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– Pero, en fin -protesté, crispando los dedos sobre el asiento-, usted sabe muy bien que el objetivo de Keller es matar a Wallis Simpson. Si estas personas son sus cómplices, para ella será un juego de niños conseguirlo…

– ¿Y por qué cree que le envío como pastor, Tewp? ¿Para que lleve los paquetes a esa buena mujer? ¡Utilice un poco el cerebro, amigo mío! Y le prevengo: ¡si la americana la palma por su culpa, no le entregaré a Gillespie para que se divierta, no, sino a todos los oficiales ingleses desde el paso de Jaibar hasta Borneo!

Hardens hundió sus puños en los bolsillos y se encogió en su rincón como un cangrejo ermitaño en su concha. Fin de la discusión. Lo quisiera o no, tendría que hacerme cargo, con apenas ayuda, de controlar una situación desatinada y diplomáticamente explosiva. El carácter arisco de la amante del rey pasaba de golpe a ocupar el último lugar en la lista de mis preocupaciones. El coche franqueó las rejas del aeródromo y se detuvo justo al borde de la pista de aterrizaje. Hardens y yo bajamos en silencio, guardándonos en el ínterin nuestros temores y nuestras quejas.

¿Hubiera servido de algo compartirlas? Esperamos unos minutos, y luego tres oficiales de la Royal Air Force se acercaron para anunciarnos que el avión estaba realizando las maniobras de aproximación. Giramos la vista hacia el norte, donde un punto empezó a crecer en el cielo mientras el zumbido del doble motor de hélice cubría poco a poco cualquier otro ruido. Sentí deseos de marcharme. De abandonar este lugar donde no me sentía en mi sitio y desaparecer en un agujero donde nadie pudiera encontrarme jamás. Pero no ocurrió nada de eso. Me quedé ahí quieto, estoicamente, con las manos solemnemente cruzadas a la espalda, tan rígido como una estatua en mi uniforme almidonado, con la mirada fija en la manga de aire de colores abigarrados que chasqueaba al viento. El Lancaster tocó el macadán, rebotó una vez en un largo salto airoso que hizo perder un buen grosor de goma a sus neumáticos y luego se posó del todo y rodó hasta nosotros. El piloto abrió el vidrio lateral de la cabina para saludarnos con la mano. Más arriba, planeando justo por debajo de las primeras nubes, dos Hurricane giraban sobre nosotros en un vuelo de protección.

– Empieza el espectáculo, teniente. Interprete su papel de lacayo pero no pierda de vista nada de lo que le rodea -articuló Hardens antes de franquear con paso mecánico la corta distancia que nos separaba de la escalera de desembarco, que ya colocaban bajo la puerta del aparato.

El cielo era de un gris muy hermoso, dorado por el sol bajo. Hacía calor. Un soplo de aire nos acariciaba el rostro. La señora Wallis Simpson, favorita de nuestro soberano Eduardo VIII, posible futura reina de Inglaterra y emperatriz de las Indias, apareció en la plataforma, radiante, vestida con un traje sastre ajustado de seda azul que armonizaba con su silueta, ya de por sí menuda, haciéndola más fina, flexible y amenazante que una venenosa liana de la jungla. No hubo fotografías. No hubo ramos de flores torpemente entregados por un niño. No. No hubo nada de todo eso. La única muestra de protocolo se limitó a una breve presentación por parte de un ordenanza que había viajado con la protegida del rey y que parecía visiblemente aliviado por poner de este modo término a su misión. Hubo algunos esbozos de sonrisa helados, una larga mano enguantada negligentemente tendida hacia el coronel, un amago de mirada hacia mí, y eso fue todo. La americana subió a la parte trasera de nuestro vehículo sin más formalidades y partimos en tromba hacia Shapur Street, dejando que dos camareras y una colección de privates se ocuparan de llevar las maletas de la Simpson a su destino. Desde mi puesto junto al conductor, traté de lanzar alguna ojeada a la pasajera instalada en la parte trasera, procurando ser muy discreto. Hardens, que no era hombre que soportara el silencio mucho tiempo, creyó cortés interrogar a la dama sobre el viaje que acababa de efectuar y otras banalidades del mismo fuste. Se iniciaron algunos parloteos amables a los que apenas presté atención, concentrado en analizar la situación en la que acababan de meterme. En breve, nuestro coche atravesaría las avenidas del parque de la villa Galjero. ¿Qué podía hacer yo para impedirlo? ¡Nada! Nada me salvaría esta vez del peligro que me amenazaba. Keller se había esfumado. No cabía duda de que estaba ahí, rondando a la espera de que llegara su hora. ¿Y si, en contra de lo que me decían, mis imaginaciones eran ciertas?

El coche había dejado atrás los campos para entrar en los arrabales de la ciudad. Pasamos a lo largo de un cementerio, de un aserradero industrial y, un poco más lejos, de una misión jesuita y un dispensario. En un cruce atestado de ciclistas, carretas tiradas por asnos, porteadores y vacas flacas que deambulaban sin preocuparse en absoluto por los atascos que creaban, giramos hacia el sur por una larga avenida que conducía a los barrios residenciales europeos. Aunque los latidos de mi corazón y la agitación de mi espíritu se habían calmado, las palmas de mis manos seguían húmedas. Me las sequé frotándolas contra los muslos y eché una ojeada por el retrovisor. Hardens y Simpson habían acabado con los cumplidos. Ahora miraban cómo el paisaje desfilaba por el vidrio sin preocuparse el uno del otro. Grandes manchas de sudor aureolaban las axilas de Hardens. Simpson, en cambio, parecía tan fresca como un capullo de rosa. El chófer aminoró la velocidad y dobló por fin por Shapur Street. Aún no había caído la noche, pero la zona del vasto parque que se extendía ante el edificio ya se encontraba completamente iluminada por teas, antorchas y fuegos que ardían en altos pebeteros de vidrio. El espectáculo era soberbio. Bajo estas luces fantásticas, pavos reales e ibis se deslizaban como espíritus por el césped, batiendo sus alas bajo cenadores floridos, lanzando sus gritos de almas en pena junto a los estanques y las fuentes de aguas claras. El coche se detuvo ante la fachada de la casa, una inmensa vivienda muy larga, muy blanca, con una gran terraza delante. Dos siluetas esperaban, finas y erguidas, en un rincón en sombra. Dalibor y Laüme Galjero. Las pulsaciones de mi corazón se aceleraron y tuve la sensación de entrar en una nube de algodón. Noté como si, en cierto modo, mi espíritu abandonara mi cuerpo. Me sentía muy lúcido, presente en el instante que estaba viviendo, pero al mismo tiempo perfectamente despegado de la escena, como si la parte esencial de mi ser se hubiera retirado a un lugar donde nada ni nadie podría alcanzarle nunca.

Bajé el primero del coche y abrí la puerta de la señora Simpson: un butler experto en las sutilidades de la etiqueta con años de servicio a sus espaldas no lo hubiera hecho mejor. Luego, mientras la americana ponía pie a tierra, retrocedí tres pasos para permitir que sus anfitriones vinieran hacia ella. Mientras los dos personajes bajaban el tramo de peldaños, me atreví por fin a dirigirles una mirada directa. Los rasgos de sus rostros ya me eran conocidos, igual que el perfil de sus siluetas. Nada, pues, me sorprendió realmente en su fisonomía. Pero lo que me causó un gran impacto fue el magnetismo, el carisma innegable que irradiaban. A imagen de las estrellas de cine o de los grandes cantantes de ópera tal vez. Aunque en realidad era mucho más que eso. Mucho más que una belleza formal. En ellos había otro rasgo que habría que definir con una palabra que debería ser a la vez simple y cargada de fuerza. Un término al mismo tiempo preciso, contundente y nítido, pero también abierto y solemne. No se me ocurre otro mejor que el de misterio. Sí, esas personas ocultaban un misterio. O mejor aún, encarnaban el misterio. Ante ellos, uno tenía la sensación de encontrarse frente a unas grandes fieras salvajes. Era algo a la vez arrebatador y terriblemente humillante. Entre ellos y la señora Simpson se produjo un intercambio de fórmulas de cortesía que revelaban una larga amistad y una gran confianza también. Hardens fue presentado, y luego me llegó el turno. Durante medio minuto, todas las miradas se volvieron hacia mí, pero sólo se pronunció mi graduación y no me estrecharon la mano. Aquí yo no era más que una simple función. No una persona. Lady Galjero me otorgó la gracia de una débil sonrisa, pero creí ver brillar ya en sus ojos verdes cierto asomo de burla. El coronel y yo dejamos luego que la pareja se ocupara de la recién llegada. Los tres entraron en la casa mientras Hardens me transmitía discretamente sus últimas recomendaciones.