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– ¿Dónde se alojará esta mujer? No se habla de eso en ninguna parte.

– Protocolo de seguridad -precisé-. Deberíamos saberlo hoy. Londres aún se reserva esta información.

– Seguramente será en el gran hotel Ascot -aventuró Swamy-. Es el mejor de la ciudad.

– ¿Mejor que el Harnett? -pregunté mientras recordaba el lujo del hotel donde Keller había residido durante un tiempo.

– Incomparable, mi teniente. El Ascot es un establecimiento de primera clase para…

– …¿personas de primera clase?

– Sin ninguna duda, mi teniente -respondió Swamy sonriendo con todos sus dientes.

Luego, a falta de mejor ocupación, decidimos buscar fotografías de la señora Simpson para hacernos una idea del personaje.

– ¿Dónde podríamos encontrar un retrato de esta lady, Swamy? -pregunté.

– ¡Ciertamente no en el Pickaxe, mi teniente! -dijo bromeando, haciendo alusión a la gaceta del cuerpo de ingenieros.

¿Dónde se podía, de hecho, encontrar en un cuartel, por grande que fuera, algún periódico interesado en presentar a la señora Simpson a sus lectores?

– Tal vez en una de las salas de espera del hospital -sugirió el caporal, encantado de haber tenido aquella inspiración repentina.

Nos dirigimos al edificio sanitario y fisgoneamos por allí hasta que dimos con un montón de revistas ilustradas que subimos a nuestro despacho para hojearlas con calma. Había Esquires, Harper's Bazaars y también una revista muy reciente, Life, en la que encontré la primera fotografía de Wallis Simpson. Era una foto de gran tamaño y nítida que nos permitió hacernos una idea precisa del rostro y del aspecto general de esta mujer morena con un curioso físico afilado, hombros delgados y caderas rectas de muchacho.

– No parece de trato fácil -comentó sobriamente Swamy.

En efecto, esta mujer, todo dureza y frialdad, no parecía fácil de tratar. Y era bastante fea también, a juzgar por el retrato. Me pregunté qué podía encontrar nuestro rey Eduardo en ella. Suspiré; presentía que los días que se avecinaban no iban a ser fáciles para mí. Esa noche leí algunas buenas páginas de Joseph Conrad, en las que encontré a la vez distracción y energía, y luego, una hora después de la medianoche, apagué las luces y me dormí, con mis dos uniformes nuevos cuidadosamente cepillados y colgados de grandes perchas.

La mañana siguiente pasó en un suspiro. Hardens volvió a atiborrarme de órdenes y consejos, y al final me confirmó la hora de llegada de la amante del rey al aeródromo, entre las cinco y las seis de la tarde. Pasé, pues, el resto de la jornada en una febril espera. Me sentía nervioso como un actor en el día de su estreno. ¿Ejecutaría correctamente mi papel? ¿Iba a dar la réplica adecuada? Era imposible saberlo, y me sentía cada vez más angustiado ante la idea de tener que frecuentar a unas gentes procedentes de un mundo tan ajeno al mío.

– ¿Quiere que le enseñe cómo conducir a Daisy, mi teniente? ¡Esto nos evitaría a los dos ir dando vueltas de un lado a otro sin hacer nada! -me propuso Swamy, al que la inactividad volvía taciturno como un perro enjaulado.

Aunque en un principio la sugerencia me pareció poco tentadora, al fin me dejé convencer. Mis inicios como conductor no fueron gloriosos precisamente, pero por suerte, la lección se desarrolló lejos de los barracones, en la zona más aislada -y la más hundida también- del campo de entrenamiento. Swamy me mostró los mandos principales de Daisy: los frenos, el acelerador, el embrague, el indicador de velocidad, el de la gasolina, y luego puso el vehículo en marcha y rodó a la velocidad mínima durante diez yardas antes de pasarme el volante.

Pronto se demostró que no llevaba el pilotaje en la sangre. Me equivocaba sistemáticamente de pedal, acelerando cuando quería reducir la velocidad y deteniéndome cuando mi intención era dar gas, y me lanzaba directamente hacia los baches que salpicaban el terreno con una constancia sorprendente. Todo se balanceaba en la cabina: las lonas de las portezuelas, los asientos y nosotros mismos, abominablemente zarandeados por mi conducción errática, con paradas bruscas, arrancadas laboriosas y tiempos muertos seguidos de aceleraciones repentinas. Al cabo de una hora larga de este penoso ejercicio, me dolía el brazo de tanto sostener el volante, y las nalgas de tanto tensarlas. Swamy se apretaba la frente con la mano, porque uno de mis frenazos le había lanzado con bastante fuerza contra el parabrisas. Y sobre todo yo me encontraba desanimado y estaba convencido de que nunca sería capaz de conseguir ningún progreso en este arte. Mis torpezas acabaron por agotar las reservas de paciencia del caporal, que bajó del vehículo mirándome con aire apenado.

Y por fin llegó la hora fatídica en que tuve que abandonar a mi nuevo ordenanza para dirigirme, sólo en compañía del coronel Hardens, al aeródromo militar, donde, escoltado por dos cazas Hurricane, un Lancaster de transporte civil debía traernos a lady Simpson. Eran las cinco y cuarto. Hacía viento y unas altas nubes grises presagiaban tormenta para la noche. Hardens estaba tenso y no paraba un instante de abrir y cerrar sus grandes manos. Yo había subido delante, en el asiento del copiloto, y podía verle por el retrovisor, instalado en solitario en el asiento trasero de la limusina.

– Aún no me ha dicho en qué hotel se alojará nuestra huésped, coronel -le hice notar mientras avanzábamos por la carretera que conducía al campo de aviación.

El silencio incómodo me dio mala espina. Insistí.

– ¿Mi coronel? ¿Dónde residirá lady Simpson?

Oí un carraspeo, y luego otro, antes de que la voz de mi superior se decidiera por fin a franquear sus labios.

– Yo mismo no lo he sabido hasta bien avanzada la mañana. La señora Simpson se instalará en casa de unos viejos amigos suyos. Gente… gente que forma parte de su círculo más íntimo. Y que ha sido introducida hace tiempo en el entorno de nuestro soberano Eduardo VIII. Gente respetable en todos los sentidos, no se preocupe…

– ¿Sir y lady…? -empecé, dejando que Hardens acabara la frase.

– Sir y lady Galjero… ¡Shapur Street! -explotó finalmente, contrariado-. ¡En un momento u otro tenía que saberlo, demonios!

Sentí que se me encogía el corazón. Me volví para tener una conversación cara a cara con Hardens. Curiosamente, no me sentía sorprendido por esta revelación. Bien al contrario, era como si la hubiera estado esperando desde el instante en que se me había informado de la visita de Simpson a las Indias y su estancia temporal en Calcuta. Podría decirse que todo aquello entraba… en el orden de las cosas. Que formaba parte de un encadenamiento lógico de catástrofes. Tenía la sensación de que sostenía en la mano una botella que algún loco iba llenando con ingredientes detonantes, sin que yo pudiera intervenir hasta la inevitable explosión final.

– Mi coronel… ¿Cómo podemos dejar que la señora Simpson se instale en casa de unas personas de las que sabemos con certeza que recibieron la visita de Keller?

– ¡Eso no lo vio con sus propios ojos, Tewp! Lo sabe por los cotilleos de un taxista. No es una prueba. Y además, se han tomado todas las precauciones. Se ha realizado una investigación a fondo sobre estos Galjero. Por parte de la Firma, claro. Por Scotland Yard, también. Y sin duda por otros servicios… Si existiera la menor duda sobre su honestidad, puede estar seguro de que hubiéramos hecho lo imposible para que Simpson cambiara de opinión. Pero no se ha encontrado nada. Los Galjero están blancos como la nieve. No hay nada que reprocharles. Simpson los conoce desde hace años. Bastante antes incluso de que conociera al rey. ¿Cómo quiere prohibirle que los frecuente? Después de todo, a pesar del follón que nos ha organizado, esta borrica es una persona privada. ¡Y una extranjera, para acabarlo de arreglar! Aunque tuviera ganas de pasar un domingo en casa de Jack el Destripador, no nos quedaría otro remedio que dejarla hacer.