No comprendí qué quería decir Galjero. Que se refiriera con tanta ligereza a la inanidad de los libros cuando en toda Alemania se celebraban autos de fe, me turbó. Le seguí en silencio, no sabiendo qué pensar, por un dédalo de pasillos, hasta que nos detuvimos ante una ancha puerta corredera con paneles de tela rasposa enclavijada al modo japonés. Pegado a uno de los montantes de madera, vi un medallón en relieve que me recordó a los que adornaban las puertas de entrada de la villa. Como en el exterior, esta figura representaba la máscara de un animal fabuloso de hocico alargado, una especie de jabalí o de facochero. Galjero hizo deslizar la puerta sobre los raíles aceitados con alcanfor, y entramos en una amplia habitación sombreada, bañada de incienso como una nave de iglesia. Braseros de cobre distribuían de forma uniforme estos vapores por todo el espacio.
– Fumigaciones para alejar a los insectos, atroces devoradores de papel, nada más -dijo Galjero, tras ver mi reacción atónita a la vista de aquella atmósfera propia de un templo.
Columnas de estantes de teca clara cubrían los muros de la sala.
– A primera vista, no parece gran cosa, pero si se suma la longitud de todas estas estanterías, se obtiene un balance que supera el medio millar-me informó orgullosamente mi anfitrión-. No sé si hay en la ciudad una biblioteca comparable. Exceptuando la de la Sociedad de Estudios Asiáticos, evidentemente.
Sus dientes blancos, perfectos, brillaban como puntas de sable. Retrocedí por instinto. Para ocultar mi turbación, cogí una obra al azar, que apreté contra mi pecho como un escudo irrisorio. Pero Galjero permaneció tranquilo, y optó por reírse de mi elección.
– ¡Encuadernación amarilla, teniente Tewp! ¡Excelente elección! Veo que se interesa por la literatura erótica. ¡Quién lo hubiera dicho! ¿Y cuál ha elegido para la hora de la siesta? ¡Al infierno con la timidez! ¡Vamos, enséñemelo!
Y me lo arrebató de las manos antes de que yo pudiera reaccionar para impedírselo.
– Manual de urbanidad para jovencitas, del francés Pierre Louys… ¡Muy interesante! ¡Es una obra reciente, pero pasará a la posteridad! ¿Quiere que le lea un extracto?
– ¡No hace falta! -exclamé yo, desesperado por mi nueva torpeza, pero Galjero ya había abierto el volumen y volvía las páginas.
– ¡Insisto! La literatura erótica está hecha para ser leída en voz alta. Y además, este Manual es tan divertido… Es una recopilación de consejos para las ingenuas. Escuche éste…
– ¡No, gracias! Creo que seré capaz de descubrirlo por mí mismo -dije cerrando la mano sobre el libro, prefiriendo pasar por un perverso antes que soportar semejante lectura.
– Muy bien, muy bien, amigo mío… Pero ¿no quiere también el Hermaphroditus de Antonio Beccadelli? Tengo aquí una edición ilustrada muy hermosa… indispensable para traducir correctamente a Ausonio. ¿Y tal vez también esta historia encantadora, La puerta del asno? Un anónimo contemporáneo pero muy sugestivo. Mire, escuche este resumen: en Roma, bajo Domiciano, una bella patricia es falsamente acusada de adulterio y condenada al lupanar. Cójalo, saboree la continuación…
– ¡Decididamente no! Le agradezco sus atenciones, pero de hecho, mis lecturas habituales son más… castas.
– ¿Ah, sí? ¡Pues es una verdadera lástima! -exclamó Galjero con cierta decepción- Pero ¿tal vez quiere decir más… blandas? ¿Sus lecturas habituales son más blandas? Como guste, me es indiferente. Vuelva aquí cuando quiera, ahora que le conocemos… En fin, ahora que usted conoce el camino, para ser más preciso. Rebusque a su gusto y diviértase haciendo nuevos descubrimientos. Hay estampas en el gran mueble para ilustraciones y un Kama Sutra excepcional en uno de los cajones. Ahora le dejo. Hasta luego.
Y desapareció como un felino. Yo volví a dejar en su lugar los indecentes volúmenes amarillos con los que Galjero había considerado oportuno cargarme los brazos y pasé unas decenas de minutos tratando de descifrar los títulos en el lomo de los otros libros. Aquí, todos los alfabetos se mezclaban. Había textos en latín, cirílico, griego y hebreo, árabe también, mucho sánscrito, y finalmente lo que juzgué chino o japonés tal vez; e incluso vi jeroglíficos egipcios impresos en toda una serie de obras. Desde luego, dudaba de que Dalibor Galjero, por erudito y sabio que fuera, supiera descifrar ni siquiera la mitad de estos sistemas de escritura. Por desgracia, llega un punto en que los bibliófilos se dejan desbordar por su pasión y se encaprichan de los volúmenes influidos por la belleza de la encuadernación o porque prefieren soñar sobre los misterios que contienen antes que hacer el esfuerzo de aprender la lengua.
Me entretuve un poco buscando la sección de las obras de esoterismo y de magia, porque no dudaba de su existencia. Pero, sea porque estuvieran camufladas, o porque sus títulos estuvieran redactados en un alfabeto desconocido para mí, curiosamente no encontré nada parecido. Decidí salir, cansado ya de dar vueltas en medio de estos vapores de incienso que empezaban a provocarme migrañas. Volví, acalorado, a mi habitación y me dejé caer, con los brazos en cruz, sobre la cama. El calor era agobiante. En el techo, el gran ventilador de palas de cobre tenía dificultades para agitar mínimamente este aire pesado, compacto, oprimente, que incluso me hacía añorar la frescura del sótano de la prisión militar. Me arrastré hasta el cuarto de baño, donde tomé una larga ducha helada que me revigorizó. Mientras me estaba vistiendo, oí un coche que hacía crujir la grava de la avenida central. El sonido de una bocina que resonó tres veces hizo graznar a los pavos reales y espantó a los ibis, que alzaron el vuelo. La puerta de la habitación de lady Simpson chasqueó. Sus pasos martillearon el mármol del pasillo antes de desvanecerse en la escalera. Esperé un poco y luego bajé a mi vez para observar discretamente a los recién llegados.
El sultán Muradeva era uno de estos señores locales, flores marchitas después de la eclosión, surgidos de una antigua rama de la aristocracia bengalí. Estos personajes otrora poderosos, terribles, soberanos incontestados en sus tierras, hoy en día eran marionetas que permanecían en su puesto gracias a los británicos, que no veían en ellos sino a unos seguidores dóciles de su política. Desde luego, su fortuna seguía intacta, y sin duda alguna incluso había aumentado desde la llegada de los occidentales, que habían añadido a los recursos de la economía tradicional los infinitamente más poderosos de la bolsa y los intercambios internacionales. Muradeva, un hombrecillo cobrizo de rostro fino y sedosa cabellera negra, poseía de hecho una no desdeñable fortuna, que empleaba para satisfacer sus placeres más que para la felicidad de sus súbditos. Vivaracho y de un humor siempre alegre, ese botarate no dejaba de mariposear yendo de los Galjero, que reían con ganas sus ocurrencias, a Simpson, que envidiaba su munificencia pero sin atreverse a mostrarla. Siguiendo los pasillos, me deslicé hasta la habitación que ya se me había hecho familiar, y me disponía a pasar el resto de la velada allí cuando la señora Simpson, para alejarse un rato del ruidoso salón donde el príncipe exhibía su jote de vivre, vino hacia mí. Al verla, todos mis músculos se pusieron en tensión. Me levanté rápidamente de mi sillón y me inmovilicé en una postura próxima a la posición de firmes. Sin embargo, no había malicia en el rostro que se ofrecía a mi vista. Al contrario, la americana sonreía. Y me tendía la mano.
– Espero que no se haya enojado por nuestras diabluras de esta mañana, teniente. La señora Galjero y yo tenemos la tonta costumbre de hacer rabiar a los jóvenes guapos. Hagamos las paces y seamos amigos. Le prometo que en adelante seré buena con usted.