El hotel Harnett estaba situado en una plaza bien comunicada, en el cruce de dos avenidas residenciales. Aparcados en una calle lateral, disfrutábamos de una buena visión de la entrada del establecimiento. Unos empleados estaban limpiando los escalones con abundante agua, mientras una sucesión de repartidores entraba en el hotel llevando diarios y paquetes. Un portero vestido con un traje indio de fantasía -telas de colores brillantes, galones y turbante- hacía guardia junto a la puerta giratoria y observaba los alrededores con aire circunspecto. Su mirada se detuvo a nuestra altura.
– Este pollino ya nos ha detectado -dijo Edmonds sacando un paquete de cigarrillos del bolsillo.
– ¿Es un problema?
– No creo. No nos impedirá hacer lo que tenemos que hacer.
Dudo que la chica haya sobornado a todos los empleados del hotel para que la informen de posibles movimientos sospechosos.
Y aunque así fuera, esto hará que la vigilancia sea… más deportiva. Nada más.
– No parece que esto le preocupe demasiado -dije, tomando nota una vez más del fatalismo de mi compañero.
– No. De todos modos, si la cosa se complica, será usted quien corra. No yo. Soy demasiado viejo y estoy demasiado oxidado.
Y demasiado gordo también…
Me abstuve de hacer ningún comentario y él no intentó relanzar la conversación. Así empezó nuestra primera espera, en medio del calor y en el silencio. Ni él ni yo teníamos ganas de hablar. El sol ascendió en el cielo. Era un hermoso día de principios de otoño. No pasó absolutamente nada antes de las nueve. Ningún cliente salió ni entró. Hacía tiempo que los limpiadores habían acabado de fregar la escalinata de mármol del hotel, los jardineros habían guardado sus podaderas y los recaderos habían dejado todos sus paquetes al encargado de la recepción. Hacia las nueve empezaron a salir parejas. Y también algunas personas aisladas.
– Ahora se pondrá un poco difícil -me dijo Edmonds-. No podemos dejarla escapar. Si es que realmente ha pasado la noche en su habitación y se digna salir hoy.
– ¿Y si no es así?
– Bien, en ese caso habremos perdido el día, lo que no complacerá demasiado a Gillespie. Pero no será la primera vez que nos ocurre. Abra bien los ojos, teniente, porque yo tengo una idea tan confusa como usted del aspecto que tiene esta mujer…
– ¿Qué ocurrirá si nos equivocamos de chica?
– Pues… a Gillespie le disgustará, pero tampoco será la primera vez que ocurra -repitió Edmonds cacareando de placer, como si en ese instante le asaltara un recuerdo preciso.
No tuve ganas de seguir investigando. Pasó media hora larga sin que ni Edmonds ni yo juzgáramos útil hablar. Disponíamos de un buen ángulo de observación, pero de todos modos no estábamos muy cerca del Harnett y había que tener buena vista para distinguir los rasgos de quienes salían del hotel. Como no quería que Keller se me escapara, tenía los ojos desorbitados a fuerza de mirar intensamente hacia ese rincón de paisaje en el que concentraba toda mi atención. Ya me disponía a hacer un comentario sobre la necesidad de que nos equipáramos con unos prismáticos para la próxima sesión, cuando Edmonds me dio un fuerte golpe en el pecho con el revés de la mano.
– ¡Por todos los demonios! -dijo con un estremecimiento que hizo temblar todas sus grasas sobre el asiento del coche.
– ¿Qué? ¿Qué ocurre? -dije, sintiendo que mi corazón se aceleraba.
– Este tipo que sube las escaleras para entrar en el Harnett. Le conozco.
– ¿Quién es?
– Küneck. Un alemán de Delhi. Oficialmente, un pequeño industrial expatriado. Oficiosamente, el jefe del SD Ausland para todo el subcontinente indio y la Cochinchina francesa.
– ¿El SD Ausland? -pregunté, confesando así ingenuamente mi ignorancia.
Pero esta laguna en mi cultura sobre la información debía de ser tan monumental que Edmonds ni siquiera la percibió y se contentó con seguir como si nada.
– Sí, sí, el SD, los servicios de información de su partido en el poder. No los del ejército regular. ¿Por qué vendrá ese Kraut a arrastrar sus polainas por estos barrios? Tendría que ir a ver, teniente. Yo ya me he cruzado con él. Me reconocería y lo fastidiaríamos todo-La perspectiva de tener que seguir a un espía alemán no me hacía la menor gracia, pero en algún momento tenía que empezar a poner aprueba mis aptitudes para trabajar sobre el terreno. «Debe ganarse el respeto de sus subordinados; esto constituirá una parte importante del éxito de su misión», me había advertido Gillespie. Pues bien, había llegado la hora de la verdad. Ya no había forma de escurrir el bulto. Ahora la cosa iba en serio. Con la garganta seca, abrí la portezuela, me alisé apresuradamente el traje arrugado y crucé la calle con la mayor naturalidad posible. Subí la escalera del hotel en dos zancadas y empujé el batiente de la puerta giratoria como si fuera un cliente habitual del establecimiento. Era cosa sabida que el Harnett no se distinguía precisamente por ser el mejor hotel de la ciudad, e incluso creo que un día oí decir que sólo era un lugar de primera categoría para gente de segunda categoría; sin embargo, en mi vida había visto tanto lujo, tanta elegancia, tanto refinamiento en la decoración. Las maderas, saturadas de cera, resplandecían como si acabaran de barnizarlas, los cobres brillaban más que los de un crucero de lujo y las alfombras eran tan gruesas que ahogaban cualquier ruido. Busqué con la mirada al tal Küneck, pero no lo vi por ninguna parte en el vestíbulo. Un pórtico conducía a una sala restaurante donde había algunas personas desayunando. Entré. Küneck estaba allí, sentado a una mesa, encargando el desayuno. En mi intento por encontrar una posición discreta que me permitiera, al mismo tiempo, observar bien a mi objetivo, fui a instalarme detrás del alemán, cogiendo al paso un periódico para disimular. Küneck no pareció prestarme atención en ningún momento. Esperé aún unos minutos simulando estar interesado en un artículo cualquiera. Cuando volví a levantar la mirada, una mujer se había sentado frente al alemán. He dicho una mujer, pero hubiera sido más exacto decir una joven, o incluso una muchacha. Era bastante alta, rubia, fina, con unos rasgos que coincidían con los de la telefotografía que había visto en las oficinas de Gillespie; estaba seguro de que era ella: Ostara Keller. Ya no había duda posible: de un modo u otro, miss Keller apuntaba efectivamente a una agencia de información de una potencia rival.
Desde donde me encontraba, la pareja no tenía una visión directa sobre mí, aunque cabe decir que en ningún momento trataron de mirar en mi dirección. La contrapartida de esta posición discreta era que me resultaba imposible captar ni una palabra de su conversación, y con mis casi nulos conocimientos de alemán, de nada me hubiera servido leer en sus labios. Me concentré en observar detalladamente a Keller. Por lo que podía ver, era muy joven, casi una niña aún, aunque sus ropas y sus modales, muy reservados, la envejecían un poco. Tenía un aire fresco, sorprendentemente inocente, y parecía tan joven -diecisiete o dieciocho años, tal vez-, que era imposible pensar que podía tratarse de una espía. Uno podía imaginarla fácilmente pasando el día ocupada en arreglarse, acudir a espectáculos, oír música, en todas las futilidades habituales que conforman la vida de una señorita de buena familia al salir del colegio. Con los rasgos de ambos bien grabados en mi mente, juzgué que lo más prudente era adelantarme y abandonar el restaurante antes de que ellos se eclipsaran. Eligiendo los rincones en sombra, abandoné el hotel y volví al coche para reunirme con Edmonds. Esparcidas por el suelo, junto a la portezuela, por donde seguía sacando el brazo, un montón de colillas indicaban cómo había empleado el tiempo de espera. El asistente sujetaba, torpemente oculta entre sus muslos, una botellita de alcohol.