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– Mi teniente… -empezó, visiblemente incómodo-. Si es una orden, me veré obligado a obedecerla, evidentemente. Pero si se trata de una petición informal, permítame que decline su ofrecimiento.

– No es una orden, Shaw. No le fuerzo a nada. Sólo pensé que podría divertirle cambiar de rutina; es tan sencillo como eso.

Pero todo fue inútil. Shaw no quería que le vieran demasiado en mi compañía. Compensé esta defección con la adhesión exaltada del caporal Swamy.

– Habrá una gratificación sobre su sueldo, caporal. Y una mención en su cartilla militar.

– ¡Gracias, mi teniente!

Apenas había acabado con este reclutamiento cuando un ordenanza me trajo un bono y una nota que me conminaba a dirigirme con la máxima urgencia al sastre de los oficiales. En el último momento, Hardens había pensado que no estarían de más dos uniformes nuevos y bien cortados si quería hacer un buen papel junto a la distinguidísima señora Simpson.

En unos amplios recintos, en el interior de los cuales se amontonaban desde el suelo hasta el techo pilas de tejidos doblados, enrollados o arrugados, el maestro costurero tiranizaba a una cuadrilla de aprendices locales que se mantenían aferrados a sus máquinas de coser como si estuvieran encadenados a ellas por toda la eternidad. En todas partes sólo se escuchaba el runruneo de las lanzaderas, los chirridos de los pedaleros, el tactac de las agujas mecánicas que agujereaban la fibra, el raspado de las tijeras cortando los patrones de papel, los resoplidos de los planchadores que trabajaban medio desnudos, agobiados por el vapor y el calor… En un rincón de esta fábrica, en un despacho elevado sobre un estrado con una altura de cinco escalones, un inglés longuilíneo y huesudo controlaba y cronometraba las actividades. El tipo llevaba en la mano un silbato de jefe de estación y miraba constantemente su reloj de bolsillo con tanta ansiedad como el conejo blanco de Alicia. Me indicaron que él era el responsable del lugar. Me acerqué y le tendí mi nota. El hombre la leyó sin decir palabra, me lanzó una mirada furiosa pero resignada, hundió un instante la nariz en su plan de trabajo, y luego, con un gesto de evidente exasperación, cogió una goma de un cajón, borró dos nombres en las casillas y tocó su silbato cinco veces, soplando con todas sus fuerzas. La estridencia de los pitidos era tan insoportable que me tape los oídos para protegerme. Inmediatamente dos hindúes vestidos sólo con unos pantalones cortos y un turbante blanco abandonaron las máquinas sobre las que estaban inclinados y se acercaron para recibir órdenes.

– Este hombre -dijo a los obreros señalándome con un índice largo como una anguila-, vestido completo, traje de gala. Por duplicado. Con zapatos y accesorios. Informad al zapatero. Calidad: ¡grabado de moda! Tiempo concedido: ¡noventa minutos! ¡Usted, oficial, siga a estos hombres y déjese hacer! ¡Vuelva a verme cuando hayan acabado! ¡Vamos!

El tono no admitía réplica. Bajé los escalones y seguí a los dos tipos, que ya se habían sacado de los bolsillos una cinta métrica, uno, y una libreta y un lápiz el otro. Mientras caminábamos, uno me tomaba las medidas, revoloteando en torno a mí como una mariposa, y el otro tomaba notas. Me empujaron a una cabina con paredes de tela, me desnudaron casi completamente, me enrollaron tejidos en torno a las piernas, los brazos y el torso, los apretaron un instante con tanta fuerza que creí que me convertía en momia, y luego se fueron riendo a coser el conjunto mientras un nuevo obrero me calzaba un par de botines nuevos pero flexibles. En menos tiempo del que el hombre del silbato les había concedido, me encontré vestido de pies a cabeza, equipado con dos flamantes uniformes de gala que me sentaban de maravilla. Nunca en mi vida había tenido un aspecto tan gallardo. Encantado, volví a ver al jefe de taller.

– ¡A ver, muéstreme eso! -dijo el esqueleto mientras me inspeccionaba como si fuera un maniquí de cera en el escaparate de Harrod's-. ¡Pero si hace bolsas, por Dios! Aquí. Y allá. ¡Y en este lado aún más! ¡Una chapuza! ¡Pero tendrá que contentarse con eso, amigo! ¡Cuatrocientos uniformes que cortar de aquí a la semana próxima para el batallón de los Midlands! ¡No puedo consagrarle más tiempo! ¡Vamos, salga, no puedo hacer nada más por usted!

Disgustado al ver que mi nuevo atuendo, que yo encontraba favorecedor, era juzgado con tanta dureza por un profesional, abandoné el hangar de los costureros con paso inseguro. Tendría que habituarme a llevar estas ropas elegantes con perfecta naturalidad. Ése era el papel que se imponía ahora: ante la señora Simpson, tenía que aparecer en la medida de lo posible como un hombre de mundo. Pero ¿de qué mundo exactamente? A decir verdad, no tenía la menor idea. Desde mi llegada a las Indias, yo ya no sabía quién era. Tenía la sensación de que en poco tiempo me había metido en la piel de demasiados personajes: primero en la de un oficial novato caído de pronto del mullido nido inglés para aterrizar en el duro suelo de las colonias; luego en el de un aprendiz de espía lanzado tras la pista de peligrosos agentes de una potencia adversaria; y más tarde en el de la pobre víctima de una extraña enfermedad que sólo un asesino había sabido curar… Y estaba finalmente el David Tewp rebelde, del que sus pares renegaban en la misma medida en que era apreciado por los indígenas, ¡y para terminar, el Tewp un poco dandi, obligado a endosarse la panoplia del caballero fiel atento a las órdenes de una advenediza, una intrigante de la que todos decían que era la más detestable de las criaturas! ¿Me lamenté de mi suerte? ¡Sí! Un poco. Lo cierto es que tengo la gran debilidad de abandonarme a veces a este tipo de reacción. Pero aquello no duró mucho tiempo, porque encontré consuelo en el pensamiento de que al menos, en este país, tenía una oportunidad de acabar por encontrar al verdadero David Tewp, aquel tras el que corría desde la infancia y que, con toda evidencia, aún no había conseguido atrapar. Sí, estaba convencido: en algún lugar en esta lejana provincia de Bengala aún esperaba mi sombra, aún esperaba mi alma…

LA LLEGADA DE LA ESCANDALOSA

El alba siguiente nos sorprendió ya en plena tarea, a Swamy y a mí, en mi nuevo despacho de los Grandes Apartamentos. En diez minutos despejamos una zona para que el caporal se instalara a su gusto, y luego pasamos la mañana releyendo detalladamente el programa que nos habían entregado. Quedaba claro que Simpson no estaba sometida a ninguna obligación oficial. Su presencia en las Indias tenía todas las características de un puro desplazamiento privado y no debía ser mencionada a la prensa ni a nadie ajeno al servicio. Swamy y yo estábamos obligados a mantener la reserva sobre este tema y éramos perfectamente conscientes de que faltar a este deber nos costaría nuestra carrera.