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Sus ojos brillaban con un resplandor franco. La juzgué sincera. Pese a todo, no sin un atisbo de arrepentimiento, cogí su mano en la mía y la estreché con lealtad. Pronuncié unas palabras modestas, asegurándole que no le guardaba rencor y que aceptaba agradecido su solicitud de tregua.

– Mi presencia aquí es para velar a la vez por su seguridad y su comodidad, señora. Le agradezco que haya dejado de considerarme como un juguete.

– Asunto zanjado, pues, señor oficial Tewp. Asunto zanjado… Y ahora, ¿por qué no nos acompaña a escuchar al sultán Muradeva?

Con su nariz puntiaguda, sus labios finos, casi inexistentes, y su cuello elástico adornado con una triple hilera de perlas finas, Wallis Simpson me cogió del brazo y me arrastró al fresco salón donde los Galjero, apretados uno contra otro, reclinados blandamente en un ancho canapé, escuchaban sonriendo al príncipe, que les soltaba no sé qué cuento mundano. Dos siluetas envueltas en gasa blanca se mantenían silenciosas e inmóviles detrás de él. Hicieron las presentaciones oportunas sin que los fantasmas velados se movieran ni una pulgada. ¿Serían guardias? Tal vez. Pero su complexión delicada me parecía más propia de una mujer que de un fornido escolta. ¿Entonces? ¿Serían sus amantes? ¿Unas cortesanas? No hubiera sabido decirlo, pero las dos figuras estaban petrificadas hasta tal punto que llegué a pensar que podían ser auténticas estatuas. Me senté en un sillón algo apartado y me esforcé en prestar atención a las divagaciones del hindú, que embriagaba a su auditorio con una oleada de chismes, cotilleos y maledicencias sobre diversas figuras de la alta sociedad de la ciudad y la provincia. Yo no conocía a ninguno de los individuos mencionados, pero el tono era incisivo, mordaz, y las anécdotas estaban bien construidas. Por insignificante que fuera su contenido, el parloteo del príncipe Muradeva al menos sabía divertir. Muy a pesar mío, acabé riendo con los demás. Esto se prolongó una hora sin que fuera posible interrumpirle, y luego su energía se desvaneció de golpe. Muradeva se retrepó en su asiento y no quiso seguir, como si estuviera cansado de sí mismo, aturdido por su propio veneno.

– Vamos, príncipe -dijo Dalibor, que no había dejado de acariciar la mano de su esposa-, díganos de una vez quiénes son estas personas que le acompañan y que han permanecido tan tranquilas y pacientes junto a usted.

– ¡Oh, es verdad! -exclamó el pequeño sultán con voz aguda-¡Las había olvidado! ¡Es la primera de las dos sorpresas que les he traído hoy! ¡Adelantaos, palomitas, y mostraos!

Obedeciendo a su demanda, las dos siluetas se deslizaron ante nosotros, y luego, con un mismo movimiento, hicieron caer el velo que las cubría de pies a cabeza. Entonces aparecieron dos muchachas muy jóvenes, vestidas ambas con un ligero pantalón bombacho y un corpiño muy ceñido que dejaba descubiertos los brazos y exponía a las miradas su vientre plano. Unos brazaletes con campanillas cosidas rodeaban sus tobillos y sus muñecas y llevaban tiaras y joyas prendidas en los cabellos.

– Dos bailarinas… Son suyas, lady Simpson, se las ofrezco. ¡Puede llevárselas consigo a Inglaterra o tirarlas después de usarlas! ¡Ji, ji, ji!

Y soltó una odiosa risita de hiena, que me puso los nervios de punta. De buena gana le hubiera azotado.

– ¿Llevármelas conmigo?-cloqueó Simpson- ¿Como animales perdidos que se recogen al borde de la carretera? Sí, la idea es seductora. Pero creo que me contentaré con su presencia aquí. Luego se las devolveré…

– Como desee, querida. Pero permítame que le explique cómo debe utilizarlas. En primer lugar, hay que conocer sus nombres. La que ve aquí a la izquierda, la más alta, asimismo la más voluptuosa, es Rajiva. La segunda, Madurha, un poco más enjuta, es también la más experta en los juegos del amor. Las dos son muy flexibles, muy mimosas… La primera posee un vaso natural estrecho. La geografía de la segunda es más abierta. Aconsejo prioritariamente su otra vía, que cede con ciencia y con placer. Lo digo en atención a Dalibor, en el caso probable de que usted acepte prestárselas, claro está…

– Desde luego -dijo Simpson esbozando una horrible sonrisa de alcahueta dedicada a sir Galjero.

Laüme no se inmutó.

– ¡Vamos, muchachas, mostrad a vuestra nueva ama cómo domináis el arte de la danza y de la alegría!

Muradeva dio una palmada como un rey bárbaro, como un Atila de opereta. Inmediatamente las dos jóvenes iniciaron sus contoneos, ejecutando los ritmos que guiaban sus movimientos con golpes del talón y sacudidas de las muñecas que hacían tintinear las campanillas y vibrar el aire en torno a ellas. Músicas y bailarinas a la vez, las mujeres encadenaban las figuras, las posiciones, con una gracia muy particular. Sus composiciones, coordinadas, simétricas, jugaban con las anamorfosis, los contrastes de iguales, los efectos de espejo. Luego vi que sutilmente, a pequeños trazos, esta mecánica se desordenaba, que las artistas ganaban poco a poco autonomía, arrancándose a su armonía inicial. En una dinámica nueva, aparecían papeles individualizados, una dramaturgia se dibujaba. Las relaciones que revelaban sus gestos ya no eran las de la igualdad, sino, al contrario, las de una dominación y una sumisión. Alta, musculosa, Rajiva representaba al hombre. Ligera, ondina, Madurha era la mujer. Esto se prolongó durante un buen rato. Nunca antes había visto un espectáculo como aquél; ignoraba que el cuerpo humano pudiera transmitir en sus poses semejante fuerza de lubricidad y de inocencia confundidas. El sultán jadeaba, se mordía el puño mientras miraba cómo las ondinas danzaban el amor físico. Los Galjero, por su parte, parecían imperturbables, como si estuvieran asistiendo a un espectáculo banal. La señora Simpson había sacado un cigarrillo de un estuche lacado y lo había encajado en un largo tubo de nácar. Las bocanadas de humo que expulsaba y que llegaban flotando hasta mí eran especiadas, de un olor almizclado muy distinto al del tabaco ordinario. La americana tendió el objeto a lady Galjero, que se lo quedó y acabó de succionarlo con gruñidos de gata estirándose al sol. Las dos bailarinas estaban llegando al apogeo de su espectáculo. Sus cuerpos se amoldaban al ritmo cada vez más vivo de las campanillas, y luego, cuando parecía que la cadencia alcanzaba su punto máximo y no podía progresar sin desgarrarnos los tímpanos, todo se detuvo de golpe. Hubo un grito. Muradeva, con el rostro bañado en sudor, el cuello hinchado y los ojos desorbitados, bizqueaba con la mirada fija en el vientre de las muchachas. Tenía calor. Tenía frío. Ya no sabía qué hacer. Su turbación producía un efecto cómico. Por un instante pensé que era como un pedazo de estopa que se hubiera inflamado por sí mismo. Quemado con sus propios juegos, el maharajá pidió algo de beber. Un boy le trajo un vaso de limonada helada que bebió de un trago, acabando con un eructo del que no se preocupó más de lo que lo hubiera hecho un niño.

– ¿Qué me dice? -preguntó por fin, mientras trataba de recuperar la compostura.

Lady Simpson le dio las gracias por tan original presente y le prometió que haría un buen uso de él. Se expresó en un tono ponderado, tan natural, que no pude discernir si sus comentarios eran serios o irónicos.

La conversación dio un giro hacia el tantra, el arte hindú del amor. Todo el mundo parecía querer dar su opinión sobre este tema, dar a conocer sus preferencias, presentar ejemplos.

– ¿Saben -dijo el sultán- que ciertas prácticas del tantra tienen por objeto la divinización de la mujer? ¡Por desgracia, para esto hace falta que acepte, al menos durante diez meses, pasarse sin hombres! Durante todo este tiempo su futuro amante duerme en el suelo, a sus pies. A continuación, durante seis meses, está autorizado a dormir a su izquierda, pero sin que haya contacto, y luego seis meses más a su derecha en las mismas condiciones. Sólo entonces llegan las primeras caricias. Pero, para la consumación final, habrá que esperar aún un año. ¡Esto, al final, concluye en casi treinta y seis meses de total abstinencia!