante Shaw. Los mandé a buscar a ambos; pero si bien el hindú aceptó mi propuesta con entusiasmo, la reacción del inglés fue más que tibia.