LAS GRANDES FIERAS
Era la última visión que había tenido antes de caer del muro y desvanecerme en el suelo de la callejuela que corría por detrás de Shapur Street: una torre estrecha, fina y austera, con un tejado inclinado de pagoda y paredes extrañamente hinchadas por no sé qué anomalía que no podía distinguir, porque estaba lejos, demasiado lejos, para observar el edificio al detalle. Caminando delante de mí, la señora Simpson y Laüme Galjero paseaban por el parque cogidas del brazo, hablándose al oído, riendo como dos colegialas. Diez yardas largas por detrás de ellas, yo las seguía con las manos a la espalda y los músculos en tensión, echando ojeadas a los rosales, a los macizos de flores, a los animales que coloreaban la hierba con sus tonos vivos y movedizos. A la vuelta de un camino de grava fina, mi mirada se había posado sobre esa espiga de piedra negra, ese mausoleo de aspecto siniestro que brillaba al sol de la mañana. Estaba lejos, diría que casi a media milla, porque el parque era inmenso, y se encontraba protegida por una franja de árboles apretados hacia la que no parecía llegar ningún sendero, ningún camino trazado. Permanecí allí un minuto sin moverme, con la mano haciendo pantalla sobre los ojos, observando la construcción, atraído por ella, imantado por un presentimiento. Y luego oí, muy cerca de mí, una hermosa risa femenina.
– ¿Qué hace ahí pensando en las musarañas, señor oficial? ¿No preferiría venir con nosotras y explicarnos por fin quién es usted?
Se me hizo un nudo en la garganta. Aparté los ojos de la fronda y vi, azorado, a Laüme Galjero, que se acercaba a mí sonriendo dulcemente. Su larga silueta danzarina estaba ceñida por un vestido de crepé ligero que modelaba sus formas hasta el impudor. En ese instante, cuando sus ojos se hundieron por primera vez en los míos, deseé más que nada en el mundo olvidar que un día había contemplado la fotografía de su cuerpo desnudo. Sentí su mano fresca, rosada, casi fría, posándose sobre mi muñeca y apretándola para forzarme a ir con ella. Me estremecí al contacto con esta mujer, como me había estremecido en la isla de piedra cuando, bajo la luna violeta, Darpán me había despojado de mis ropas empapadas de agua helada después de cruzar el vado. Cogiéndome del brazo, con su hombro apretado contra mi cuerpo, Laüme Galjero tiró de mí suavemente para llevarme junto a lady Simpson, que parecía divertida por la escena.
– ¡Laüme, qué idea más ridícula! -dijo con una voz extraordinariamente ronca-. ¡No tortures a este pobre desgraciado, ya ves que es un ganso!
Palidecí ante el insulto. Era la primera vez que Simpson parecía fijarse en mí, y era para proferir un comentario extremadamente ofensivo. ¡Hubiera querido matar a esta mujer allí mismo, fulminarla y partirla como una rama seca! Laüme Galjero hizo un mohín.
– ¿Es verdad, señor oficial? ¿Es cierto que es usted un ganso? Desde ayer nos hemos estado planteando la cuestión… ¿Y bien? ¡Responda, o pensaré que esta malvada mujer tiene razón!
– Me perdonarán, señoras… -empecé.
Pero antes de que tuviera ocasión de desarrollar mi defensa, Simpson soltó una risa burlona:
– ¿Cuenta usted de entrada con nuestro perdón? -dijo-. ¿No le han explicado que uno no se concede el perdón a sí mismo, sino que ruega a los otros que acepten sus excusas? ¡Algo que, por otra parte, no tengo intención de hacer! ¡Ya ves, Laüme! Enseguida me di cuenta: es un ganso. Un pequeño ganso malcriado… Estás perdiendo el tiempo con él, querida…
– ¡Pero es que a mí me gusta la gente malcriada, Wallis! -respondió la Galjero, apretándome cada vez con más fuerza-. Los brutos, los catetos, los palurdos, a menudo son capaces de mostrar un vigor y unos impulsos de una voluptuosidad que han olvidado los refinados… ¿No es cierto, teniente?
Rojo de vergüenza ante la alusión excesivamente osada que Laüme Galjero acababa de formular, no respondí, bajé los ojos y, sin violencia pero con firmeza, traté de liberar mi brazo de la presa de su mano. Sin embargo, ella hizo caso omiso de mi intento y no me soltó. Muy a mi pesar, tuve que caminar a su lado, apretado contra ella, cadera contra cadera, muslo contra muslo. Y las pullas no dejaban de llover, insultantes, malignas, perversas, cada vez más equívocas. Opté por no replicar nada a todo eso. No respondí a las provocaciones. Permanecí sordo a sus demandas. Opuse un silencio altanero a sus ataques. Pero en mi fuero interno cada frase, cada palabra que intercambiaban las dos mujeres, me hería como una puñalada. Este juego pueril me lastimaba más de lo que lo habían hecho los puños de Gillespie o las manazas de Edmonds sobre mi garganta, y me enfurecía no poder responderles. Hubiera querido abofetearlas, pegarlas, azotarlas como a malas yeguas y luego dejarlas allí, jadeantes y amoratadas por los golpes, llorando en su jardincito de muñecas. Pero sólo podía soñar en todo aquello, porque nunca me hubiera atrevido a levantarle la mano a una mujer.
Caminamos así, entre risitas sofocadas y agudezas odiosas, hasta una porción de terreno dispuesta en forma de laberinto. Los setos de bambú, más altos que un hombre, habían sido cortados para formar pasillos curvados que se enrollaban, se mezclaban, se entrecruzaban en torno a un centro de fuentes y estanques. Fuimos directamente hacia él sin perdernos. Allí, por fin, Laüme Galjero me soltó el brazo. Las mujeres se sentaron sobre un reborde de piedra, cerca de un estanque decorado con tritones, náyades y un Neptuno. Quise abandonar la compañía de la divorciada insolente y la eslava de mente corrompida, pero la voz de Simpson -una voz de maestra de escuela severa y seca como un látigo- me lo prohibió.
– No le he autorizado a marcharse, mi pequeño Tewp. Quédese un poco más. ¡Hay cosas que debe saber!
El tono era grave. Sin rastro de ironía, esta vez. Me sorprendí. Por fin parecía que la conversación se desarrollaría por cauces serios.
– ¿Cosas que debo saber, señora? La escucho -dije, tratando de hacer como si los minutos precedentes no hubieran existido nunca.
Laüme sonrió. Bajó los ojos hacia el agua y hundió en ella sus ágiles dedos, de uñas largas y fuertes. Los lentos movimientos de su mano creaban corrientes y pequeñas ondas en la superficie del estanque.
– Sí -continuó Simpson-. Cosas que debe saber si quiere prestarme un buen servicio. ¿Porque ésas son las órdenes que ha recibido, no es cierto? Servirme.
– No como un criado, señora. ¡Como un soldado! -precisé irguiéndome en toda mi estatura e hinchando el pecho tanto como me lo permitía mi uniforme.
– Muy bien. ¡Como un soldado! ¿Y cómo sirve un soldado a una dama, en su opinión?
Suspiré, comprendiendo que el juego de la mosca y la araña volvía a empezar, y permanecí en silencio.
– ¡Un soldado sirve a una dama concediéndole un beso! ¡Béseme, teniente! ¡Eso es lo que quiero!
– ¡Señora! -solté indignado, rojo de cólera.
– ¿Tal vez no sabe lo que es besar y hay que enseñárselo? -sugirió Laüme Galjero, mientras con un gesto suave, muy estudiado, sacaba la mano del agua, enrollaba sus dedos en torno a los primeros botones de su vestido y los hacía saltar uno a uno, ofreciendo así a mi vista una carne clara, blanca, sedosa y palpitante.
Sin saber si sentía fascinación o repulsión, vi entonces cómo las dos mujeres se inclinaban una hacia otra muy dulcemente, muy afectuosamente, como si adoptaran una postura para intercambiar un largo, larguísimo, beso de amantes. Luego me miraron con fijeza como dos Gorgonas de ojos de hierro. Sentí que su doble mirada clavaba en mí sus puntas ardientes y mi mente se inflamó con un millón de pensamientos horrendos, de deseos repugnantes. Mortificado, giré sobre mis talones para refugiarme con paso titubeante detrás del primer seto. La sangre me palpitaba en las sienes y oía, muy cerca, sus escandalosas risas a través del follaje. Se oyeron ruidos de tela arrugada, y gritos, y luego dos grandes haces de agua surgieron, entre un ruido de chapoteo, por encima del seto.